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700 euros por vivir en una chabola: las 'villas miseria' que alojan a los trabajadores en Ibiza

Zidamed gana 1.400 euros al mes trabajando en un hotel de cinco estrellas, pero vive en una chabola.

Pablo Sierra del Sol / Marcelo Sastre

Eivissa —

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Paradoja: Belén dice que vive “en una villa miseria sin vivir en una villa miseria”. Se refiere a las barriadas de infraviviendas de su país de origen, Argentina. Lo explica diciendo que “acá”, en Eivissa, puede volver cada noche a la furgoneta en la que duerme desde hace semanas sin miedo “a que pase algo”, aunque en el descampado, donde además de su casa hay otros 50 hogares rodantes, “no haya una sola luz”. Un paseo cotidiano que sería impensable “allá”. “Si en mi país sacás el celular en una villa”, dice Belén, “te quedás sin él”. “Incluso en Mendoza, mi ciudad, tan alejada de capital que está casi en la cordillera de los Andes y que es una de las más prósperas del país por la industria del vino, las villas miseria crecieron muchísimo en los últimos tiempos. El precio de los alquileres no deja de subir y hay gente que llega del campo: te tenés que buscar la vida. El problema es que la inseguridad también ha crecido muchísimo. Eso acá no ocurre, es otro mundo, pero a veces me pregunto: ¿en qué se convertirá Ibiza si nadie, ni políticos ni empresarios, ponen un límite a este problema? ¿Cómo va a funcionar el turismo si todas las personas que trabajamos en temporada vivimos en estas condiciones?”.

Belén habla por los codos y con mucha ironía. No se deja fotografiar por miedo a que la señalen y la estigmaticen “por no tener un departamento normal”. “Con todos los tatuajes que llevo en el cuerpo, me reconocerían rápido”. Lleva seis años en España; desde hace dos, el invierno lo pasa en Alicante y en verano viaja a Eivissa. “Laburo por jornadas, gano bastante plata, me va bien así, y no necesito estar haciendo mil cosas cada día para pagar una renta porque tengo la suerte de que mi pareja tiene esta furgo, muy bien camperizada. Este lugar donde la tenemos aparcada está lleno de gente como nosotros, no hay personas peligrosas, todo el mundo es muy piola, nos ayudamos entre nosotros. A mi novio y a mí nos gusta esta manera de vivir, nos sentimos libres, pero sé que es algo para el verano: no puedo traer a mi hija de 12 años, que está en Alicante con mi madre, en el departamento que tengo allá: yo solita me la banco para pagar los 600 euros que me piden de alquiler cada mes”.

Esta temporada, la situación no le pilla de nuevas porque durante la de 2023 ya vivió en la misma furgoneta. Antes de que desembarcara por primera vez en la isla, había leído alguna noticia, “y también en las redes sociales que era recomplicado encontrar un hogar”. Pensó, incluso, que eran exageraciones, amarillismo. Habladurías. “Lo que jamás imaginé era esto”, confiesa.

Esto son los poblados que, poco a poco, han rodeado el cinturón de la capital ibicenca. 

El chabolismo, la miseria que retrata las épocas en las que Barcelona, a finales del XIX, y Madrid, a mediados del XX, multiplicaron su población, vuelve a emerger en España. Esta vez, en la España insular, tan lejos tantas veces del foco mediático. Como explica Belén, los poblados ibicencos distan, todavía, de las realidades más oscuras que suelen narrarse en lugares como la Cañada Real, pero comparten carencias: “¿Por qué tan poco interés en crear zonas de estacionamiento para furgonetas o caravanas con tanques de agua, baños públicos, fosas sépticas y puntos de luz?”, se pregunta la argentina.

En una comparecencia reciente en el Parlament, la consellera d’Habitatge, Mobilitat i Territori, Marta Vidal, dejó claro que “las caravanas” no eran para el Govern “la solución a la emergencia habitacional”. “Asentamientos informales”. Ese es el nombre técnico –aséptico y burocrático, como “emergencia habitacional”– que se le suele dar en Argentina a las villas miseria. Evoca provisionalidad, pero se trata de un fenómeno tan antiguo que habría que considerar perenne. Comenzó hace un siglo, creció tras el Corralito y se ha multiplicado en la última década, no sólo en Buenos Aires. Como explica Belén en el caso de Mendoza, en todas las grandes urbes del país está ocurriendo lo mismo. 

