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La vacuna somos todos

Fabio Gil

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El día que nuestra empresa nos comunicó que comenzábamos el tele-trabajo tras la declaración del estado de alarma nos proporcionó a los empleados una pequeña guía con consejos para mantener la productividad. Entre ellos se encontraba, siempre que fuera posible y las circunstancias familiares lo permitieran, mantener la jornada laboral habitual de siete de la mañana a tres de la tarde. Y eso es lo que hago.

Me preparo un café y enciendo la televisión el tiempo suficiente hasta que la estimulante cafeína comienza a hacer efecto. Estoy atento a las nuevas medidas tomadas desde el Gobierno para las personas en situación de vulnerabilidad sin el desasosiego de encontrarme yo entre ellas y me percato de lo afortunado que soy por no depender de ninguna ayuda ni del contenido de ningún Real Decreto para seguir subsistiendo.

Aunque no quiero hablar demasiado alto, nadie puede asegurar nada en los tiempos que estamos viviendo. En ese momento pienso en cuántas personas quisieran estar en mi lugar ahora mismo. Pienso en los indispensables, en los que nos cuidan, en quien continúa de guardia, en quien está llegando ahora a su casa después de diez horas atendiendo enfermos y en todas las precauciones que debe tomar. Pienso en los aplausos a las ocho y siento desasosiego porque pienso que después de esto nada cambiará, que seguiremos como siempre. Después procuro ser más positivo, ser coherente con mi situación y aplicar un consejo que me dieron: ¿qué puedo hacer yo? Simplemente quedarme en casa y trabajar. De modo que me planteo la jornada de otra manera y me imagino que levanto este país, aunque simplemente sea aportando para pagar a los enfermeros, celadores y oncólogos. Y todo desde mi ordenador.

Escribo un correo a mi jefe de departamento para comunicar que comienzo mi jornada laboral. Comienzo a revisar correos. Hay encargos. Trabajo realizando manuales técnicos para un modelo de aeronave militar, el A400M. Ahora sale mucho en la televisión porque el ejército español ha destinado varios de estos a recoger material médico a países extranjeros. Procuro pensar, al menos desde la parte que me toca, que aporto un pequeño grano de arena a traer mascarillas y respiradores a mi país. Como si ese fuera el exclusivo propósito de tal joya de la ingeniería y no se usara para transportar vehículos de combate o repostar en vuelo otras aeronaves. Pero como esto no sale en la televisión puede que no sea cierto o, simplemente, prefiramos no saberlo... Ya saben lo que dicen, ojos que no ven...

Aprovecho para tomarme mi descanso matinal sobre las 9 y media para desayunar con mi madre. Ella es población de riesgo. Hace un par de días le volvieron a dar quimio, comienzan a manifestarse los peores efectos secundarios y se mantendrán aproximadamente durante una semana. A los pacientes de oncología les han reducido las consultas para evitar riesgos. Es lo que tiene la gente, que, a pesar del momento que estamos pasando, algunos continúan con sus dolencias y el resto de enfermedades no desaparecen.

Escucho la puerta de su habitación abriéndose y entra en el salón. Le doy los buenos días y le pregunto cómo se encuentra, pero por preguntar algo ya que conozco la respuesta con tan solo mirarla y me he acostumbrado a los ritmos de la quimio en su cuerpo. Me hace un gesto con la mano como diciendo que regular. Me pregunta si quiero café, también por preguntar. Dejo el ordenador encendido y pongo lo indispensable para el desayuno. Se encuentra poco habladora, no tiene muchas ganas de parlotear por la mañana, de manera que encendemos la tele para que rompa nuestro silencio. Suele poner uno de esos matinales completísimos de tertulia y algo de cháchara donde repasan todas esas noticias del día, aunque en esta ocasión impregnada de una atmósfera sensacionalista que me produce un inevitable rechazo.

