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Trabajadores que viven en chabolas afrontan multas y otro desahucio en Ibiza: “Sería inhumano echarnos por Navidad”

Luis es un dominicano que lleva veinte años en España. La mayor parte del tiempo, en Eivissa. Ahora reside en uno de los terrenos cercanos a Can Rova.

Pablo Sierra del Sol / Marcelo Sastre

Eivissa —

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Juan enseña las palmas de sus manos. Están sucias, duras, llenas de ampollas, reventadas, y con callos. Unas manos-lija. Juan prefiere que le fotografíen las palmas de esas manos-lija en vez de la cara. Además de ser su herramienta de trabajo, la piel rugosa de esas manos-lija cuenta mejor su historia que el cansancio que se lee en su rostro. Juan gana, en negro, “unos 1.200 euros” cada mes “botando escombros, haciendo huecos, lo que salga”, pero no tiene hogar. La Constitución Española habla, en su capítulo 47, del derecho a la vivienda digna y Juan ha vivido, desde que vino de Colombia al final de la primavera, en campamentos chabolistas. Alquilar una habitación es inasumible porque los precios de Eivissa están disparados. “Y, además, se encuentran muy pocos arriendos. Los pocos que hay, vuelan”. 

Las últimas durezas de las manos de Juan no se deben solo a las peonadas que echa para reunir su ingreso mensual. Desde que el 31 de julio se quedara sin techo cuando los antidisturbios de la Guardia Civil desahuciaron a las doscientas personas que todavía vivían en Can Rova, Juan ha levantado una chabola en un pedazo de terreno pegado a la valla de la finca donde le cobraban un alquiler ilegal. Varias razones llevaron a Juan a pagar por pernoctar durante sus primeras semanas en la isla en el poblado que montó, durante años y al margen de la ley, uno de los propietarios de una finca cercana a la entrada de la capital ibicenca: Antonio Cardona, el casero-pirata de Can Rova.

“Créanme que si en Colombia estuviera bueno nos quedaríamos allá y no estuviéramos incomodando a los españoles, gente buena. Dejamos atrás a nuestras familias. ¿Sí, me hago entender? A nosotros nos tocó salir huyendo de Colombia porque allá es una situación muy berraca la que hay ahora. Allí está la Autodefensa, están las FARC, está el Ejército de Liberación Nacional (ELN), está el Ejército Popular de Liberación (EPL). ¿Sí, me hago entender? Hicimos un gran esfuerzo para vender nuestras cositas y venir a España. Allá el salario mínimo son menos de 300 euros y una libra de arroz valía cinco euros hace unos meses. Ahorita vale diez euros. No se puede vivir con esos salarios. ¿Sí, me hago entender? Acá se puede vivir, pero no llega para el arriendo. A nadie le gusta vivir en un lugar así. Lo peor es cuando llega la noche porque no tenemos luz. Solo necesitamos que alguien nos colabore, no quisiéramos que nos volvieran a tratar como a un perro: pedimos que se cumpla el derecho internacional humanitario”. 

Ahora, al menos, Juan sólo ha tenido que invertir –tiempo y dinero– en construir una nueva chabola. Está a apenas unos metros de donde estaba, pero no hay casero al que abonar un supuesto alquiler. Tan cerca y tan diferente.

Si en Colombia estuviera bueno, nos quedaríamos allá. Dejamos atrás a nuestras familias. Hicimos un gran esfuerzo para vender nuestras cositas. Allá el salario mínimo son menos de 300 euros y una libra de arroz vale diez euros. No se puede vivir con esos salarios. Acá se puede vivir, pero no llega para el arriendo. A nadie le gusta vivir en un lugar así [la chabola]. Lo peor es cuando llega la noche porque no tenemos luz

Juan Residente en una chabola y expulsado de Can Rova

La parcela que han ocupado los desahuciados de Can Rova está dividida en cuatro niveles. Antiguos bancales en los que ahora se planta material de construcción en lugar de semillas de trigo, cebada o avena. En el primero, pegado a la carretera principal de la isla, están, sobre todo, las caravanas y furgonetas. En el segundo, hay tiendas de campaña y aumentan las chabolas. En el tercero, las barracas son mayoría absoluta. El cuarto nivel parece un taller de bricolaje a cielo abierto: golpes de martillo, ruido de taladros, una paleta removiendo mezcla para hacer cemento, metros amarillos que se despliegan para medir tabiques y calcular, a ojo, volúmenes y proporciones. Está pegado al talud que separa el terreno de un camino muy estrecho por el que cada día pasan muchos camiones porque conduce a un polígono y a una cantera. En esa franja minúscula los últimos llegados al nuevo Can Rova trabajan para levantar media docena de casetas. Estos manitas, que más pronto que tarde dormirán bajo unos techos que todavía tienen que colocarse, ya vivieron en el viejo Can Rova. 

