El “malestar en la turistificación”: contra la elitización del turismo o cómo avanzar hacia una práctica al servicio de todos
El archipiélago balear ha experimentado transformaciones sistémicas importantes desde mediados del pasado siglo XX, al calor de una incipiente industria turística que desplazó al sector primario como el principal sustento de la población de las Islas. El turismo se apoyó en la construcción, y el sector público vio la necesidad de construir grandes infraestructuras para el desplazamiento de los turistas: grandes obras portuarias y aeroportuarias, pero también proyectos para conectar los diferentes núcleos urbanos con las playas, el principal atractivo turístico balear.
Después de décadas de crecimiento económico en las que la industria turística se convirtió en la fuente de ingresos principal de la población, las condiciones materiales de las clases trabajadoras se vieron especialmente golpeadas a raíz de la crisis económica de 2008. La salida a dicha recesión, en Balears, fue “más turismo”. Cuatro años después, el Govern conservador de José Ramón Bauzá introdujo cambios en la Ley Turística (2012), promovida por el conseller del ramo, Carlos Delgado (PP), y que supuso, según Macià Blázquez, catedrático en Geografía de la Universitat de les Illes Balears (UIB), “una reconversión”. “Una mejora de la calidad de la oferta que tiende a la elitización” con el objetivo de “atraer capitales y dar mayores tasas de beneficio a los inversores”, afirmó a elDiario.es.
En este contexto, un grupo de investigadores de la UIB -compañeros de Blázquez-, junto a otros expertos, acaba de publicar El malestar en la turistificación. Pensamiento crítico para una transformación del turismo (Icaria Editorial, 2023), editado por Ernest Cañada, investigador postdoctoral de la UIB y fundador del colectivo Alba Sud; Ivan Murray, profesor del departamento de Geografía de la UIB, y Clément Marie dit Chirot, profesor-investigador en la Universidad de Angers y miembro del laboratorio “Espaces et sociétés”. La investigación pretende comprender “un fenómeno complejo” para hacer frente a las “implicaciones de los procesos de turistificación y, al mismo tiempo, proponer salidas con aspiraciones emancipatorias”.
En el capítulo introductorio, los editores del libro explican que “la turistificación de ciudades y territorios ha dado lugar a un creciente malestar social que concentra en el turismo la percepción de pérdida de derechos y de posibilidades de una vida digna”. En este sentido, los autores definen la “turistificación” como un proceso de transformación socioespacial como consecuencia de un crecimiento de las actividades turísticas bajo la hegemonía del capital, “que hace que toda la vida económica y social se vea subordinada a estas, desplazando otras necesidades y usos”. Los investigadores apuntan a que la crisis financiera global de 2008 condujo a una fuerte expansión turística, de modo que se convirtió “en una de las principales salidas de la crisis de acumulación en la que había entrado el capitalismo”.
Incremento de las presiones del capital
Para ello convergieron tres circunstancias fundamentales: formas de producción y consumo posfordistas; nuevas aplicaciones tecnológicas (como Booking o Airbnb) y la generalización de los vuelos baratos. Pese a que la pandemia de la COVID-19 puso de relieve la vulnerabilidad de un modelo tan dependiente de esta actividad, los autores afirman que la posterior reactivación ha dado lugar a un “incremento de las presiones de los capitales vinculados al turismo (...) que demandan recursos públicos en forma de infraestructuras, promoción y marcos legislativos favorables”.
Jose Mansilla, antropólogo y profesor universitario, apunta en el capítulo Economía política turística en la obra de Henri Lefebvre y David Harvey un dato relevante sobre el contexto balear. Las inversiones externas destinadas a la industria inmobiliaria-turística supusieron, según datos de 2019, el 47% del total del capital recibido por el archipiélago. “El grado de sumisión del campo a este tipo de actividades es más que evidente, como muestra la aprobación, en junio de 2020, de un Decreto-Ley por parte del Govern que pretendía ‘establecer medidas de protección de valores ambientales, paisajísticos y urbanos del territorio de Balears, dirigidas a la contención del crecimiento de la nueva urbanización y reforzar la protección del suelo rústico, con la finalidad de asegurar la recuperación de este patrimonio’”, escribe Mansilla.
