Alumnos de instituto autodidactas: así eran los padres de videojuegos de los 80

El ordenador ZX Spectrum aterrizó en nuestro país a principios de los 80. Antes, los aficionados a los videojuegos, en su mayoría chavales de instituto, solo podían disfrutar de ellos en las máquinas instaladas en bares y recreativos. Pero el recién llegado abrió un nuevo mundo de posibilidades para muchos adolescentes españoles. Preferían pasar el recreo tecleando en aquel aparato recién adquirido por el colegio que salir a patear el balón o emplear horas ante los prototipos que exhibían centros comerciales; sus padres no tenían suficiente dinero para comprarles uno.

“Nos pasamos todo el verano yendo al Corte Inglés a sentarnos en los ordenadores. Y si no había sitio, aprendíamos leyendo algún libro de la sección de informática que estaba al lado”, cuenta a HojadeRouter.com el desarrollador Javier Arévalo. Más tarde, él y su hermano casi se adueñarían de los equipos de sus primos, hasta que pudieron pagarse uno propio. “Fue un caso raro: aprendimos a programar antes de tener ordenador”, bromea Arévalo.

Casi de forma natural, decenas de jóvenes como Arévalo se convirtieron en el motor de una industria del ‘software’ patria todavía incipiente. Pocos títulos llegaban a España, así que la manera más fácil de jugar era crear programas propios. Además, desarrollar un título podía considerarse ya una primera prueba para encontrar trabajo: las empresas vieron un filón y lo aprovecharon. A los desarrolladores de videojuegos ‘freelance’ –por llamarlos de alguna manera– de la época aún les estaba cambiando la voz.

Un campo de pruebas

“Eran todos autodidactas, no había otra forma de aprender”, asegura Víctor Ruíz, cofundador de la productora de videojuegos Dinamic Software. En las universidades no se enseñaba ningún lenguaje de programación de los utilizados en la industria, pero los adolescentes, sedientos de información, se nutrían del propio manual del Spectrum, las pocas revistas de informática que comenzaban a publicarse y los escasos libros que llegaban, casi siempre en inglés. El resto era práctica.

“Empezamos haciendo un juego muy pequeñito y, cuando estuvo listo, nos planteamos que quizá alguna empresa podría querer venderlo”, relata Arévalo, que por entonces tenía 15 años. Su hermano y él hicieron una lista de las distribuidoras de videojuegos que había en Madrid y se presentaron en sus sedes con el título, Centauro 1, bajo el brazo. Pese a haberla dejado en último lugar, fue Erbe Software la que acabó interesándose por su creación, “porque justo estaban planteándose poner en marcha equipos de desarrollo y distribuir productos nacionales”.

Aunque emplearon varios meses en pulir el programa, la compañía lo rechazó finalmente porque no le veía futuro en el mercado. Sin embargo, invitaron a los hermanos a seguir trabajando con ellos en un “juego serio de verdad”, Star Dust. “Nos dieron un cheque por el que no habíamos vendido y a partir de ahí nos pusimos a trabajar, lo hacíamos desde casa y cada dos o tres semanas nos pasábamos por allí. Nos supervisaban y nos guiaban”, señala Arévalo. Crearon versiones para Spectrum y los ordenadores Amstrad

“No nos hicimos autónomos ni nada de eso, ni tampoco éramos empleados”, continúa el programador. Una vez el ‘software’ salió a la calle (corría el año 1987), comenzaron a pagarles derechos o ‘royalties’ por las ventas, pero tampoco tenían la certeza de que los números fueran fidedignos. “En un momento dado dejaron de darnos ‘royalties’ y sé que luego el juego se publicó en Reino Unido, pero no recibimos ningún dinero de aquello”, dice Arévalo. Por entonces tampoco le daban importancia: eran solo unos chavales que ya se habían embolsado miles de pesetas, “estábamos más contentos que unas castañuelas”, asegura el programador.

Poco después, en Erbe decidieron profesionalizar Topo Soft –su estudio de desarrollo– y formar un equipo propio. “Nos ofrecieron formar parte de la plantilla, pero tanto mi hermano como yo dijimos que no. Yo empezaba el último año de instituto y mi hermano el primer año de universidad”, explica Arévalo.

Pasaron entonces a colaborar con Animagic, fundada por Javier Cano, uno de los creadores de Topo Soft. La dinámica era la misma: programaban en casa y se pasaban de vez en cuando por el estudio. “Tardamos mucho más en hacerlo, se notó el cambio a la universidad, y éramos conscientes de que no era un juego especialmente bueno”, reconoce el programador. Bronx se publicó también para Spectrum, Amstrad y MSX.

Durante los años de universidad –Arévalo hacía informática y su hermano telecomunicaciones–, dejaron los videojuegos a un lado para centrarse en sus estudios y en aprender otro tipo de lenguajes y ‘software’. No obstante, siguieron haciendo algunos trabajitos. “Una distribuidora me pagó un par de veces para que ‘crackease’ juegos que iban a vender en España. Les quitaba la seguridad de las copias que recibían de Reino Unido; no sé si era muy legal, pero era su problema”, cuenta Arévalo, que al terminar la carrera se embarcó definitivamente en el mundo empresarial, aunque terminó vinculando de nuevo su trayectoria a los videojuegos.

