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Reconvertir la monarquía del privilegio a la utilidad
De entrada, la monarquía es una reliquia del pasado. Es la pervivencia de la forma teocrática de gobierno por el que el soberano representa a dios en la tierra, reproduciendo, a escala humana, las jerarquías que se suponen se dan en las genealogías celestiales; desde el dios padre, el rey, hasta los ángeles de trabajos más cotidianos, los súbditos del último escalafón.
La revolución, la norteamericana y la francesa, subvirtieron el orden social poniendo al pueblo por encima de las jerarquías tradicionales. El rey estaba en la cúspide del orden divino; la aristocracia y las cortes angelicales administraban, y el clero, los guardianes de la ortodoxia teórica, sustentaba el sistema mediante la educación a las masas y la elaboración de escritos exégetas. El nuevo orden estableció las instituciones del sistema democrático: la declaración de derechos y la constitución, sustituyendo el doctrinario teocrático; el presidente, la cámara de representantes y el tribunal supremo o constitucional, en lugar del monarca, el consejo nobiliario y familias cortesanas, y del clero como garante de la fidelidad al sistema.
El siglo XX, tras las guerras mundiales, supuso el ocaso teórico y práctico de las monarquías excepto en aquellos estados en que representan un plus de estabilidad que beneficia objetivamente a la sociedad. Nos referimos a Europa, naturalmente, donde los regímenes democráticos forzaron un sistema de equilibrios en el que, en última instancia, es la soberanía popular radicada en el parlamento quien decide. En Europa, solo sobreviven la británica, que supo incorporar el parlamentarismo ya en el siglo XIII, las nórdicas y Países Bajos y la española, de particular singladura con imposición franquista en 1975. Pero, al lado de las monarquías tradicionales, han surgido otras, monarquías civiles no hereditarias, regímenes presidencialistas que se asemejan a la forma monárquica, pero con mayor poder efectivo que el que detentan las monarquías tradicionales. Es el caso de Francia, sin duda, y la mayoría de estados europeos del este. A escala mundial, no pueden obviarse las monarquías autocráticas islámicas, como Marruecos y las del Golfo, como regímenes presidencialistas de carácter dictatorial como Rusia, y sus satélites (desde Bielorrusia a Azerbaidjan) o China, Corea del Norte, y un largo etcétera en Asia, África y Latinoamérica. Y del lado democrático, formalmente por ahora, Estados Unidos.
Resumiendo, de las monarquías y regímenes presidencialistas interesa una distinción fundamental: su régimen democrático o autocrático. Y esa cuestión es axial porque establece la aptitud e idoneidad, o tolerancia, de ese anacronismo político si sirve para el bien común de la sociedad.
La monarquía española
Centrados en España la tradición monárquica, como es de conocimiento común aunque quizás no del gran público, no tuvo las misma características a lo largo de la historia desde los Reyes Católicos.
La unión dinástica del Reino de Castilla, que ya había asimilado al Reino de León, y de Aragón (Corona de Aragón, porque en realidad era la unión dinástica de cuatro reinos administrativamente independientes), en las personas de Isabel y Fernando se realizó siguiendo el modelo de la casa reinante en Aragón: solo una unión de dinastía, sin que ello supusiera la formación de un estado unitario.
Y ese modelo de unidad dinástica e independencia administrativa de los reinos de Castilla y de los de la Corona de Aragón cuatro subreinos con sus propias cortes privativas (el Principado de Catalunya, donde residía la casa reinante hasta los Reyes Católicos; Reino de Aragón propiamente; el Reino de Valencia y el Reino de Mallorca), y los territorios de Nápoles y Sicilia, que tuvieron sus propias cortes) se mantuvo durante la dinastía de los Austria hasta que con la muerte de Carlos II, sin descendencia, se desató una encarnizada lucha en las cancillerías europeas para favorecer a uno u otro de los aspirantes al trono de las Españas.
La Guerra de Sucesión, considerada la primera guerra europea moderna, se dirimió entre Francia e Inglaterra por desmembrar y terminar con la hegemonía española. Se saldó con un pacto entre las nacientes potencias europeas, y ajeno a los intereses hispánicos, de suerte que se impuso el pretendiente francés, el sobrino del Luis XIV, que reinaría como Felipe V, inaugurando la dinastía de los Borbones.
Desde entonces, durante el siglo XVIII con los decretos de Nueva Planta (1706 a 1715) y sobre todo desde la creación de las provincias en 1832, con la unidad de jurisdicciones que siguieron a la novísima planta administrativa, que contrapesaban la tradición administrativa anterior de los reinos históricos, se procedió a transitar del estado confederal, o/y federal, al estado unitario moderno, con dos momentos cardinales: la constitución de Cádiz, que instaura el concepto nuevo de soberanía nacional en la nación española, y la constitución de 1874, que pone fin a la inestabilidad política anterior, desde el reinado de Isabel II (1833-1868). De corrupción galopante, endémica y de libro, alrededor de las prebendas de la Corte que supuso la pérdida del ritmo de la modernidad económica, y supera la sangría física, moral y económica que supusieron los dispendios y dispersión política de las guerras carlistas.