A raíz de la reforma turística de Delgado de 2012, el archipiélago compite con otras “periferias del placer” por un turista “de mayor poder adquisitivo”, lo que obliga a los territorios y poderes públicos a adaptarse a los reclamos de un segmento “reducido, y por tanto, de más difícil acceso”. Según los autores, estas transformaciones están generando cada vez más descontento en la población, lo que pone en evidencia “la centralidad del turismo en los procesos de acumulación y reproducción del capital que, a su vez, se traducen en desposesión, explotación y destrucción en un planeta con recursos finitos”.
Así, los investigadores citan los trabajos del sociólogo Pierre Bourdieu y el economista Thomas Piketty para resaltar “las lógicas de clase en el acceso al ocio y el turismo”. Es decir, mientras que el turismo se “democratizó” después de la Segunda Guerra Mundial y su acceso se universalizó hacia amplias capas de la población de las democracias occidentales, la tendencia histórica actual, afirman los autores, podría conducir a la posibilidad de que el turismo “vuelva a ser una práctica minoritaria reservada a una élite”, como en la era prefordista.
Un turismo elitista
Desde la década de los 80, en el contexto de la “revolución conservadora” liderada por Ronald Reagan en Estados Unidos y Margareth Thatcher en el Reino Unido -basada en la desregulación económica, la limitación del papel de los sindicatos, el fuerte incremento del paro y la privatización de empresas-, se ha producido “una concentración inédita de la renta en pocas manos”. Una tendencia a la que hay que sumar “la reaparición de la inflación y el fin previsible del acceso al petróleo barato”, lo que pondría en tela de juicio “la existencia de un turismo low cost a medio y largo plazo”.
Es decir, según los autores, la promoción del “turismo de calidad” es una señal de que parte de la industria turística “está integrando este escenario” de inflación y escasez de combustibles fósiles, lo que supondría también “un desprecio hacia el ocio popular”. Respecto a los trabajadores de la industria turística, los investigadores citan los trabajos de la filósofa Silvia Federici y la filósofa y politóloga Nancy Fraser para resaltar que la peor parte se la llevan las mujeres, que tienden a “ocupar los lugares más bajos de la jerarquía laboral”. “El capitalismo naturaliza y se aprovecha de desigualdades estructurales por motivos de clase, raza o género”, opinan, con el objetivo de garantizar los “procesos de reproducción del capital”.
En este punto, los autores apuntan a que las sucesivas crisis históricas del capitalismo se caracterizan por una caída de las tasas de beneficios por el agotamiento de las “naturalezas baratas”, es decir, la energía, el trabajo, los alimentos y las materias primas. “La turistificación planetaria puede conceptualizarse metafóricamente como una expansión continua por la conquista de playas baratas”, analizan. En la fase capitalista actual, los investigadores alertan de que podríamos estar ante una crisis de época, es decir, caracterizada no solamente por “el agotamiento de las naturalezas baratas”, sino por el “fin de las fronteras de mercantilización”. Este concepto se refiere al hecho de que tal vez ya no existan, físicamente, más espacios donde el capital se pueda expandir para dar lugar a un nuevo ciclo expansivo de acumulación.
En este sentido, indican la necesidad de pensar en “otras formas de organizar la producción y el consumo turístico más allá de las lógicas del capital” para poner las bases de “una transformación de carácter emancipatorio”. Entre sus propuestas, aseguran que la propuesta del decrecimiento turístico es “una necesidad urgente” y que el Estado debe utilizar el turismo como “un instrumento de política social para satisfacer necesidades en torno a la salud, el bienestar, la cultura, e incluso como pedagogía de la memoria frente a la impunidad”.