La parcela que han ocupado los desahuciados de Can Rova está dividida en cuatro niveles. En el primero están, sobre todo, las caravanas y furgonetas. En el segundo, hay tiendas de campaña y aumentan las chabolas. En el tercero, las barracas son mayoría absoluta. El cuarto nivel parece un taller de bricolaje a cielo abierto: en esa franja minúscula, los últimos llegados al nuevo Can Rova trabajan para levantar media docena de casetas

Bajo amenaza de otro desahucio

“La gente se va acomodando sin incomodar al otro”. “Los materiales los encontramos botados en los basureros”. “El palé nos sirve para casi todo”. “Acá no hay más electricidad que la que le dan algunos generadores a quien los tiene: las baterías de los taladros las traemos cargadas de los trabajos”. “Con esta fila de bloques vamos a proteger la casa de la lluvia. Es para que el agua no pase [cuando caiga ladera abajo]”. “¡Déjeme el listón largo que lo necesito! / El listón largo se me ha desaparecido de la casa. / ¡De verdad! ¿No lo has visto por aquí? ¿Quién se lo llevaría? ¿No estaremos robando a nosotros mismos? / Robando no… personas que necesitan. Quizás se lo llevó alguien que lo necesitaba. / ¡Pero aquí no le regalan a uno nada! ¿Entonces qué hacemos? ¿Le damos con lo que tenemos?”

Son frases cazadas al vuelo, conversaciones que van dibujando el plano de una urbanización sospechosamente parecida a una favela, a una villa miseria, a un slum. Otro ejemplo de barrio bajo, conectado directamente con los que se construyeron durante el siglo XX en las capitales españolas. Aquellos suburbios nacían a toda mecha porque los campesinos que dejaban el campo para convertirse en proletarios del mundo urbano sabían que levantando su chabola en una noche se ganaban el derecho de que la Administración no se la tumbara. De una forma parecida, a contrarreloj, pero por motivos bien diferentes, en Eivissa se ampliaron o crearon casetas-varadero y chiringuitos a mediados de los ochenta, justo antes de que entrara en vigor la Ley de Costas en 1988. 

Ahora, en el nuevo Can Rova hay prisa –nadie quiere dormir a la intemperie–, pero, en cambio, no hay miedo a otro desalojo. José, un colombiano, que aunque tiene su chabola terminada, está cavando un foso para acabar de rodearla con una valla, lo resume así cuando se le pregunta por el Ajuntament de Santa Eulària: “¿Para qué hablo mentiras? Ni ellos me han visto ni yo los he visto”.

El reloj administrativo, sin embargo, ha empezado a correr. Unos días después de la conversación, varios de los habitantes del poblado chabolista recibieron la notificación que les informaba de los expedientes municipales a los que deberán enfrentarse por edificar “elementos extraños, tales como casas de madera prefabricadas, elementos habitables prefabricados móviles o fijos, almenas, baluartes, balaustradas, etcétera”. La sanción que deberán asumir será de un 10 por ciento del valor de lo construido, y, si no alcanza, de 600 euros como mínimo. Desde el Ajuntament también se ha iniciado otro expediente contra la propiedad del terreno. La idea es parar, lo antes posible, las obras de las chabolas. Están fuera de la ley. ¿Ha movido ficha la propiedad para que no la consideren corresponsable de lo que está sucediendo?

El Ajuntament de Santa Eulària ha enviado una notificación a las personas que han construido las chabolas por edificar "elementos extraños" en el terreno. La sanción que deberán asumir es de un 10 por ciento del valor de lo construido y, si no alcanza, de 600 euros como mínimo

“Can Rova se desalojó el 31 de julio y, días después, sus habitantes empezaron a acampar en el terreno contiguo. El mes de agosto es inhábil para los juzgados. Durante ese mes lo que ha estado preparando [la propiedad] es toda la documentación necesaria para interponer las denuncias necesarias ante la Guardia Civil y el respectivo desahucio. Nos consta que lo ha hecho”, responde, por teléfono, Cristina Tur, concejala de Urbanismo de Santa Eulària. Ahora todo depende “de los tiempos del juzgado”, que en el caso de Can Rova fueron veinte meses (desde la denuncia de los copropietarios de la finca hasta el desahucio por la fuerza). 

