El desastre ecológico que sentó las bases de internet a finales del siglo XIX

Era el último día de agosto. El asturiano Orlando Candás paseaba por la playa de Lastres cuando encontró un extraño bloque macizo sobre la arena con la palabra Tjipetir labrada en una de sus caras. Algo parecido ocurrió a principios del mismo mes en Luarco, donde la lugareña Reyes Solís halló otro de estos rectángulos de material gomoso varado cerca del mar.

Descubrimientos como los de Candás y Solís llevan sucediéndose en las costas de Europa occidental desde el 2012. Existe incluso una página de Facebook que recoge las historias y fotografías de todos aquellos que se han topado con uno de estos náufragos poligonales. Se llama el Misterio de Tjipetir, aunque el fenómeno no tendría cabida en 'Cuarto Milenio' porque se trata de un enigma ya resuelto. 

“Los bloques son de gutapercha y han estado en el agua durante casi 100 años”, desvela a HojaDeRouter.com el historiador John Tully, de la Universidad Victoria, en Melbourne (Australia). La sustancia que menciona el experto es un tipo de látex rígido muy similar al caucho que se obtiene principalmente de los árboles de la especie ‘Palaquium gutta’. La palabra inscrita en todos los objetos (Tjipetir) alude al nombre de la plantación de la que proceden, situada al oeste de la indonesia isla de Java.

A pesar de que algunos están algo dañados, la mayoría de los bloques se mantienen en perfectas condiciones, lo que demuestra las increíbles propiedades del material.  Esta goma flexible, descrita por primera vez en 1832 por un cirujano escocés afincado en Singapur, se convirtió en el aislante más usado en cables submarinos a finales del siglo XIX y principios del XX. El médico europeo William Montgomerie había redactado un artículo donde enumeraba las características de este látex de origen natural que puede ser moldeado a altas temperaturas pero que se endurece a medida que se enfría.

“Sin ninguna duda, la gutapercha fue esencial para la revolución de las comunicaciones”, recalca el investigador. “Aunque ha sido sustituida por aislantes sintéticos, sirvió de puente hacia el futuro e impulsó la globalización”. Lamentablemente, la popularidad de la gutapercha se tradujo en una verdadera debacle ambiental que Tulley describe en un artículo titulado “Un desastre ecológico victoriano”, recogido en Journal of World History.

La fiebre (científica) de la gutapercha

“Parece que Montgomerie aprendió las cualidades de la gutapercha de un jardinero malayo”, cuenta el historiador. Este pueblo surasiático ya utilizaba el látex para hacer mangos de diferentes utensilios, pero el cirujano estaba interesado en sus aplicaciones en medicina, como la fabricación de material quirúrgico. El médico, que había viajado al país con la Compañía Británica de las Indias Orientales, decidió compartir el descubrimiento con sus colegas y envió muestras a Londres.

“Al principio se veía como una curiosidad o una forma inferior de goma porque no tiene la elasticidad de este material, aunque es su primo cercano”, describe Tuley. Con el tiempo, los ingleses se percataron de sus posibilidades y comenzaron a utilizar la gutapercha tanto en el ámbito doméstico como en el industrial. Hasta que varios destacados ingenieros le echaron el ojo: “Tanto el alemán Werner von Siemens como el danés F. H. Danchell aseguraban haber sido los primeros en utilizarla como aislante en cables”, dice el historiador. La goma tradicional podía usarse con el mismo fin “pero tenía que cambiarse y repararse a menudo”, detalla.

Michael Faraday también se interesó por la gutapercha y publicó un artículo en The Philosophical Magazine sobre sus aplicaciones como aislante eléctrico en 1848. El científico británico confirmó su teoría de la inducción electromagnética en las instalaciones de una empresa fabricante de cables en los muelles de Londres.