La crítica a la “turistificación” desde el ecologismo
Los movimientos ecologistas, así como el activismo climático, llevan tiempo advirtiendo sobre la “huella devastadora de destrucción territorial, pérdida de ecosistemas y sobreexplotación de recursos naturales”, en palabras de Margalida Ramis, licenciada en Física por la UIB y portavoz del grupo ecologista GOB. En el capítulo Subversión ecofeminista de la economía turística: Val Plumwood, Aura Lolita, Vandana Shiva y Dona Haraway, Ramis apunta a que la lucha ecologista ha confluido junto a la lucha social en los últimos años, de modo que el movimiento ecologista está conectado a organizaciones juveniles, feministas, sindicatos, organizaciones altermundistas, las kellys, plataformas antidesahucios y entidades del tercer sector.
Ramis argumenta que la estructura socioeconómica derivada de la turistificación responde “a una lógica de acumulación no redistributiva” que somete a la “sociedad de servicios” que ha construido y que no deja de ser una sociedad de “cuidados mercantilizados” que vende “experiencias y recuerdos de evasión a costa de trabajos precarios y explotación”. “Así aumenta el índice de presión humana en estos territorios superpoblados, ya sea por turistas o por personas buscando oportunidades”, como ocurre con el caso balear, especialmente acuciante en el caso de Eivissa y Formentera.
Más allá del territorio balear, la científica recuerda que el modelo turístico actual, vinculado a la explotación especulativo-inmobiliaria, se sustenta “en una cadena global de producción, una cadena global de cuidados y la explotación injusta, racista y colonial de otros territorios y vidas”. En este sentido, Ramis apunta a que este proceso necesita de “un gran aporte de materias primas y energía para poder sostener el consumo de los incrementos de la población flotante”; unos recursos que se extraen del propio territorio “sin límites que impidan su sobreexplotación y degradación progresiva”.
Cuando estos recursos no son suficientes, afirma la portavoz del GOB, “se produce un proceso de desplazamiento de las extracciones, con grandes infraestructuras y enormes costos y consumos de energía en los procesos de transporte”. Es decir, supone el despliegue de grandes infraestructuras, financiadas con dinero público, para garantizar tanto la disponibilidad, el transporte y la distribución de los recursos necesarios (agua, energía, alimentos, etc) como para evacuar los residuos generados (aguas sucias y residuos sólidos, por ejemplo), con sus consecuentes consumos energéticos. Las peores consecuencias de este proceso las sufren los países del Sur Global donde, en palabras de Ramis, se generan “unos desequilibrios metabólicos y sistémicos sin atender sus consecuencias”.
El cuidado de la vida para organizar otras formas de relaciones
Así, citando a la filósofa Val Plumwood, propone “el cuidado de la vida para organizar otras formas de relaciones”. Es decir, hay que asumir “la interdependencia de los seres” (humanos y no humanos) y construir un pensamiento “de continuidad” entre el ser humano y la naturaleza porque, asegura Ramis, “es la naturaleza y los recursos que nos brinda la que sostiene realmente una sociedad que ahora mismo está basada en relaciones de explotación y sometimiento, vulnerabilización ‘de lo otro’, extractivismo y precarización”.
En este sentido, insiste la científica recordando la lucha de Aura Lolita, lideresa indígena de Guatemala, “los territorios del Sur Global aparecen como proveedores de recursos a disposición de los procesos económicos del Norte Global”. Un modelo que sigue una “lógica colonialista”, impactando de forma violenta sobre la vida de las personas que habitan dichos territorios, con el fin de explotar sus recursos, paisajes y tierras como “espacio turístico”. Cabe destacar, en el contexto balear, que uno de los procesos de expansión de la industria turística consistió en exportar su modelo a países del Caribe y Centroamérica, proceso que se conoció como “balearización”. Es un proceso coherente con esa idea de acumulación capitalista que aumenta, constantemente, en palabras de Murray, “las fronteras de mercantilización” cuando encuentra nuevas “periferias del placer” en las que asentarse.
