Miguel de Unamuno en la 'isla dorada': “Es una verdadera obra maestra de Dios”
“Ayer llegó de Barcelona el ex rector de la Universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno. Pasará una temporada junto a sus parientes: el registrador de la Propiedad de Manacor y el hijo de este, el notario de Santa María”. Era el 14 de junio de 1916, y el diario local La Almudaina registraba, sin grandes alardes, la llegada del escritor bilbaíno a Mallorca.
Por aquellas fechas, España vivía una calma aparente que ocultaba tensiones y desgarros muy profundos. Neutral durante la Primera Guerra Mundial, disfrutaba de un incremento de las exportaciones y un desarrollo industrial significativo en Catalunya y el País Vasco. Sin embargo, esta prosperidad estaba mal repartida: las clases populares sufrían el impacto de la inflación. El campo seguía atrapado entre la pobreza y el caciquismo y las ciudades experimentaban huelgas lideradas por una clase obrera cada vez más organizada y reivindicativa.
La monarquía parlamentaria de Alfonso XIII mostraba claros signos de desgaste y el sistema político de la Restauración, basado en el turno de partidos, daba evidentes síntomas de agotamiento.
Con este trasfondo, un Unamuno de 52 años llegaba a Mallorca. Ya había publicado su desgarrador ensayo “Del sentimiento trágico de la vida” (1912) y su novela “Niebla” (1914), con las que había sacudido las letras españolas. Desembarcó en el puerto de Palma un intelectual atormentado que, según sus propias palabras, había convertido su conciencia en “un campo de batalla de guerra civil”. Ese “algo torturante” lo definía y lo engrandecía como pensador, pero no le daba tregua.
Él mismo dejó constancia de su impresión inicial de la isla en “Andanzas y visiones españolas” (1922): “Apenas terminadas las tareas del curso, me vine a esta bendita tierra de Mallorca —una de las pocas de España que no conocía— a descansar un poco. La roqueta, que es el término de cariño con que llaman a la isla sus naturales, siempre añoradizos de ella cuando ausentes, parece el rincón del mundo más apropiado para el descanso”.
Apenas terminadas las tareas del curso, me vine a esta bendita tierra de Mallorca —una de las pocas de España que no conocía— a descansar un poco. La roqueta, que es el término de cariño con que llaman a la isla sus naturales, siempre añoradizos de ella cuando ausentes, parece el rincón del mundo más apropiado para el descanso
“Aquí la naturaleza es sueño”
En la primera etapa del viaje, Unamuno se hospedó en Manacor en la casa de Gumersindo Solís de la Huerta, registrador de la propiedad. El Llevant de la isla, con su ambiente rural y sus “costumbres patriarcales”, ofreció al escritor un marco sereno donde las tensiones de su época y sus cruzadas personales parecían diluirse por unos instantes en el paisaje veraniego. “A esta isla del polvo quieto y de la calma, del bienestar y de la cortesía, he venido a descansar un poco y a huir de la excitación que me producían las inevitables discusiones sobre la marcha de la guerra y sus causas”.
Emprendió diversas excursiones por los alrededores de Manacor, dejándose fascinar por la costa de Son Servera y las Cuevas del Drach: “Maravilloso laberinto subterráneo de fantásticas salas con artesonados de estalactitas y pavimento de estalagmitas, que a las veces, juntándose, forman caprichosas columnas, en que el juego de las concentraciones calcáreas finge monstruos que trepan por la fusta. Es un regalo para los ojos y para la fantasía subir y bajar por aquellas cavernas tenebrosas, llevado por el guía, que a ratos enciende una bengala para proporcionaros el más extraordinario espectáculo de un escenario —de hadas o de gnomos—”.