Después del desahucio de Can Rova, fijar una sanción para Antonio Cardona le ha llevado bastante menos tiempo al departamento que dirige Cristina Tur. El arquitecto hizo una valoración de los cien “elementos” (el tecnicismo –o eufemismo– que se utiliza para referirse en los documentos oficiales a las chabolas, las caravanas, las furgonetas, los barcos varados…) que el casero-pirata permitió que se acumularan en la finca. El resultado de la suma era de 425 mil euros, que luego se multiplicó, como dicta el reglamento, por algo más de dos para calcular el importe de la multa: 903 mil euros, que podrían rebajarse si Antonio Cardona reconoce su responsabilidad y paga pronto. Si elige chocar con el Ayuntamiento, sus bienes –presentes y futuros– responderán por sus actos ilegales. La sexta parte de Can Rova que posee está, por tanto, en juego. A la sanción municipal debería sumarse, próximamente, la que está preparando el Govern. “Habrá una multa millonaria, no le será rentable haberse aprovechado de la vulnerabilidad de otros”, dijo la presidenta Prohens durante una sesión del Parlament a mediados de septiembre.

Antonio Cardona, el casero-pirata que cobraba a los 200 inquilinos de Can Rova más de 400 euros por una parcela de terreno, se enfrenta a una multa de 903.000 euros

“Tiene que haber consenso político para solucionar este problema, un Ayuntamiento no puede conseguirlo por sí solo. Es un tema insular y nacional. La competencia de vivienda la tiene el Gobierno central”, explica la concejala Tur.

– Pero, concejala, las competencias [de vivienda] están transferidas a las autonomías. Y los ayuntamientos pueden ceder terrenos a organismos como el Instituto Balear de la Vivienda (IBAVI); es decir, los municipios tienen herramientas para ayudar a que se construya vivienda pública.

– En Santa Eulària tenemos tres solares disponibles y hemos contratado a expertos para que nos hagan planes y poder construir viviendas con una concesión a setenta y cinco años. En vez de venta serán a precio de alquiler tasado para que los jóvenes que quieran volver puedan volver o la gente que quiera venir a trabajar pueda venir. Pero con estas doscientas viviendas que se puedan hacer no solucionaremos un problema que es a nivel insular.

– ¿Y a corto plazo? ¿Qué puede hacer un ayuntamiento para evitar este drama social?

– No podemos autorizar este tipo de asentamientos. Va en contra del Plan Territorial Insular y de cualquier norma que regula el suelo. Tampoco queremos defender este tipo de vivienda.

– Los afectados no desaparecerán. La mayoría de los habitantes de este poblado dicen tener empleo, legal o cobrando bajo mano, y por eso no quieren marcharse de la isla. Si se les desaloja de este terreno, lo más probable es que busquen otro lugar.

– Hay diferentes casuísticas. Por eso, hay otras Administraciones que tendrían que estar trabajando para solucionarlo. (...) Nos hemos reunido, gracias al Consell d'Eivissa, con la directora general [d0Habitatge del Govern balear] para establecer un protocolo de actuación ante estas casuísticas. No olvidemos que es un terreno privado y que no podemos entrar allí sin una orden judicial.

“¡Imagínate que nos echan justo antes de Navidad!”

El Ajuntament de Santa Eulària calcula que en el nuevo poblado chabolista viven más de cien personas. Varios de sus habitantes explican que, según sus cálculos, son más de trescientos.

– Está jodido…

– A mí me parece bien esa multa que le han puesto. Se aprovechó demasiado.

– Pero esa multa es como miles de veces lo que…

– ¡Ese hombre levantaba 20 mil ó 30 mil euros todos los meses! A mí me cobraba 450 euros por aparcar mi caravana porque estaba solo. Si estabas en pareja, 600, 700…

– Mire, compa, lo único que espero es que no firmen el desalojo en diciembre. ¡Imagínate que nos echan justo antes de Navidad!

– No creo que los políticos sean tan tontos. Sería inhumano, se les armaría una crisis social increíble. 