Y en la medida en que el estado moderno, liberal y unitarista se afianzaba en un pacto estratégico entre la política del turno de partidos y las familias económicas que se alentaban desde la centralidad administrativa y la corte, las burguesías tradicionales de los antiguos reinos periféricos, ante la prepotencia de la economía alentada desde la centralidad, impulsaron los manifiestos de agravios históricos y los nacionalismos.
La monarquía borbónica, a imagen de su origen francés, ha actuado de centro articulador de la nación nacional, valga la retórica, soñando con un estado uniforme y dirigido desde la capitalidad, desde la jerarquía de su proximidad al poder.
La imposición constitucional
Es sabido que la actual instauración, o restauración monárquica a la postre, fue la imposición del régimen de Franco para asegurarse que el futuro político, una incógnita a la muerte del dictador, no se fuera del control de las élites franquistas. Es decir, no se perdiera el timón del entramado ideológico, económico, represivo (las fuerzas armadas) y judicial. El aparato judicial, comprometido con la pervivencia ideológica del régimen, pero adaptándose a los nuevos tiempos democráticos que se avecinaban, nadaba entre posiciones personales emocionalmente franquistas y la necesaria lectura aperturistas de las leyes del régimen. Hasta las sucesivas amnistías, los jueces andaban sujetos por leyes restrictivas, que seguían sin apenas dudas, con interpretaciones más amplias enfocadas hacia esa virtualidad del derecho que actúa desde la racionalidad de la evolución social y de costumbres.
Aceptar la monarquía por la puerta falsa de votar una Constitución que la lleva implícita fue una alcaldada; un fraude de ley porque con una decisión de orden jerárquico máximo, la Constitución es la ley de leyes, se legitimó una ley del franquismo que la Constitución venía a derogar. Lo jurídicamente correcto hubiera sido un referéndum sobre la monarquía que no se realizó, lo hemos sabido a posteriori, porque las encuestas encargadas a tal efecto por Adolfo Suárez daba que no salía. La monarquía debería ser sometida a referéndum.
A estas alturas, con Felipe VI en la Zarzuela, en plena diáspora ideológica y con dos frentes encontrados: la estructura territorial y la esencialidad misma del estado, a la monarquía se le exigiría moderación y equilibrio. Pero, ¿qué tipo de equilibrio?
La moderación consiste en no contribuir a mayor polaridad entre unos y otros, cambiando el paradigma o el enfoque de las cuestiones. Claro que eso constituye un riesgo, puesto que lo cómodo es elegir el bando más afín, que la soledad ideológica es dura y, al final, no se puede olvidar que una monarquía no querida, sin consenso social, siempre está en riesgo de ser sometida a cuestión y, ¿si sale que no? Entonces a la calle.
Pero existe otra posibilidad y es coger el toro por los cuernos como se dice y buscar en el qué de las monarquías que sobreviven en los sistemas democráticos. Y es justificar la institución monárquica desde su utilidad para la sociedad, para el estado.
Y el camino es sencillo, aunque complejo, porque implicaría un cambio copernicano del borbonismo. Pasar de la tradición centralista y uniformadora, la herencia secular de los borbones desde Luis XIV, al concepto multinacional de la tradición de los Austria.
Y está en la mano del Felipe VI virar hacia el pragmatismo y asumir que España es un estado plurinacional y, como rey que pretende ser de todos los españoles, comprometer la monarquía como garante de la unidad de España en un nuevo modelo territorial en que puedan convivir naciones, nacionalidades no excluyentes con la nacionalidad española, y regiones con vocación nacional que el tiempo concretaría; al igual como la Constitución previó un estado autonómico sin que, aparte de Euskadi y Catalunya, y Galicia, se supiera su configuración geográfica final.
De entrada, la monarquía es una reliquia del pasado. Es la pervivencia de la forma teocrática de gobierno por el que el soberano representa a dios en la tierra, reproduciendo, a escala humana, las jerarquías que se suponen se dan en las genealogías celestiales; desde el dios padre, el rey, hasta los ángeles de trabajos más cotidianos, los súbditos del último escalafón.
La revolución, la norteamericana y la francesa, subvirtieron el orden social poniendo al pueblo por encima de las jerarquías tradicionales. El rey estaba en la cúspide del orden divino; la aristocracia y las cortes angelicales administraban, y el clero, los guardianes de la ortodoxia teórica, sustentaba el sistema mediante la educación a las masas y la elaboración de escritos exégetas. El nuevo orden estableció las instituciones del sistema democrático: la declaración de derechos y la constitución, sustituyendo el doctrinario teocrático; el presidente, la cámara de representantes y el tribunal supremo o constitucional, en lugar del monarca, el consejo nobiliario y familias cortesanas, y del clero como garante de la fidelidad al sistema.