Visión de negocio

Para Álvaro Mateos, uno de los creadores de Capitán Sevilla,Capitán Sevilla todo comenzó como un juego cuando tenía unos 14 años. Junto con un amigo, creó un programa de boxeo (Rocky) que querían vender como hacía Dinamic: anunciándolo en las revistas. “Contratamos un módulo pequeño en una de las páginas para publicitar el juego”, cuenta el sevillano. Lo más curioso, admite, es que ni siquiera lo tenían terminado cuando recibieron una veintena de pedidos y una carta de Dimanic comunicándoles su interés en distribuir el título.

También tuvieron que pulirlo, sobre todo en lo relacionado con el diseño. Fue entonces cuando su afición perdió parte de su encanto; “ya te decían cómo tenías que hacer las cosas, era cuando te dabas cuenta de que se había convertido en un trabajo y ya no era tan divertido”, explica Mateos. La empresa le compró los derechos de distribución y le animó a crear otro título. “Cuando llegaron a casa los primeros cheques, que podían ser de 30.000 pesetas, no me lo creía”, admite el andaluz.

West Bank fue concebido de la misma forma. “Al principio el proyecto era muy entretenido, pero cuando se lo envié a Dinamic fijamos fechas de lanzamiento”, dice el programador, que seguía en el instituto. “Trabajaba como podía, muchos días sin dormir y escondiéndome de mis padres porque se supone que tenía que estar estudiando”, cuenta Mateos. Reconoce que tampoco se registró en ningún sitio ni rendía cuentas a nadie de su actividad. “Solo era un chaval de 16 años que en sus ratos libres programaba”, consideraba entonces.

El juego se vendió bien en España y Reino Unido. Con el dinero de los ‘royalties’, Mateos decidió montar una especie de equipo de desarrollo, para lo que reclutó a una decena de jóvenes a través de anuncios que colgaba en institutos y universidades. “Alquilé un piso, compré ordenadores y nos pusimos a hacer un juego entre todos, Capitán Morcilla [rebautizado como Capitán Sevilla por Dinamic para su lanzamiento]”, relata Mateos. Pero aquello no podía considerarse una empresa ni nada parecido: de nuevo, eran solo un grupo de chavales que trabajaban juntos en base a un guion. Registraron el nombre de High Score.

Si ya había sido difícil terminar los anteriores proyectos, este se convirtió en “un caos”.  Aunque al final lo consiguieron, por el camino “me quedé sin dinero, tuvimos que dejar el piso porque llevaba meses sin pagar el alquiler y había facturas pendientes”, cuenta divertido Mateos. Reconoce que era un buen estudiante, pero “todo se fue al garete” porque llevaba un ritmo de vida muy distinto al de otros chavales de su edad. Empezó dos carreras (Arquitectura y una ingeniería) hasta que consiguió entrar en Informática, que tampoco terminó porque se puso a trabajar en una empresa.

Servicios de traducción

Además de crear sus propios títulos, aquellos programadores a sueldo adaptaban los videojuegos para las diferentes máquinas de la época. “Las versiones daban mucho más dinero en menos tiempo”, afirma Mateos, que se dedicó a prestar este servicio de traducción, principalmente para los MSX, para Erbe durante unos meses.

Cuando tenía unos 15 años, Fernando Rada hacía lo propio para Indescomp, una empresa de ‘software’. Iba allí a trabajar unas horas al día “como si fuera un becario”, principalmente para traducir juegos extranjeros al castellano. Mientras tanto, a la vez que lo compaginaba con sus estudios, daba forma a FredFred, uno de los primeros videojuegos españoles, lanzado por Indescomp en 1983.

El director de la empresa se fijó como objetivo conseguir la distribución en exclusiva para Amstrad en España, pero necesitaba sacar algunos títulos patrios para este ordenador. “En un mes portamos Fred a Amstrad en una máquina que no se apagaba, porque por la noche la utilizaba Paco Suárez para hacer lo mismo con La Pulga”, cuenta Rada. Su trabajo permitió a la compañía lograr su meta, un verdadero “pelotazo empresarial”, según Rada.

Pero aunque Indescomp ganó mucho dinero con aquella operación, a ellos les había dado un precio cerrado por la traducción y no cobraron los ‘royalties’ de las ventas en Reino Unido. “Nos utilizaron con aquel fin, pero no nos hicieron partícipes”, lamenta Rada. Tras esta desilusión, cofundó su propia firma, Made in Spain, germen de Zigurat, desde donde distribuían también los títulos de otros jóvenes que llegaban con sus ideas.

Entre finales de los 80 y principios de los 90, con la llegada de los ordenadores personales más modernos y las consolas, la industria del videojuego experimentó un importante cambio de escala. Los programadores se profesionalizaron y se trabajaban con equipos más especializados. El cambio acarreó una sequía en la producción española que duró algo más de una década. “La gente de la época de los 8 bits fue desapareciendo”, cuenta Rada. Todos aquellos jóvenes ‘amateurs’ se quedaron sin escaparates donde mostrar al mundo sus obras, que dejaron de interesar. “Se esfumaron las opciones para desarrollar su talento en el sector”, asegura el cofundador de Zigurat.

Afortunadamente, tras realizar sus primeros pinitos, la mayoría de aquellos adolescentes que protagonizaron una de las épocas más prolíficas para la industria española del videojuego lograron hacerse un hueco, si no en el mismo sector, en algún otro relacionado con la informática o el desarrollo. Hoy, recuerdan sus batallitas con una nota de nostalgia.

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Las imágenes de este reportaje son propiedad, por orden de aparición, de Marcin Wichary y la revista MicroHobby/HobbyPress.