– Sabemos que la alcaldesa no nos va a ayudar. No van a meternos baños portátiles ni a traer contenedores de basura. Si lo hicieran, sería dejarnos metidos. ¿Que nos pueden aguantar un tiempecito? Eso sí.

Valentín y Luis charlan sentados en una mesa de camping sin conocer, obviamente, los expedientes que, entonces, está tramitando la concejalía de Urbanismo de Santa Eulària. Sanciones que, sin embargo, que a ellos no deberían afectarles porque viven en caravanas y, más allá de la mesa y la silla en la que charlan, no han instalado frente a su casa rodante “otros elementos” como pérgolas para conseguir un poco de sombra extra. Ajenos a que el Ayuntamiento tenga un plan para desalojar por segunda vez a los desahuciados de Can Rova, los dos hombres comparten unas cervezas a la caída de la tarde. Cuando sea de noche encenderán un serpentín y cocinarán la cena. Sus rutinas en el nuevo campamento son exactamente las mismas que en el viejo campamento. 

¿Por qué llegaron estos dos hombres a Can Rova? Después de algunas malas experiencias, a principios de 2024, Valentín aceptó pagar para aparcar de forma permanente en un terreno vallado y provisto de luz y agua. Para, en definitiva, tener un anclaje mínimo. Un lugar al que llamar hogar. Luis se uniría en primavera, poco antes del desahucio; en su último curro, el jefe le cobraba 400 euros por dormir en un almacén devorado por el moho. Cuando, a principios de agosto, Valentín pudo salir de la finca con la caravana que se compró hace unos años no lo dudó: condujo apenas cien metros y la metió en el terreno que queda entre la valla de la propiedad de la familia Cardona y la primera de las tres rotondas que marcan la entrada a la capital ibicenca. Ahora, Valentín y Luis viven justo en la misma explanada de la que durante la mañana del 31 de julio la Guardia Civil echó a varios periodistas y fotógrafos para que no documentaran los minutos más violentos del desahucio que estaba expulsando a más de doscientas personas de las infraviviendas por las que pagaban un alquiler.

Después de algunas malas experiencias, a principios de 2024, Valentín aceptó pagar para aparcar de forma permanente en un terreno vallado y provisto de luz y agua. Para, en definitiva, tener un anclaje mínimo. Un lugar al que llamar hogar. Luis se uniría en primavera, poco antes del desahucio; en su último curro, el jefe le cobraba 400 euros por dormir en un almacén devorado por el moho

Valentín y Luis son dominicanos, pero llevan mucho tiempo en Eivissa. Una década Valentín, que pasa los cincuenta; dos décadas Luis, que se acerca a los setenta. El más joven es jefe de mantenimiento. El mayor, a quien su amigo llama “tío” en señal de respeto, es cocinero. Suficientes años y buenos empleos como para armar unas vidas que, según dicen, ha desarmado la escalada desenfrenada de precios que ha sacudido al mercado inmobiliario ibicenco: ellos son los últimos migrantes que pudieron alquilar en la isla sin dejarse la mitad del salario, pero también han acabado convertidos en nómadas a la fuerza. 

No dudaron, en cambio, cuando, tras el desahucio, rechazaron la oferta del Ajuntament de Santa Eulària para volar gratis a la península (donde tienen familiares) o a Santo Domingo, la capital del país en el que nacieron, pero donde los vínculos son cada vez más lejanos. Pesó más la vida armada –relaciones personales, posibilidades laborales: arraigo– que los precios desenfrenados –habitar los pocos metros cuadrados de una caravana, averiguar el agua corriente, la luz eléctrica: desarraigo–. Luis lo resume así: “Aquí nos han podido estafar con la vivienda o nos hemos tenido que marchar de un trabajo porque nos querían ratear la mitad del sueldo, pero tenemos los papeles en regla y nunca nos ha faltado empleo. Somos ciudadanos españoles y no queremos regresarnos a ningún sitio porque nuestro sitio es Ibiza”. Y Valentín remacha: “Mira, hay gente por todos los lados. Detrás de la ITV, en Santa Eulalia, en San Antonio. Si nos desalojan a todos, ¿cómo va a funcionar esta isla? Pero lo más fuerte es que sigue llegando gente a Ibiza. Si vives en América o, incluso, en Madrid piensas que si hay tantos guiris en esta isla se tiene que ganar dinero. ¡Pero vienes aquí y es otra cosa, tío!”.