Como un reflejo transoceánico, los poblados chabolistas que envuelven el caso urbano de Eivissa son cada vez más fáciles de detectar. Lo habitual es encontrarse a personas que, como Belén, tienen empleo, pero no quieren que el metro cuadrado más caro del país se coma sus ingresos: hace unos días, el enésimo estudio inmobiliario aseguró que comprar una casa nueva de cien metros en Eivissa cuesta 700 mil euros, cifra que sitúa a la isla por delante de Donostia, tradicionalmente, la capital más exclusiva de la Península. En Eivissa los precios estratosféricos se replican en el mercado del alquiler. Por eso, y aunque la falta de personal permita a más de un trabajador apretar a su empleador para mejorar su sueldo esta temporada, a muchos villeros ibicencos directamente no les alcanza para pagar las mensualidades que se piden: 800 euros por una cama o más de mil por una habitación. Ya sea en vehículos, ya sea en chabolas, ya sea una tienda de campaña plantada sobre la tierra, pernoctan en precario formando no lugares cada vez más difíciles de separar del paisaje periurbano de Eivissa. Son el reverso del lujo.

Muchos villeros ibicencos directamente no les alcanza para pagar las mensualidades que se piden: 800 euros por una cama o más de mil por una habitación. Ya sea en vehículos, ya sea en chabolas, ya sea una tienda de campaña plantada sobre la tierra, pernoctan en precario formando no lugares cada vez más difíciles de separar del paisaje periurbano de la isla. Son el reverso del lujo

“La primera imagen que se te queda pegada de Buenos Aires cuando llegás desde cualquier ciudad del interior”, dice Belén, “es la Villa 31, que está enganchada a la Terminal Retiro, donde finalizan todos los viajes en ómnibus”. Ahora, tan lejos de su país natal, donde la brecha entre ricos y pobres se vuelve cada vez más ancha, y en un nuevo país donde el mismo fenómeno, aunque de forma más lenta, sigue la misma tendencia, Belén puede ir caminando en apenas diez minutos desde el descampado –es Gorg– en el que vive hasta los puertos deportivos –Marina Ibiza, Marina Botafoch, la antigua sede del Club Náutico Ibiza, ahora en manos de una sociedad limitada– en los que se gana el jornal dando servicio de marinería en yates que cuestan millones de euros. 

Belén se gana la vida dando servicio de marinería en yates que cuestan millones de euros. Ella vive en una caravana que tiene instalada en una 'villa miseria' cercana a la ciudad de Eivissa. 'Jamás imaginé esto', confiesa sobre los precios disparatados del alquiler en la isla

Muerto en invierno, resucita en verano

Hay sombrillas a decenas. Palés, a centenares; para las bases de las infraviviendas o para armar las cocinas de camping gas, siempre al aire libre y separadas del dormitorio para prevenir incendios. Ollas llenas de rancho y cerradas herméticamente para que no se cuelen los bichos. Y muchísimo plástico. El plástico de las tiendas de campaña, bien ancladas a un suelo terroso y duro. El plástico de las lonas que cubren esas mismas tiendas. El plástico de las casetas que, los más mañosos y veteranos, han levantado con paneles de chapa y madera. El plástico de las bolsas de basura convertidas en las cortinas de una ducha improvisada con ingenio. La alcachofa chupa el agua de un pequeño bidón de color azul: más plástico. 

Los tres bancales que forman una finca de grandes dimensiones, encajada entre el primer Mercadona que se inauguró en Eivissa y el instituto público donde estudian los adolescentes de Sant Jordi, son lo que parecen: un campamento chabolista que se muere en invierno y resucita cuando arranca la temporada turística.

–Llegué aquí hace tres años y el primer día ya me di cuenta de que con la pasta que pedían por compartir una habitación no podía pillarme nada para pasar el verano. Si quemaba mi sueldo en un alquiler, ¿con qué me iba a volver a Utrera para pasar el invierno? Allí sólo hay trabajo en el campo y no ganas más de 800 euros al mes.

El castellano de Zidamed Iba Mohamed tiene eco mozárabe: mezcla casi por igual la fonética de su lengua materna con el habla del pueblo sevillano en el que vive desde hace 15 años. La biografía de este treintañero está resumida en el carné que sostiene entre los dedos para que lo capture el objetivo de la cámara. Tipo de permiso: residencia, estatuto de apátrida. Zidamed fue “un niño apadrinado”, de los que empezaron a venir a la España de los noventa para estar unas semanas con una familia de acogida. “Ahora he vuelto a Tinduf”, dice.

Zidamed nació y creció en los campamentos que el Frente Polisario levantó en el desierto argelino a finales de los setenta cuando la Marcha Verde marroquí ocupó el Sáhara Occidental. Mantiene la guasa para explicar que “quizás sea por eso” que a los habitantes de estas chabolas se les dé bien conseguir los materiales que necesitan para levantar una infravivienda. “Y aquí al menos no hay tormentas de arena”. En los pocos metros cuadrados de su morada yacen tres colchones (duerme con otros compatriotas), una bandeja con un plato y una cuerda. En una mesilla alta hay una botella de agua y del techo cuelgan algunas piezas de ropa. Son las once de la mañana y los veintidós grados que marca el termómetro del teléfono móvil deben ser bastantes más dentro del cubículo.