Recogiendo las tesis de la física, ecologista y feminista, Vandana Shiva, la autora pone el foco en la necesidad de que las comunidades locales recuperen “autonomía y autogestión”. Unos esfuerzos que deben dirigirse a organizar los espacios de producción “desde lo colectivo” y de forma cooperativa, con el objetivo de recuperar la tierra. Se trataría de “regenerarla y restablecer con ella una simbiosis y un equilibrio sistémico y ecosocial que nos permita producir aquello esencial para sostener la vida, generando nuestras propias redes de autogestión y resistiendo al avance destructor de las prácticas del monocultivo”. De este modo, indica Ramis, se pueden gestionar los recursos y territorios con “equidad, justicia y futuro”.
El fin del turismo barato
En el capítulo El fin del turismo barato: Jason W. Moore y la apropiación de naturalezas baratas como base de la turistificación planetaria, Ivan Murray, geógrafo de la UIB, apunta a que la clave del éxito del turismo como vía de acumulación se explica por el turismo barato. Factores como el uso del petróleo barato y abundante favorecieron “la emergencia del turismo de masas barato”.
Sin embargo, Murray afirma que tras la crisis de 2008, con el estallido de la burbuja financiero-global, además de la “profundización del deterioro ecológico planetario”, se estaba llegando al final de un momento histórico del capitalismo, caracterizado por la “financiarización, globalización neoliberal y petróleo barato”. Según el geógrafo, la crisis implicó una intensificación de la “turistificación planetaria”, a través del ascenso del capitalismo digital o de plataforma. “Con la irrupción de la pandemia de la COVID-19 se ha acelerado la crisis global, entrelazándose con la llamada crisis de desabastecimiento, crisis energética e inflacionaria, guerra, etc”, analiza el autor.
Murray, por otro lado, hace suya la hipótesis de Moore de que podríamos estar ante una “crisis epocal”, es decir, una crisis caracterizada tanto por el agotamiento de las “naturalezas baratas” (energía, trabajo, alimentos y materias primas) como por el deterioro de las “condiciones ecológicas”, en referencia a la crisis climática. En este sentido, el geógrafo afirma que el turismo, entendido como “la organización social del tiempo y el espacio del ocio y recreación”, debe reformularse desde “parámetros políticos poscapitalistas”.
La propuesta del decrecimiento
Diferentes colectivos ligados a los movimientos ecologistas y climáticos llevan años abogando por el decrecimiento. Macià Blázquez, geógrafo de la UIB y miembro de Alba Sud, analiza esta propuesta en el capítulo Decrecimiento: de Nicholas Georgescu-Roegen a Giorgios Kallis. El investigador empieza por clarificar que “con el decrecimiento no se trata de reducir el PIB, sino más bien de reducir el procesamiento de materiales y energía”, haciendo suya la definición del investigador Jason Hickel.
Por otro lado, citando a Georgescu-Roegen, el autor asegura que la economía convencional se forjó en el paradigma mecanicista de la ciencia, sin tener en cuenta “la evolución de las ciencias naturales, en especial, la termodinámica”. Este planteamiento apunta a que la actividad económica “no puede crecer indefinidamente y tendrá que decrecer a una escala sostenible a la ratio de flujo de energía solar y a la circularidad de los materiales”. Es decir, la economía no puede entenderse de forma aislada de las leyes que rigen la naturaleza.
Por tanto, “la cuestión no es la reducción de los caudales materiales, que se producirá ciertamente en un futuro por razones biofísicas, sino cómo la sociedad los afronta. La propuesta del decrecimiento es hacerlo repolitizando la sostenibilidad, en términos de las relaciones entre la sociedad y el resto de la naturaleza”, sostiene Blázquez. En este sentido, el decrecimiento se plantea como una forma de “alcanzar la estabilidad de la economía, recuperando el equilibrio de las condiciones ecológicas y de justicia social, mediante un proceso de transformación política y social que reduce el caudal de materiales y energía de una sociedad, mejorando al mismo tiempo la calidad de vida”.
