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Reconstruyendo el mal llamado “canon digital”

Afortunadamente, internet ha permitido que cualquier persona pueda publicar de forma sencilla y asequible cualquier tipo de información, ocasionando una revolución en la manera en la que se emite y recibe la información. Esta democratización ha permitido conocer noticias y opiniones que, hasta ahora, estaban controladas por los escasos medios de comunicación existentes, pero también ha ocasionado que determinadas noticias u opiniones no contrastadas, técnicamente no rigurosas o emitidas por personas no cualificadas proliferen con la misma repercusión mediática (o incluso mayor) que aquellas más precisas.

Estamos en un momento de repensar los conceptos, desmontar falsos mitos y descubrir nuevas y mejores formas de hacer las cosas. Por eso también es buen momento para redescubrir conceptos jurídicos, desmontarlos y, sobre buenos cimientos, plantear alternativas. Como ya adivináis, me estoy refiriendo a la ardua tarea de reconstrucción del mal llamado “canon digital”, para lo que pediré al lector que olvide todo lo que sabe o ha oído sobre él, libere su mente de polémicas, eslóganes y malos ejemplos recurrentes (“si grabo en un CD las fotos de la primera comunión de mi sobrino…”) e intente ser analítico, porque sólo sobre una buena base podremos encontrar modelos mejores que los sufridos en los últimos años.

Para empezar, el “canon digital” no existe, es decir, no existe ninguna ley en la que se utilice el concepto como tal. Esto nos coloca en una buena posición, porque si jurídicamente el “canon digital” no existe, el proceso de deconstrucción puede partir desde cero. Aún más, el término “canon” está mal aplicado a este derecho, ya que ninguna de las acepciones que ofrece la Real Academia Española se adapta al mismo (suele estar asociado a un pago que se realiza a una Administración Pública por el disfrute de un bien público).

Por tanto, partimos desde la nada.

La Ley de Propiedad Intelectual concede derechos exclusivos a los autores de obras originales y creativas durante un determinado periodo de tiempo. Esto implica que cualquier acto de explotación de la obra (cualquier reproducción, distribución, comunicación pública o transformación) debe estar autorizada por el autor. Este principio básico nos beneficia cuando somos autores de una fotografía, un artículo o un dibujo y no queremos que reproduzcan, copien o exploten nuestro trabajo, pero nos entorpece un poco cuando queremos utilizar una obra creada por otro.

Como en toda regla, hay excepciones. Este principio básico de exclusividad, que implica que, por ejemplo, cualquier reproducción deba estar autorizada por el autor, tiene ciertos límites, y gracias a ellos la ley permite realizar ciertas reproducciones, distribuciones o comunicaciones públicas sin autorización de los autores implicados siempre y cuando se realicen cumpliendo ciertos requisitos. Por tanto, podremos realizar reproducciones de obras sin contar con la autorización del autor siempre que cumplamos lo que, básicamente, establecen los artículos 31 a 40 de la Ley de Propiedad Intelectual.

Quizá el límite a los derechos de autor más significativo de los últimos años es el del artículo 31.2, que es el de copia privada (el cual, por cierto, no es un derecho propiamente dicho, sino un límite a los derechos de los autores), que permite a las personas físicas (nunca empresas) realizar reproducciones/copias de obras sin autorización, siempre que se cumplan cinco requisitos:

  1. La obra reproducida debe estar divulgada, es decir, no puede ser inédita;
  2. La reproducción la debe realizar una persona física para su uso privado (y para nada más ajeno a sí mismo);
  3. Se debe realizar sobre obras a las que se haya accedido legalmente (poco sentido tendría permitir hacer copias sobre ejemplares o emisiones ilegales);
  4. El resultado, es decir, la copia, no puede ser objeto de utilización colectiva ni lucrativa (porque ya no sería una “copia privada”, sino “colectiva”);
  5. Se tiene que compensar a los autores por esta pérdida parcial de exclusividad.

Así, únicamente las copias que cumplan estos cinco requisitos serán legales y el resto simplemente serán reproducciones no amparadas por esta excepción y, por lo tanto, ilícitas. Parece justo un sistema en el que el creador tiene un derecho exclusivo sobre su obra, pero con determinadas excepciones (justificadas por fines culturales, de acceso a la información o de privacidad – por la imposibilidad de controlar las copias privadas que se hacen en ámbitos domésticos) y que se compense al autor por esa pérdida parcial de control sobre su obra.

Esa remuneración es precisamente el canon digital: la “compensación equitativa por copia privada”, como la definía el derogado artículo 25 de la Ley de Propiedad Intelectual, un sistema que trataba de remunerar a autores y resto de titulares de derechos por las reproducciones privadas (que cumplían todos requisitos del artículo 31.2) que realizamos los ciudadanos en nuestras casas.

Por tanto, en este proceso de deconstrucción del concepto, vemos que esta compensación no tiene por finalidad remunerar por la realización de copias ilícitas (como recientemente ha aclarado el Tribunal de Justicia de la Unión Europea), y no da por hecho que todos vayamos a delinquir (como incluso ha llegado a afirmar algún político), porque su objetivo no es compensar por las copias ilegales, sino por las “privadas” legalmente realizadas (que limitan un derecho exclusivo de una persona).

El gran problema ha sido la desinformación (la propia entrada de la Wikipedia tiene errores técnicos) y la forma irracional de ordenar esta compensación, que ha hecho que pasemos de un sistema con pocos criterios objetivos y ponderadores que podía afectar, sobre todo, a empresas y autónomos, a otro sistema (el actual) inédito en Europa y aún más “indiscriminado” que al anterior. Este nuevo régimen de compensación no se aplica a los soportes y dispositivos grabadores que adquirimos regularmente, sino sobre los Presupuestos Generales del Estado, haciendo que se repercuta sobre todos los ciudadanos y no únicamente sobre aquellos que hacen copias.

Partiendo de la base de que creo que es justo compensar a quien pierde cierta exclusividad sobre su obra, la clave está en analizar sobre qué se debe establecer esta compensación, la cuantía de la misma, quién deberá hacer frente a dicha remuneración y qué criterios se utilizarán para hacer más equilibrado y justo este sistema, sabiendo que es la menos mala de todas las posibles soluciones.

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Las imagenes de este artículo son propiedad, por orden de aparición, de Michael Hicks, Indi Samarajiva y Shawn Carpenter

Afortunadamente, internet ha permitido que cualquier persona pueda publicar de forma sencilla y asequible cualquier tipo de información, ocasionando una revolución en la manera en la que se emite y recibe la información. Esta democratización ha permitido conocer noticias y opiniones que, hasta ahora, estaban controladas por los escasos medios de comunicación existentes, pero también ha ocasionado que determinadas noticias u opiniones no contrastadas, técnicamente no rigurosas o emitidas por personas no cualificadas proliferen con la misma repercusión mediática (o incluso mayor) que aquellas más precisas.

Estamos en un momento de repensar los conceptos, desmontar falsos mitos y descubrir nuevas y mejores formas de hacer las cosas. Por eso también es buen momento para redescubrir conceptos jurídicos, desmontarlos y, sobre buenos cimientos, plantear alternativas. Como ya adivináis, me estoy refiriendo a la ardua tarea de reconstrucción del mal llamado “canon digital”, para lo que pediré al lector que olvide todo lo que sabe o ha oído sobre él, libere su mente de polémicas, eslóganes y malos ejemplos recurrentes (“si grabo en un CD las fotos de la primera comunión de mi sobrino…”) e intente ser analítico, porque sólo sobre una buena base podremos encontrar modelos mejores que los sufridos en los últimos años.