Otra de sus excursiones lo llevó a los parajes de Inca, Caimari, Lluc, Pollença y Alcúdia. Aquella jornada le ofreció un espectáculo único, una comunión silenciosa entre el hombre y el entorno, donde la belleza natural se convertía en una forma de devoción. “Recorrí buena parte de esa fulgurante cornisa, que es una verdadera obra maestra de Dios, o si se quiere una obra de arte de la Naturaleza. Parece hecha aposta para que el hombre aprenda a soñar. Y aquí no es, como en la Castilla de Calderón, la vida sueño; aquí el sueño es lo que se tiene ante los ojos, aquí la naturaleza es sueño. Pero sueño de mediodía de verano, palpable y firme, donde la luz del cielo se adensa y cuaja en formas claras y precisas. Es un paisaje —aunque este término de paisaje resulte aquí flojo y desvaído— intelectual, contemplativo, seguro de sí mismo”.
Recorrí buena parte de esa fulgurante cornisa, que es una verdadera obra maestra de Dios, o si se quiere una obra de arte de la Naturaleza. Parece hecha aposta para que el hombre aprenda a soñar. Y aquí no es, como en la Castilla de Calderón, la vida sueño; aquí el sueño es lo que se tiene ante los ojos, aquí la naturaleza es sueño
Subió al Calvario de Pollença e hizo noche en esta localidad. En su regreso a Manacor pasó por la Albufera y Sa Pobla. Unamuno, de curiosidad voraz, no sólo exploró el territorio, sino que también profundizó en el carácter mallorquín a través de las charlas con intelectuales locales. El novelista Pere Nadal se convirtió en su adversario en partidas de ajedrez. Mn. Artemi Massanet, sacerdote de manacor, y Mn. Joan Aguiló, arqueólogo, le abrieron las puertas al conocimiento histórico y espiritual de la isla. “Las costumbres son dulcísimas y patriarcales. Es acaso la región de España que da menos contingente a la criminalidad. Hay familias que al salir el lunes de casa para irse al campo y no volver hasta el sábado, dejan la puerta abierta, seguros de que nadie intentará robarles. Los crímenes de sangre son rarísimos”.
Unamuno, de curiosidad voraz, no sólo exploró el territorio, sino que también profundizó en el carácter mallorquín a través de las charlas con intelectuales locales
Entre conversaciones y caminatas, el espíritu sereno y reflexivo de Mallorca no solo ofreció descanso y sosiego a Unamuno, sino que lo enfrentó al espejo de su atormentado mundo interior. “Es inútil huir del mundo si uno se lleva el mundo consigo; de poco o nada sirve refugiarse en un claustro —y un claustro henchido de luz es esta roca ceñida de mar y convertida en un jardín de almendros, higueras, algarrobos, olivos, albaricoqueros, pinos, encinas, vides— si se lleva el siglo dentro al claustro”.
El 29 de junio de 1916, Unamuno dejó atrás la serenidad rural de Manacor para sumergirse en el bullicio de Palma, que celebraba la inauguración del nuevo tranvía. Durante dos jornadas, se reunió con destacadas figuras del panorama cultural mallorquín, entre ellas Gabriel Alomar, ensayista y político; Antoni Maria Alcover, filólogo y ferviente catalanista; y Joan Sureda, escritor y futuro anfitrión en Valldemossa. Estos encuentros le brindaron la oportunidad de intercambiar ideas y ahondar en su profundo conocimiento de la riqueza lingüística y cultural de la España periférica.
Al día siguiente, aún en Palma, Joan Lluís Estelrich, acompañado por una comisión de la Asociación de la Prensa, se dirigió a don Miguel en el Grand Hotel de la plaza Weyler para ofrecerle el cargo de maestro de ceremonias de los Juegos Florales, que se celebrarían la semana siguiente en sustitución de don Niceto Alcalá Zamora, quien había excusado su asistencia.
El bilbaíno aceptó y solicitó unos días para preparar el discurso que pronunciaría en la ceremonia. Se fijó la fecha del 8 de julio para el acontecimiento literario, que no estuvo exento de polémica debido a los tira y afloja entre los partidarios de que se celebrara exclusivamente en catalán y aquellos que preferían que fuera bilingüe.