–¿Se puede dormir aquí dentro con tanto calor?

–Como vengo de currar y estoy cansado, toco el colchón y me quedo frito. ¡A la vida hay que echarle huevos!

Y Zidamed ríe, como si estuviera viendo en perspectiva los cuatro meses de temporada, a cambio de una nómina de 1.400 euros limpios, que le quedan por delante en el hotel –discoteca Ushuaïa, donde las habitaciones se venden a 500 euros la noche y las fiestas a más de 50 la entrada, y donde él repite por tercer verano gracias a las palabras más valiosas que aparecen en su carné de apátrida: autoriza a trabajar. 

“¿Qué haces allí?” “Soy vigilante de seguridad”. “¿Y el uniforme dónde lo guardas y lo lavas?” “Hablé con los jefes y se encargan en el hotel. Cuando llego, me cambio y después del turno, guardo el uniforme en un vestuario”. “¿Y dónde te duchas?” “En un gimnasio”.

Zidamed Iba Mohamed es apátrida. Nació y creció en los campamentos que el Frente Polisario levantó en el desierto argelino. En los pocos metros cuadrados de su morada yacen tres colchones (duerme con otros compatriotas), alguna botella de agua, ropa esparcida por el suelo. 'Como vengo de currar y estoy cansado, toco el colchón y me quedo frito. ¡A la vida hay que echarle huevos!', comenta

Una tienda de campaña comprada en Amazon

El abono del gimnasio es uno de los bienes más preciados en la Eivissa de las infraviviendas. Lo saben dos hombres que se llaman Teo. El primero es un colombiano, negro de la provincia de Cali, que llegó a la isla en invierno con su pareja “huyendo de una amenaza de muerte”. “Mataron a mi hermano, que era funcionario público, y esa misma gente nos amenazó. Tuvimos que venir a España. Elegimos Eivissa porque pensamos que acá sobraría el trabajo”. El segundo es un gaditano, rubio, ojos claros y de Algeciras, que lleva cinco años ejerciendo de socorrista. Luce una espalda fibrosa y bronceada, desnuda sobre un bañador rojo de socorrista mientras apoya un codo en la puerta de la viejísima furgoneta (“cuando la compré tenía más de 500 mil quilómetros y ahora pasa de los 700 mil”) con la que sube desde Cádiz “para echar aquí la temporada”.

“Y ya van cinco. ¿Que por qué repito? Allí abajo es muy corta, no dura nada más que tres meses. En la isla echas seis o siete fácilmente. Por eso se ha venido este verano también mi sobrino: ahora compartimos la furgo, pero en cuanto junte tres días se baja a Algeciras y vuelve con una que le están camperizando y le va a quedar muy chula. Después de pagar una pasta por una habitación el primer año dije que nunca más. Pillé la furgo y, aunque sea duro ir a hacer un trabajo con el nuestro después de no poder dormir bien con la calor, lo prefiero. Así los 1.500 euros del sueldo se quedan en el bolsillo y puedo pasar el invierno tranquilo. El próximo quiero irme a Cuba y la República Dominicana, y tendré que ahorrar para cambiar de camper. Esta está tan cascada que no llegará a 2025”, comenta.

Teo el gaditano suele aparcar en el Carrer Campanetes, la calle que delimita por el sur el campamento chabolista de Sant Jordi. Teo el colombiano –y su pareja– es uno de los últimos inquilinos de esta villa miseria en crecimiento. Recién llegados y sin dinero en el bolsillo, malviven en una tienda de campaña comprada por Amazon. La encargaron cuando, en abril, les doblaron el alquiler que pagaban desde enero: “Los 800 euros que le dábamos a una uruguaya con la que compartíamos un piso en la ciudad se transformaron en 1.400: lo sube cuando llega la temporada y sabe que la gente tiene más dinero. A mí me pasó al revés: al llegar, nos dieron trabajo –en negro porque, claro, no tenemos los papeles en regla–. Ella limpiando casas y yo en la construcción. Pero ahora las obras se han parado y no tenemos casi ingresos. Estamos atrapados aquí”. Revisar las estafas u ofertas abusivas que se publican todos los días en un grupo de Telegram al que se unió al llegar a Eivissa mantienen encendida la incredulidad que dice sentir. Al móvil, al menos, no le falta batería gracias a los puertos USB de las paradas de autobús de nueva generación que instaló en la isla hace un par de años el Consell d’Eivissa. Tienen una a unos pocos metros de la tienda de campaña, justo en la acera donde aparca la furgoneta Teo el gaditano.