Estoy atento a los números de nuestra crisis y doy las gracias porque aún no me ha tocado sufrir la enfermedad ni a nadie cercano. Otro motivo para sentirse afortunado. Pienso que es mejor no encender la tele estos días, tan solo lo indispensable. Detecto la preocupación en el rostro de mi madre. Me pregunta si puedo salir a comprar algunas cosas y me pide por favor que me proteja y me ponga guantes, mascarilla y no me acerque a le gente. Le digo que sí para que no se preocupe. Noto que mi madre le tiene miedo al coronavirus por todo lo que le puede acarrear si sufriera el contagio y lo vulnerable que se debe sentir por su sistema inmune. En cambio, yo le temo más a su enfermedad, a los días que están por venir y a que sufra más de lo necesario. No le tengo miedo al virus porque llevo demasiado tiempo temiendo a una enfermedad mucho más grave y que tampoco tiene cura. Procuro ser positivo y pensar que, al menos, tengo trabajo, que no todos tienen la misma suerte y que, tal y como están las cosas, no nos podemos quejar.

Vuelvo a mi puesto temporal de trabajo y entre operación de mantenimiento y secuencia de ensamblaje de conjuntos aeronáuticos escucho la tos continua de mi madre de fondo. Me repito que no me puedo quejar. Me tomo un descanso y me asomo a la ventana para tomar el aire. Noto que veo peor de lejos, siento que me aumentan las dioptrías a ritmo de propagación pandémica. Tan solo distingo una mujer cargando varias bolsas de la compra y a un chico paseando a su mascota mientras se encuentra absorto en su teléfono móvil. En ese momento pienso que la sociedad está respondiendo bien, que no damos tanta vergüenza como en ocasiones hemos sentido y que aún podemos tener esperanza en la gente. 

Continúo mi jornada hasta las tres. Hoy no era necesario trabajar algunas horas extra, mañana ya se verá. Durante estos días de confinamiento me propongo emprender todas esas actividades y tareas que siempre he querido hacer pero siempre justifiqué la falta de tiempo para atrasarlas, aunque finalmente termino por encontrar otra excusa para aplazar dichas actividades durante más tiempo. Sin darme cuenta ha pasado un día más (o un día menos, depende de cómo se mire) y me propongo que el día de hoy no se repita mañana

Procuro sacar algo bueno de todo esto, la idea de cuidar a los que nos cuidan, o cuidarnos a nosotros mismos si queremos cuidar a los demás, al tiempo que le doy vueltas a eso de que somos la vacuna. ¿Y si fuésemos la vacuna de más enfermedades? Pienso en este virus y todo lo que se ha estado gestando entre nosotros, en todo lo que diseminábamos y contagiábamos sin que nos percatásemos, sin diferenciarnos por edad, poder adquisitivo, sexo, origen, ni ideología. Observo a mi madre y comienzo a recordar algo que olvidé. Me vuelvo a preguntar, al igual que hice antes de comenzar mi jornada: ¿Qué puedo hacer yo? Porque, al menos a día de hoy, la vacuna somos todos. ¿Y si dejásemos de ser la enfermedad?

El día que nuestra empresa nos comunicó que comenzábamos el tele-trabajo tras la declaración del estado de alarma nos proporcionó a los empleados una pequeña guía con consejos para mantener la productividad. Entre ellos se encontraba, siempre que fuera posible y las circunstancias familiares lo permitieran, mantener la jornada laboral habitual de siete de la mañana a tres de la tarde. Y eso es lo que hago.

Me preparo un café y enciendo la televisión el tiempo suficiente hasta que la estimulante cafeína comienza a hacer efecto. Estoy atento a las nuevas medidas tomadas desde el Gobierno para las personas en situación de vulnerabilidad sin el desasosiego de encontrarme yo entre ellas y me percato de lo afortunado que soy por no depender de ninguna ayuda ni del contenido de ningún Real Decreto para seguir subsistiendo.