Ese mismo día, Unamuno tomó el tren de Sóller acompañado por Gabriel Alomar y Joan Sureda. La travesía, recorriendo la Serra de Tramuntana, fue en sí misma una introducción a un paisaje que lo impresionará profundamente. En Sóller exploró el valle, el puerto y el pequeño pueblo de Fornalutx, donde quedó cautivado por la arquitectura tradicional y la armonía entre el entorno natural y lo humano. “Roqueta de Mallorca, isla dorada donde cantan, ebrias de sol, las cigarras de oro, invitas a vivir en ti una vida de cigarra, alimentándose de aire purísimo cernido por los pinos, olivos, almendros y algarrobos, de luz del cielo y de canto”.
Roqueta de Mallorca, isla dorada donde cantan, ebrias de sol, las cigarras de oro, invitas a vivir en ti una vida de cigarra, alimentándose de aire purísimo cernido por los pinos, olivos, almendros y algarrobos, de luz del cielo y de canto
“Rompí a cantar, aunque sin arte alguno”
A principios de julio, se instaló en Valldemossa, acogido por su amigo Joan Sureda y su esposa, la pintora Pilar Montaner, en el histórico Palacio del Rey Sancho. La belleza de Valldemossa lo cautivó por completo: “La maravilla máxima que para los ojos del alma y para el alma de los ojos ofrece Mallorca está aquí, en Valldemossa, y es la soberbia cornisa de Miramar”.
Aquellos días Unamuno evocó con emoción la figura de uno de sus admirados amigos: “También Rubén Darío pasó en Valldemosa una temporada en sus últimos tristes y torturados años, acaso la última temporada en que gozó de alguna paz. La pasó en la casa misma en que yo estuve alojado diez días, en casa de D. Juan Sureda, cuya mallorquina hospitalidad es una honra para la isla”.
La figura de Ramón Llull también cobró un especial protagonismo durante su estancia en la Tramuntana. En el místico mallorquín, Unamuno vislumbraba una síntesis magistral de las dualidades que a él tanto lo atormentaban: la razón y el arte, lo divino y lo humano. “Sólo conociendo algo la obra encendida de Ramón Lull, del juglar de Mallorca, del loco de Dios, de la cigarra del Cristo latino, se puede penetrar en la belleza espiritual de la isla de oro, en lo que quiere decir aquella fantasía divina encarnada en roca florecida y ceñida por el mar de zafiro y de esmeraldas y de topacios y de nácares irisados; pero sólo conociendo la isla de oro y habiendo sorbido con los ojos su esplendor fulgurante y habiendo visto sus rocas y sus olivos, que aspiran a más alta vida, se puede comprender la obra de aquel singular espíritu iluminado que peregrinó en el puente del siglo XIII al XIV”.
Durante una caminata nocturna por el Teix, iluminado por la luna la melancolía unamuniana encontró un eco sereno: “Rompí a cantar, aunque sin arte alguno. Y esto de cantar lo hago en rarísimos momentos de mi vida y en la soledad. Sobre todo para que no me lo oigan”.
Los olivos, con sus troncos retorcidos y su antigüedad casi mística, se convirtieron para el bilbaíno en algo más que árboles: “Aquellos olivos, como aquellas rocas, parecen aspirar a otra vida más alta. Son olivos ermitaños, y tal vez hacen, a su modo, penitencia. Son olivos que tienen fisonomía, personalidad, porque tienen historia, esto es: alma”.
En la Costa Nord, acompañado también por el espíritu del Archiduque Luis Salvador —“Una especie de Diógenes aristocrático”— Unamuno habitó un lugar donde la naturaleza y el espíritu se entrelazan. Allí, en aquel balcón sobre el mar que parecía abrazar lo eterno, las preguntas universales sobre la vida, la inmortalidad y el significado, que siempre lo acechaban, adquirieron nuevas dimensiones. Mallorca, con su esplendor estival, le ofreció una ventana abierta al infinito. “Para digerir y asimilar el divino regalo de la visión de la isla de oro donde todo narra la gloria del Sol, no creo que haya mejor que recogerse en la ermita de la Trinidad de Valldemossa, a vivir unos días nutriéndose de los frutos de la tierra que se pisa y del aire del cielo y el mar cernido por los olivos y leer el Blanquerna mientras se oye el febril chirrido de las cigarras”.
