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Entre demonios y santos: Sant Antoni, la fiesta de la Mallorca que se resiste a la globalización

Uno de los 'dimonis' durante el desfile por las calles de sa Pobla.

Pablo Sierra del Sol

Mallorca —
18 de enero de 2025 18:59 h

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Aileen y Oriana giran en círculos cogidas de las manos. En sus cabezas despuntan cuatro cuernos de diablesas. La mayor –siete años– nació en Colombia. La menor –seis–, en Panamá. Entre ellas, y con Yoreli, su mamá, hablan con acento paisa. Muy marcado. Las eses resuenan con fuerza cuando las colocan entre vocales. Cuando, en catalán, se les pregunta por la fiesta de Sant Antoni y, en catalán, responden (“a casa sí que ho celebram”) reproducen, exactamente, esas eses tan marcadas. Distinta lengua, mismo fonema. Las raíces de Aileen y Oriana Ramírez Orozco están al otro lado del mundo, pero sus recuerdos infantiles, todavía en construcción, son todos de sa Pobla, Mallorca. Allí llegaron con sus padres hace cuatro años. Tiempo suficiente para sentir que el 16 de enero es la fecha más importante del año.

Un hilo invisible cose los pueblos del norte de Mallorca durante los días centrales de enero. Comenzando en Pollença, donde, como casi todo, la fiesta se vive de forma distinta, y recorriendo de Alcúdia a Capdepera, en Muro, Santa Margalida, Manacor, Sant Llorenç o Artà se vibra con Sant Antoni. Una media luna trazada en el mapa de la isla donde la víspera del santo más venerado (bajo el que se bendice a la animaleria la mañana del 17 de enero) significa hogueras, petardos, misas cantadas (ses completes), tintineo de cascabeles, bailes demoniacos, gegants i caparrots, xeremies, tambors, ximbombes i gaites, frío y, muchas veces, lluvia. Orgullo agrícola y ganadero. El recuerdo de un tiempo –casi extinguido– que en estos pueblos encuentra sus últimos bastiones. 

Sant Antoni marca, además, el principio del final de la época de matanzas. De ahí, los cortes de cerdo que se torran a la brasa y, también, las glosas que se improvisan al calor del fuego. Versos que, si se les aplica la ironía necesaria, pueden picar más que las espinagades: una gran coca, rectangular, se rellena de acelga, ajos, perejil y, en el caso de sa Pobla, además la receta con col y lomo, se completa con anguila. Antaño, siempre de s’Albufera, la salida al mar de este municipio sin costa. Ahora, como se escucha decir por las calles de un pueblo en fiestas, con anguila valenciana. 

Sea, o no, cien por cien de km0, la espinagada es un manjar. El bocado perfecto que preparado sobre una mesa donde se sentarán a cenar, sin una hora predeterminada, diez, veinte, treinta o cuarenta comensales. En casa de Gabriel Mateu Mas –pobler de toda la vida, generación boomer– hace años tuvieron que colgar el cartel de completo: “Siempre tienes primos o amigos que viven en Palma y quieren subir por Sant Antoni, pero la familia va creciendo y llega un momento en el que ya no cabe tanta gente. Esta fiesta, a los de mi edad, nos conecta con la infancia. Ser sanantonier es un orgullo que se transmite de padres a hijos, de abuelos a nietos”.

En el casco urbano de sa Pobla viven 14 mil personas. Las calles son estrechas, como si no se hubiera querido tapar con asfalto y hormigón ni un metro cuadrado más del necesario de la tierra fértil que se cultiva más allá de una circunvalación que le da forma de patata al plano de la vila. Una alegoría de su motor económico: al otro lado de la carretera no hay otra cosa que hectáreas y hectáreas de tubérculos. La temporada veraniega en sa Pobla va, por tanto, de recogerlos. Esa actividad, y su potente cooperativa, es, seguramente, la razón que explica que los poblers no perdieran, ni siquiera durante la dictadura franquista, una fiesta que consigue el frágil equilibrio de ser transversal e identitaria. Tan cristiana como pagana. 

Nadie, quizás, ha representado mejor esa dualidad que Mateu Galmés, el mossèn que sacó a bailar al dimoni en Manacor durante los años setenta. “Es una figura esencial para cualquier manacorí porque Mossèn Galmés evitó que aquí se perdiera la tradición. Fue muy importante su impulso al crear el Patronat de Sant Antoni [cuando lo trasladaron a Palma]; así, la celebración, aunque apoyada por el ayuntamiento, la sigue organizando el pueblo. Con él como rector de la Mare de Déu dels Dolors [el templo principal de este pueblo grande, ciudad pequeña, la capital del Llevant mallorquín] se reorganiza la fiesta y se revitalizan los bailes de demonios”, explica Rafel Perelló. Describe este estudioso del acervo de la Mallorca preturística una de las imágenes que más impactan a los ojos que miran por primera vez todo lo que ocurre el 16 de enero, el gran teatro de la revetlla

En las plazas, la figura agigantada del santo –barba, hábito, cayado, sólo le falta el lechón a su vera– bota entre demonios, que en cada lugar tienen aspecto y nombres distintos, pero que representan a las mismas criaturas infernales que tentaron a Sant Antoni en medio del desierto. El público ríe, aplaude, disfruta, dispara fotos, graba vídeos; los niños abren los ojos como platos o rompen a llorar. La hagiografía se reconvierte en comedia burlesca. El Carnaval y la Pascua abrazados sin Cuaresma de por medio. 