Se trata, indica Blázquez, de poner el foco sobre las clases dominantes, mediante “la contracción del consumo en la clase social que hace un uso excesivo de los recursos y su convergencia con respecto a la clase social más desfavorecida”. Esta propuesta incluye la desmercantilización turística de las ciudades para que la ciudadanía recupere el control sobre los bienes comunes (vivienda, vía pública, muelles, plazas, locales comerciales).
Además, implica mejorar la inspección, supervisión y regulación pública para “frenar los abusos” que las grandes corporaciones transnacionales del turismo realizan en materia social, laboral, ambiental y fiscal. “El decrecimiento turístico se plantea también mediante la promoción de la proximidad, a través de la contracción y la convergencia planificada, consensuada y redistributiva del consumo de materiales y energía mediante regulación pública y autolimitación”, aclara el geógrafo.
En conclusión, propone que la agenda para un turismo decrecentista tiene que poner diferentes medidas sobre la mesa: la resistencia contra la violencia del capital turístico; la reducción planificada de los recursos utilizados y de los residuos producidos; la desturistificación, dentro de un proceso de diversificación económica; la desmercantilización del turismo, el ocio y la recreación; la organización social poscapitalista, con apropiación colectiva y socialización del turismo para, finalmente, “repensar el turismo, el ocio y la recreación, para la reproducción de la vida y la convivencia”.
Un turismo de proximidad
Esta premisa es de la que parte Ernest Cañada, investigador postdoctoral de la UIB y fundador del colectivo Alba Sud, en el capítulo Un turismo poscapitalista: siguiendo los pasos de Erik Olin Wright, en el que el autor se pregunta qué capacidad tenemos para proponer “horizontes en los que el ocio, la recreación y el turismo puedan estar presentes bajo otras lógicas, al servicio de las necesidades de la mayoría de la población y no de los capitales”.
Una de las alternativas que plantea Cañada es un cambio en las políticas públicas que permita “el acceso al turismo de los sectores excluidos por razones económicas o de otra índole”. Es decir, supone la ampliación de una oferta pública diversificada “para dar satisfacción a las necesidades de un creciente número de personas que no pueden hacer vacaciones, y que con ello ven obstaculizadas sus opciones en torno al ocio, el descanso y la salud”.
Además, según el autor, esta medida garantizaría la actividad económica en un contexto en el que “la disminución del turismo internacional por razones climáticas y energéticas comporta una acentuación de la inseguridad en el empleo”. Por tanto, apostar por el turismo social, implica para Cañada, la “disputa por sus objetivos y orientaciones prácticas” ante la contradicción existente “entre quienes lo conciben como un nicho de mercado más y, por tanto, como una oportunidad de negocio; y entre quienes defienden la oportunidad que supone para responder a necesidades sociales”, defiende el investigador.
Esta oferta, directamente gestionada por el sector público, serviría también para impulsar las iniciativas promovidas por la Economía Social Solidaria (ESS), que podrían recibir apoyo de las administraciones públicas. En este sentido, cabe apuntar que es una propuesta encaminada, por un lado, a decrecer en los lugares donde haya mayores dinámicas de turistificación y a contribuir, por otro, al reequilibrio territorial con un turismo que “beneficie a los sectores populares, tanto en términos de oferta como de demanda”.
“Una posibilidad sería potenciar las alianzas campo-ciudad con un turismo de proximidad que se integre en una estrategia de conservación convivencial”, recoge la iniciativa, con el objetivo de resolver también los “problemas en la gestión de los espacios naturales/rurales que no pueden ser resueltos por los modelos tradicionales”. Como han apuntado otros autores, Cañada propone reforzar los vínculos comerciales directos entre el sector agroalimentario y la población urbana.
“Se debería apostar por fortalecer las cooperativas de consumo y restaurantes en ciudades que hicieran compra directa”, opina el investigador, de modo que el turismo podría servir “no solo como mecanismo de diversificación de fuentes de ingresos, sino también como impulsor de la producción, garantizando circuitos cortos de comercialización a partir del vínculo directo por la potencial clientela”, concluye.
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