Los Juegos Florales
El 8 de julio de 1916, Miguel de Unamuno subió al escenario de un abarrotado Teatro Principal de Palma donde ejerció de mantenedor de los Juegos Florales organizados por la Asociación de la Prensa y presididos por el alcalde Nicolau Alemany. Cuando los premios fueron entregados pronunció su esperado discurso:
“(...) Aquí la principal cuestión que tenéis es la del bilingüismo. Hablemos, pues, de ello, ya que tanto vosotros como yo somos de un país que es bilingüe.
Por serlo, desde niño me aficioné al estudio de los idiomas y, como otros coleccionan kilómetros con sus automóviles, yo coleccioné lenguas. Cuando vine a Mallorca me atrajo en primer lugar el interés de conocer la lengua, pero la lengua viva, la que habla el pueblo, no la literaria. (...)
Seguiré y más que antes estudiando vuestra literatura, vuestro espíritu y volveré, procurando que sea de los 60 a 70 años, para no morirme, pues he visto que a esa edad no se muere nadie aquí.
Llevo la riqueza de un mes. El recuerdo de esta isla que ha llevado el sosiego a mi alma perdurará y, cuando las olas rompan en las rocas del misterio, yo me acordaré de esto y me he de acordar muchas veces de ese mar latino, trémulo espejo donde se reflejan los ojos de nuestro Dios-Hombre“.
Desde niño me aficioné al estudio de los idiomas y, como otros coleccionan kilómetros con sus automóviles, yo coleccioné lenguas. Cuando vine a Mallorca me atrajo en primer lugar el interés de conocer la lengua, pero la lengua viva, la que habla el pueblo, no la literaria
La crónica del evento publicada en el semanario Sóller refleja el impacto que tuvo su presencia, tal y como narra el historiador Josep Capó i Juan en el artículo “Don Miguel de Unamuno a Mallorca” (1973): “Sería inútil negar que (...) la sustitución del gárrulo orador prehistórico Alcalá Zamora por una personalidad de firme y potente contextura mental como don Miguel de Unamuno ha conferido a los mencionados Juegos un interés y una trascendencia en cierto modo ajenos a los Juegos en sí mismos”.
Tras culminar su estancia de 10 días en Valldemossa, Unamuno se trasladó a la casa de Jesús Solís de Ecenarro, notario de Santa María del Camí e hijo del que había sido su anfitrión en Manacor. Este periodo también estuvo marcado por excursiones que le permitieron conocer más a fondo la vida, las gentes y las tradiciones de la isla.
Visitó Alaró, célebre en aquella época por su industria zapatera. Allí Unamuno admiró la maestría de los artesanos locales. Otras de sus visitas fue a los talleres de ollers de Pòrtol, donde presenció la fabricación de recipientes de barro, observando con atención cómo las manos de los artesanos daban vida a formas simples y funcionales, cargadas de belleza.
Fascinado por la dedicación de los mallorquines a su oficio, escribió: “Aquellos hombres, lentos y calmosos, trabajan y trabajan bien. Trabajan lenta y calmosamente, pero con toda la perfección posible, recreándose en su trabajo, en su obra. Los artífices o artesanos son excelentes. Y es que acaso toda obra es para ellos obra de arte. No es el hacer que se hace como para salir del paso”.
El 23 de julio, Unamuno dejó Santa María y se dirigió a Palma, donde pasó sus últimas horas despidiéndose de sus nuevos amigos. Meses después confesaba en una carta dirigida a Joan Alcover: “Creo que esta estancia me ha alargado la vida en unos años”.
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