'Aquí nos han podido estafar con la vivienda o nos hemos tenido que marchar de un trabajo porque nos querían ratear la mitad del sueldo, pero tenemos los papeles en regla y nunca nos ha faltado empleo. Somos ciudadanos españoles y no queremos regresarnos a ningún sitio porque nuestro sitio es Ibiza', comenta Luis, a quien el Ayuntamiento le ofreció un vuelo de regreso a Colombia tras el desalojo de Can Rova

Lo sabe bien Osmar, que vino de Ciudad del Este –la bisagra de Paraguay con Brasil y Argentina– y resume, entre interrogaciones, el sentimiento colectivo de muchos de estos migrantes: “¿Cómo va a conseguir un piso una familia si están pidiendo 3 mil euros en verano?. Yo soy joven y puedo adaptarme a esta situación y a la que venga, ¿pero cómo lo hacen unos padres que tengan tres, cuatro o cinco hijos? ¿No tienen más solución que mandarnos a nuestra tierra? Aquí uno se busca la vida y en un sitio como este vamos contribuyendo unos con otros. Imagínate que te dicen después del esfuerzo que hiciste para venir: 'toma, un billete y vete a tomar por culo'. En realidad, queremos otra solución. Por ejemplo, alquileres accesibles para la gente. Una casa que se pueda llamar hogar”. Osmar ha pasado los tres últimos de sus veintiocho años en Eivissa. Sin dejar de trabajar (fontanero, electricista, albañil…) sin contrato. Ahora que se siente a las puertas del NIE no quiere arrojar la toalla.

¿No tienen más solución que mandarnos a nuestra tierra? Aquí uno se busca la vida y en un sitio como este vamos contribuyendo unos con otros. Imagínate que te dicen después del esfuerzo que hiciste para venir: 'toma, un billete y vete a tomar por culo'. En realidad, queremos otra solución. Por ejemplo, alquileres accesibles para la gente. Una casa que se pueda llamar hogar

Osmar Residente en una chabola y expulsado de Can Rova

Esa “otra cosa” de la que hablaba Valentín también la está comprobando otra paraguaya. Rilsi explica su supervivencia en Eivissa mientras transmite el calor de su cuerpo a Fidencio Javier. Este bebé tomó el primer vuelo de su vida cuando tenía cuatro meses. Del Silvio Pettirossi de Asunción al Adolfo Suárez Madrid – Barajas. La idea de Rilsi, desde el principio, era terminar el viaje en Eivissa. Conseguido el reto, su hijo acaba de cumplir su primer año viviendo en una caseta de madera.

La madre cuenta que, antes de las siete de la mañana, sale con el pequeño en brazos y lo lleva con una familia que vive en el centro de Vila. Se lo cuidan (“En la asociación guaraní que hay en Ibiza nos está ayudando todo lo que pueden”) mientras ella sube a un autobús para llegar a Sant Antoni, donde le han dado trabajo. Dos horas tardará en deshacer el camino, recoger al bebé y volver a una chabola sin suministros básicos. La comodidad más lujosa de la que disfruta es un generador al que pueden enchufar una lavadora que le resuelve la ropa sucia. “Estoy buscando una guardería para el bebé y, también, mirando habitaciones en San Antonio, para estar cerca del trabajo, pero piden más de 500 euros. No puedo permitírmelo. Así pierdo mucho tiempo y quiero que pasemos el invierno en un sitio mejor”. 

El hijo de Rilsi acaba de cumplir su primer año viviendo en una caseta de madera. 'Estoy buscando una guardería para el bebé y, también, mirando habitaciones en San Antonio, para estar cerca del trabajo, pero piden más de 500 euros. No puedo permitírmelo. Así pierdo mucho tiempo y quiero que pasemos el invierno en un sitio mejor', comenta la madre

El otoño no se esconde. Las tardes se acortan. La humedad es penetrante y con la humedad, el frío. El sol está a punto de ponerse tras las colinas que se levantan al oeste del campamento chabolista. Los dos niños que jugaban a la pelota en el mismo pasillo (¿o es ya una calle sin aceras, asfalto, alcantarillas, farolas, números de portal, nombre?) que termina justo en la casa donde viven Rilsi y Fidencio Javier ya se han recogido. Decenas de luciérnagas a pilas comienzan a encenderse en el nuevo Can Rova. Puntitos de luz en la oscuridad.

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