En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.
24 horas en Tinder en plena pandemia
De repente, casi sin verlo venir, te dicen que tienes que permanecer encerrada en casa. Ni tan mal, pensé. Por fin puedo hacer todo aquello que está por hacer. “Limpiaré la casa a fondo, pasaré más tiempo con mi hijo, veré las películas que nunca puedo ver y leeré los libros pendientes, esos que están en la estantería esperando que alguien les saque el polvo. Ordenaré las mil fotos que tengo en el ordenador y en el móvil, ¡haré álbumes- por fin! - . Tengo que teletrabajar, por suerte no me he quedado sin trabajo, pero no es mala idea, podré hacerlo con ropa de estar por casa y no tendré que teñirme ni peinarme si no me apetece”. Todos buenos propósitos, sin duda.
Pero la realidad es que los días van pasando, creo que ya van 6 semanas o no lo sé, porque es fácil descontarse, y la casa ya no está hecha una patena. Ya me da un poco igual, para ser sinceros. El horario de actividades del niño acumula el mismo polvo que esos libros que siguen en la estantería. La tele cobra cada vez más protagonismo en la rutina y los nervios y el cansancio también.
Los buenos propósitos van quedando atrás y la soledad se va apoderando lentamente de una. Lo peor son las noches, cuando el niño duerme y ya no hay nadie más en la casa. Estás sola en el comedor y aquella lista de películas ya no es tan apetecible. Y de repente tienes una gran y genial idea: ¡me voy a dar de alta en Tinder! Dicho y hecho. Un nombre (falso, por supuesto), algunas fotos y ya tengo el catálogo a mi disposición. Fotos y más fotos. Like, no like, me gusta, no me gusta, me siento como deshojando una margarita, pero sin ese aroma de romanticismo que tan poco me gusta.
No tardo demasiado en darme cuenta de que hay diferentes tipos de perfiles: los que viajan mucho o pretenden haberlo hecho y todas las fotos tienen una muralla china de fondo, unos rascacielos o templos budistas. Luego están los espirituales, los que hacen yoga, son vegetarianos, llevan pelo largo y sólo quieren compartir la paz interior que sustentan. Los deportistas también abundan. Fotos de hombres escalando (¡muchas!), haciendo submarinismo, esquiando… Y el resto pues ya no sé en qué saco meterlos.
¡Sigo deshojando y de repente… un match! ¡Otro! Y otro! Alguien, un desconocido, te saluda, y la conversación suele ir tal que así: Hola, ¿qué haces? - yo en casa preparándome para un vermú en el balcón, ¿y tú? Saludos aquí y allá, la conversación no da más de sí. Fotos, más fotos. Qué locura, me digo. Pero me dejo llevar por la vorágine de la aplicación. Voy al baño y me llevo el móvil para mirar fotos. Mientras cocino, mientras el niño me habla, mientras mi madre me dice no sé qué por Skype. Apenas te das cuenta y ya estás ahí de nuevo. 10 más y paro. Bueno 10 más que no me ha gustado ninguno. Por la noche en el sofá venga a darle a las fotos. Qué dolor de cabeza, pero 10 más y lo dejo.
Me despierto por la mañana y lo primero que hago es abrir la aplicación a ver si alguien más dice algo. Lo de siempre. Y venga a mirar fotos. Me doy cuenta de que han pasado 24 horas de las que he dedicado unas cuantas a mirar fotos y tener conversaciones vacías de contenido con desconocidos. Las pocas que han dado de más ha sido para hablar de la pandemia. Decido darme de baja y no seguir perdiendo el tiempo.
Pero hablo de mí. Entiendo los procesos por los que las personas tienen la necesidad de estar conectadas con otras, de hablar incluso con extraños y hasta de sentirse especiales. Son muchas horas, muchos días, muchas semanas y las necesidades emocionales de muchos y muchas no se están cubriendo. Es cierto que hay grupos de Whatssapp, de amigos y montones de buenos propósitos e ideas para “pasar el tiempo”. Pero también nos gusta gustar, nos gusta saber que alguien al otro lado se siente igual, nos gustan esos “abrazos y besos virtuales” e imaginar que un día a lo mejor se hacen realidad. O no. Pero eso ahora mismo no importa.
Y es que detrás de la pandemia provocada por el virus SARS-CoV2, más conocido como coronavirus, se esconde otro virus más potente si cabe, y es el de la soledad. Entra en nuestras vidas casi sin darnos cuenta y campa a sus anchas en general, sobre todo en tiempos de confinamiento. Todas esas fotos de gente pasándolo bien con amigos, felices, escalando, viajando, y después confiando sus horas libres a conversaciones banales, vacías y con extraños que en la mayoría de casos poco aportan. No porque no puedan, sino porque el canal no da más de sí. Ojalá esta crisis nos dé el espacio y la reflexión para saber a dónde nos dirigimos como sociedad y si es lo que realmente queremos y deseamos.
De repente, casi sin verlo venir, te dicen que tienes que permanecer encerrada en casa. Ni tan mal, pensé. Por fin puedo hacer todo aquello que está por hacer. “Limpiaré la casa a fondo, pasaré más tiempo con mi hijo, veré las películas que nunca puedo ver y leeré los libros pendientes, esos que están en la estantería esperando que alguien les saque el polvo. Ordenaré las mil fotos que tengo en el ordenador y en el móvil, ¡haré álbumes- por fin! - . Tengo que teletrabajar, por suerte no me he quedado sin trabajo, pero no es mala idea, podré hacerlo con ropa de estar por casa y no tendré que teñirme ni peinarme si no me apetece”. Todos buenos propósitos, sin duda.
Pero la realidad es que los días van pasando, creo que ya van 6 semanas o no lo sé, porque es fácil descontarse, y la casa ya no está hecha una patena. Ya me da un poco igual, para ser sinceros. El horario de actividades del niño acumula el mismo polvo que esos libros que siguen en la estantería. La tele cobra cada vez más protagonismo en la rutina y los nervios y el cansancio también.