El látex conquistó rápidamente las profundidades marinas. Después de que la compañía de los hermanos Brett colocara el primer tendido submarino que unía las ciudades de Dover y Calais en 1851hermanos Brett, muchos otros emprendedores se lanzaron a cablear el océano. La fiebre del telégrafo había explotado en un ‘boom’ que alcanzó a todo el mundo: entre 1866 y 1900, la red submarina pasó de recorrer 15.000 millas náuticas (casi 28.000 kilómetros) a más de 200.000 (unos 370.000).

Como sucede en la actualidad con el grafeno, el material se convirtió en objeto de estudio para todo tipo de ingenieros y científicos de la época. Lord Kelvin, a quien debe su nombre la unidad de medida de temperatura, analizó y cuantificó sus propiedades inductivas. Las mediciones realizadas usando este material como aislante sirvieron para confirmar la teoría de la radiación electromagnética de James Clerk Maxwell en 1887, ocho años después de la muerte del físico escocés.

Mientras, en el océano Índico...

Mientras los ingenieros europeos aprovechaban al máximo los beneficios de la gutapercha, en el archipiélago malayo sufrían las consecuencias ambientales de la fiebre de este oro gomoso. A medida que la demanda aumentaba, también crecía la superficie de selva mermada por las explotaciones que llevaron a la especie al límite de la extinción. “Fue un desastre ecológico”, sentencia Tully.

El método de extracción aplicado por los nativos resultaba devastador y poco eficiente. “Los árboles se cortaban para drenar su savia”, explica. “La mayor parte, sin embargo, se quedaba en el árbol y se descomponía”. Una destrucción que no es necesaria, por ejemplo, en el caso de la goma, cuya obtención no conlleva la muerte de los vegetales. La práctica era totalmente insostenible: “Cientos de miles de kilómetros de cables requerían incalculables toneladas de látex”, señala el investigador.

Solo algunos científicos, como Eugene Serullas y James Collins, conservador del Museo de la Sociedad de Farmacia de Londres, se preocuparon al descubrir las dimensiones del desastre. Pero sus advertencias cayeron en saco roto ante los poderosos intereses económicos de las empresas.

“Cuando resultó evidente que estaban llevando la especie a la extinción, los holandeses comenzaron a experimentar con plantaciones en Java, en vez de surtirse de las poblaciones silvestres”, prosigue Tully. Lograron cultivar las hojas pero los árboles debían alcanzar cierta talla antes de obtener la sustancia. “Para entonces, la industria del telégrafo ya había cambiado a alternativas sintéticas”.

“Aquel desastre fue un presagio de lo que vendría después”, reflexiona el historiador. Lo compara con la destrucción actual de la selva, aún más rápida y extensiva, regida por intereses económicos. “Las plantaciones de palma para obtener aceite son un ejemplo, pero no es el único”. En su opinión, tanto aquel desastre ambiental victoriano como los posteriores son una prueba de que “no podemos permitirnos las consecuencias sociales y ecológicas de un capitalismo desenfrenado” que, paradójicamente, “sabe el precio de todo y el valor de nada”, como escribió Oscar Wilde.

La fábrica de la isla de Java todavía está activa. “Aún hoy hay un nicho para la gutapercha. La usan los dentistas: su impermeabilidad hace que sea útil en las endodoncias”, explica el historiador.

Alentado por la curiosidad, Peter Wilkie, taxónomo del Jardín Botánico de Edimburgo, viajó en 2014 al archipiélago indonesio para conocer la factoría de donde proceden los bloques naufragados en las playas europeas. La encontró en un estado de semiactividad. Sus trabajadores, paisanos de la localidad homónima –su nombre real es Cipetir, Tjipetir es su traducción holandesa−, la ponen en marcha un par de veces al año.

Lo más probable es que viajaran a bordo del carguero japonés Miyazaki Maru, torpedeado por un submarino alemán a unas 150 millas de las islas Solingas [Reino Unido] en mayo de 1917”, indica el investigador. Existe la posibilidad, aunque bastante remota, de que algunos de ellos procedan del mismísimo Titanic, aunque la dirección de las corrientes lo hace mucho menos probable. Los descubridores de estos fósiles industriales han tenido entre sus manos, quizá sin saberlo, un trozo de la historia de las telecomunicaciones.

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