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Loar a la familia y abandonarla a su suerte: tenemos tres hijos, dos trabajos y estamos a punto de rompernos

Jorge Muñiz

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Tengo claro desde el principio que en esta crisis todos vamos a salir perdiendo, que todos nos vamos a ver perjudicados de una u otra manera. Otra cuestión es cómo se van a repartir esos esfuerzos. Por lo que hemos visto, de momento parece que de forma mucho más justa y proporcional que en 2008, pero no podemos confiarnos, porque nos va la vida en ello. El coronavirus ha producido muertos y deudos, enfermos, parados, trabajadores al límite de sus fuerzas… y no sólo los sanitarios. Vaya mi aplauso para ellos, por cierto.

Tengo claro también que todos debemos asumir una parte del golpe, que exigir que todo funcione a la perfección y desde el primer momento en medio de un inesperado Apocalipsis es propio de malcriados. Quienes nos dedicamos a la docencia estamos inventando cosas desde hace dos meses para afrontar lo que era impensable a principios de año, a menudo en muy malas condiciones y pagando los platos rotos de los eternos recortes en lo público.

Por otro lado, no creo que mi situación personal tenga nada de extraordinario, ni pienso tener más derecho que otros, ni me he permitido hasta ahora llamar la atención sobre el problema que me motiva hoy a escribir. Han pasado dos meses en los que las prioridades eran otras, en buena lógica. Las autoridades han tenido que ocuparse de asuntos mucho más urgentes y, con sus errores, han hecho un gran trabajo. Las familias también hemos hecho lo que había que hacer. Hemos aportado nuestro granito de arena de sacrificio, echándonos todo a la espalda.

Pero creo que ya ha llegado la hora de empezar a pensar en algo más que lo inmediato y lo sanitario, sobre todo teniendo en cuenta que la desescalada y el futuro fin del estado de alarma sólo nos auguran largos meses o años de duras pruebas todavía. Meses o años en los que los colegios funcionarán a medio aforo cuando no vuelvan a estar cerrados... ¿No haría falta un plan realmente bien pensado y fundamentado, más allá de voluntarismos y de dejar la responsabilidad a los trabajadores de la educación?

Si la desescalada sanitaria implica una disponibilidad de recursos hospitalarios, por ejemplo, no se entiende que vayamos a mandar a nuestros hijos al colegio fiándolo todo a la improvisación y a los desvelos particulares –que son infinitos– de los maestros, con los mismos medios y las mismas plantillas que antes.

Decía antes que no he abierto la boca para quejarme en todo este tiempo, pero este artículo de Ana Requena en eldiario.es hace unos días (¡gracias!) me ha hecho pensar que ya es hora. Nadie parece estar pensando en esto. No he visto nada publicado, no he oído declaraciones de políticos… Soy padre de tres hijos. El mayor tiene cinco años. El mediano, con necesidades educativas especiales, cuatro. Y el pequeño no ha cumplido los veinte meses. Obviamente, el mediano no está recibiendo las terapias a las que normalmente asiste.

En esas circunstancias llevamos semanas mi mujer y yo tratando de sacar adelante dos jornadas laborales desde casa y atendiendo a los niños veinticuatro horas, además de ocuparnos de las tareas domésticas. Y todo ello sin ninguna ayuda externa. Somos gente responsable, pero humanos. Nuestra situación supone que siempre uno de los dos está trabajando, mientras el otro se ocupa de las criaturas, la limpieza, el lavado, la cocina… Todo a la vez. Sólo nos falta la música circense de fondo y hacer unos malabares al mismo tiempo. Cualquiera se puede imaginar lo que esto supone.

Por supuesto, hacer los deberes con ellos es misión imposible. Nos contentamos con mantenerlos a salvo, alimentados y limpios. Sabemos que otros padres con más tiempo o menos hijos están participando mucho más en las actividades planteadas (¡gracias también!) por las maestras con tanta dedicación. Con todo, somos conscientes de ser afortunados. Nuestros trabajos son dignos, con sus miserias, y no parece que estén en peligro por la crisis que viene. Sabemos que hay familias que lo tienen mucho peor que nosotros. Quedan meses por delante y el curso próximo se presenta lleno de incertidumbres. Los niños no irán a clase todos los días, parece ser. Habrá probablemente periodos de cierre de los centros. Y nos preguntamos si no se plantea ninguna medida de alivio, como un permiso o reducción de jornada remunerada para familias en determinadas circunstancias.

Las consecuencias sociales de no hacerlo serán desastrosas en poco tiempo, cuando empecemos a caer agotados. Y queda mucha maratón por correr. La tan hispánica tradición de loar la familia y abandonarla a su suerte debería romperse ahora o los que nos vamos a romper somos nosotros.

Mis disculpas si el estilo y la redacción no son muy pulidos, pero no tengo tiempo para revisiones. Voy a desarmar la barricada que tengo montada con la bici estática tras la puerta de esta habitación y acudo en auxilio de mi mujer. Salud y servicios públicos para todos.

Tengo claro desde el principio que en esta crisis todos vamos a salir perdiendo, que todos nos vamos a ver perjudicados de una u otra manera. Otra cuestión es cómo se van a repartir esos esfuerzos. Por lo que hemos visto, de momento parece que de forma mucho más justa y proporcional que en 2008, pero no podemos confiarnos, porque nos va la vida en ello. El coronavirus ha producido muertos y deudos, enfermos, parados, trabajadores al límite de sus fuerzas… y no sólo los sanitarios. Vaya mi aplauso para ellos, por cierto.

Tengo claro también que todos debemos asumir una parte del golpe, que exigir que todo funcione a la perfección y desde el primer momento en medio de un inesperado Apocalipsis es propio de malcriados. Quienes nos dedicamos a la docencia estamos inventando cosas desde hace dos meses para afrontar lo que era impensable a principios de año, a menudo en muy malas condiciones y pagando los platos rotos de los eternos recortes en lo público.