En ese ambiente, los políticos más importantes de la isla acuden a darse un baño de masas. En la misa de sa Pobla, las máximas autoridades toman posiciones delante del pueblo llano. En cuatro butacones de aire medieval, Llorenç Galmés, presidente del Consell, y Biel Ferragut, el alcalde. Al otro, Alfonso Rodríguez, delegado del Gobierno, y Marga Prohens, presidenta del Govern. (PP, 2 – PSIB, 1 – Independents per sa Pobla, 1). Tras ellos, media docena de bancos reservados. Diputados, consellers, concejales, directores, asesores. Todos pendientes de una homilía que les anima “a la pluralidad de pensamientos presentes en la asamblea” a “reunirse como hermanos” al calor dels foguerons

Tal vez esa sea la energía espiritual que permita a Jorge Campos, impulsor de VOX en Mallorca, resistir, sin rechistar, una misa donde no se pronuncia una palabra en castellano. Y a Iago Negueruela, referente del PSIB desde que Francina Armengol emigró al Congreso de los Diputados, a besar, sin santiguarse, el mismo crucifijo que besan, una por una, las cientos de personas que abarrotan la iglesia. Luego, los mil tubos del órgano resoplan por última vez y todos gritan: “Visca Sant Antoni!” Hora de salir a la calle y, bajo una tormenta que viene y que va, cenar los embutidos y la carne que cada uno se ha traído de casa. Las llamas, aquí y allá, iluminan la noche.

“A finales de los setenta y principios de los ochenta, la tradición de Sant Antoni se aprovechó de que, los que eran viejos, tenían la ilusión de rehacer lo perdido durante el franquismo y los que éramos jóvenes, lo teníamos todo por hacer. Fue una época en la que la fiesta cogió mucho auge. Cuando yo era alcalde ya había codazos por venir a completes. No faltaba nadie. Ni del Govern –estuviera Cañellas, Matas o Antich– ni de la oposición”, explica Jaume Font Barceló. Su carrera política es una matrioshka que permite entender la idiosincrasia electoral de los municipios que celebran al patrón agrícola. Font fue concejal –de Fiestas– por Convergència Poblera (reformulación local de UCD tras su desaparición) en los ochenta. Alcalde, presentándose como independiente, del PP, desde 1991 a 2003. Después de saltar a la Conselleria de Medi Ambient durante el segundo mandato de Matas, la llegada de José Ramón Bauzá a la presidencia balear de los conservadores le abrió la puerta de salida. (“Rompió el consenso lingüístico: no lo podíamos aceptar”, recuerda tantos años después). Era 2011. Entonces, creó la Lliga Regionalista, se unió a los supervivientes de Unió Mallorquina para fundar El PI y, justo antes de la pandemia, dimitió como presidente de los insularistas al divorciarse de sus antiguos aliados. 

Es decir, si algo representa Jaume Font es que en la Part Forana –y especialmente en la zona santantoniera, una comarca imaginaria que abraza desde la Tramuntana al Llevant–, el bipartidismo no funciona. Al eje izquierda-derecha hay que sumarle otras cuestiones, empezando por la identidad. Y, ahí, Sant Antoni Abat, el eremita que se retiró a las arenas del Sáhara para fundar el oficio de monje, juega un papel esencial: “En esta fiesta aparecen muchos de nuestros iconos. Algunos, antiquísimos, con más de setecientos años. Otros, mucho más recientes, porque la tradición va renovándose y los jóvenes tienen que decir y hacer la suya, yo lo empiezo a ver con mis nietos, que tienen once y doce años. Lo importante es que sigue siendo un día en el que todo el pueblo celebra, a la vez, en la calle. Para mí, Sant Antoni es coger la ximbomba, ir a desayunar, solo, a un bar y ponerme a cantar con la gente que me encuentro”. 

“A mí lo que me emociona”, explica Rafel Perelló, “es ver a cada vez más jóvenes viviendo esta fiesta con tanta intensidad. Es una locura lo que ocurre en Manacor durante las completes. Emociona, mucho. Vivimos en un mundo cada vez más globalizado y la globalización implica que todo sea igual, que nos olvidemos de quiénes somos y rompamos nuestro vínculo con la tradición de la que venimos. El reto, en nuestro municipio, es conseguir que los inmigrantes que han llegado en las últimas décadas se impliquen más en la fiesta. Sant Antoni tiene poder integrador, pero debo reconocer que no lo estamos consiguiendo. Una de las razones es que parte de estos nuevos manacorins no están aprendiendo a hablar catalán”. No parece tarea fácil: Manacor, en veinticinco años, ha doblado prácticamente su población. De 27 a 47 mil habitantes. Muchos de ellos, de origen magrebí, subsahariano o latinoamericano. 

Como el bereber que estrimea el espectáculo piromusical de sa Pobla mientras escribe en árabe por WhatsApp. O como las niñas que, cogidas por dos madres de piel negra y cabeza cubierta con turbante blanco, ponen cara de susto cuando un dimoni les saca la lengua a un palmo de distancia. O como el ecuatoriano que mueve el culo al son de una salsa portorriqueña mientras arma una barbacoa en la puerta de su casa (“pagamos 1.500 euros de alquiler; estamos en el centro de sa Pobla, no es barato, pero aquí se vive bien”). O como Aileen y Oriana que, quizás, en el futuro, terminen vistiéndose de rojo infierno o animando un caparrot durante unos días donde, sin conseguirlo del todo aún, la mujer va ganando terreno para representar los papeles principales de la fiesta en la que Mallorca reivindica sus esencias.

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