Teo y su pareja viven en una de las villas miserias en crecimiento en la isla. Recién llegados y sin dinero en el bolsillo, malviven en una tienda de campaña comprada por Amazon. La encargaron cuando, en abril, les doblaron el alquiler que pagaban desde enero

“En estos años he visto muy bien cómo encontrar una casa pasaba de ser un problemón a un drama. Lo que está pasando esta gente”, dice su tocayo de Algeciras señalando las casetas, “no tiene nombre”. “Yo mismo he echado cuentas y he visto que me conviene trabajar en un hotel que en playa, donde después de mucho protestar han mejorado las condiciones de las subcontratas que tienen los servicios de los ayuntamientos: gano algo menos, pero me dan dos comidas calientes al día. Te buscas las habichuelas, al final, pero aún así no dejo de alucinar con Ibiza y sigo sin explicarme cómo nadie le pone freno a los precios del alquiler”.

Yo mismo he echado cuentas y he visto que me conviene trabajar en un hotel que en playa, donde después de mucho protestar han mejorado las condiciones de las subcontratas que tienen los servicios de los ayuntamientos: gano algo menos, pero me dan dos comidas calientes al día. Te buscas las habichuelas, al final, pero aún así no dejo de alucinar con Ibiza y sigo sin explicarme cómo nadie le pone freno a los precios del alquiler

Teo Residente en una villa miseria

700 euros al mes

La piscina que vigila el socorrista es la del Hard Rock Hotel. Como Ushuaïa, otro cinco estrellas del grupo Palladium que, además de alojar huéspedes, programa fiestas que, hace ya más de una década, sólo acogían las discotecas. Puede verse desde el lugar donde suele aparcar: está a apenas un par de quilómetros y se eleva ocho plantas desde la arena de Platja d’en Bossa. Teo va hasta allí seis días a la semana pedaleando en la oxidada mountain bike que ata con una cadena a la farola más cercana a su hogar.

El Ayuntamiento de Sant Josep instó hace un mes al dueño de estos terrenos para que los limpiara. Cumplió. Varios agentes de Policía Local estuvieron presentes “para facilitar la salida” de los vehículos que había allí dentro y evitar que volvieran a entrar. Nadie tocó las chabolas: para ello necesitarían que el propietario presentara una denuncia y solicitara al juez una orden de desahucio. No lo ha hecho y, según los dos habitantes del campamento de infraviviendas que aparecen en el reportaje, “nunca nadie ha cobrado un alquiler por vivir allí”. Sí se paga en la villa miseria más grande entre todas las que han aparecido en el extrarradio ibicenco. Está en la entrada principal de la capital, la de la carretera que viene desde Sant Antoni, pero dentro del término municipal de Santa Eulària. Can Rova se llama una finca vallada en la que uno de sus propietarios empezó a gestionar como si fuera un camping donde, en vez de pasar unas vacaciones, se vive de alquiler a 700 euros el domicilio. 

Visto desde un promontorio que permite una visión bastante global, el paisaje es el mismo que en Sant Jordi, pero la densidad de chabolas, furgonetas, roulottes y caravanas, mucho mayor. Mil personas podrían concentrarse en un terreno sobre el que pende una orden judicial de desahucio. Se firmó después de que sus cinco hermanos, y copropietarios de la finca, denunciaran a quien lleva tres años explotándola al margen de la ley. Los técnicos municipales ya han visitado el lugar para “documentar” las condiciones de vida de sus habitantes y esperan que la legalidad “se restablezca lo antes posible”. 

–Aunque hace ya una buena época que esa familia vendió una parte de la parcela para que se construyera un supermercado junto a la carretera, Can Rova sigue siendo bastante grande. Tendrá unos 20 mil metros. La solución más sencilla para que estos hermanos, que son seis en total, no se pelearan creo que sería que les autorizaran a todos a construir. Cada uno se hace su casa y todos contentos. Si no, y más en este caso en que la persona que se ha dedicado a crear esto tiene muchos problemas, no está fino de la cabeza y vive en la casa de la finca porque no tendrá un duro, las herencias terminan siendo un problema para las familias.

Esta es la receta que ofrece un vecino de la finca para deshacer el entuerto. Subido al muro de su casa, lleva un rato observando la laguna de infraviviendas desde sus dominios. A diferencia de otros residentes, explica que más allá del ruido que provoca la construcción de las chabolas (sopletes y martillos), los inquilinos no le molestan. Vive en Can Negre, un batiburrillo de edificios de dos plantas, bajos residenciales, almacenes y naves, ni barrio ni polígono industrial surgido durante el boom turístico, desde que era un niño. Recuerda Can Rova en los tiempos en que los denunciantes y los denunciados crecían con sus padres en la casa de la finca donde ahora duerme el hijo díscolo. “Era un matrimonio de payeses”, dice el vecino, “y hasta hace cincuenta años de esa tierra se sacó mucho trigo, cebada y maíz”.

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