El verano en que Formentera estuvo a punto de cerrar sus chiringuitos: “La isla se vende al mejor postor”
La primera vez que Bartolo Escandell Torres cogió una bandeja tenía 14 años. Era 1972. “Aprovechaba las vacaciones de la escuela para trabajar. Se estaban construyendo hoteles y apartamentos en Formentera. Los jóvenes teníamos expectativas. Ilusión. Sabías que si trabajabas duro cuatro o cinco temporadas te comprabas una casa, y con un par de veranos más, abrías tu propio negocio”. Bartolo, el menor de una familia de diez hermanos de la Mola, la meseta azotada por el viento que ocupa la parte oriental de la isla, hace memoria. Con los ahorros que juntó haciendo de camarero durante cuatro años pagó el traspaso de un chiringuito situado en la playa de es Copinar.
“Al anterior propietario lo conocíamos como Joan des Pagès: era un hippie ibicenco que vino a Formentera cuando aquí llegaban artistas (pintores, escultores, músicos…) de todo el mundo. Montó el quiosco, lo tuvo abierto un par de veranos y, como le gustaba más ser un bohemio, se cansó de trabajar”. Junto al camino de arena que conduce a es Caló des Mort aquel chaval bajito y de pelo rizado puso un cartel que ha hecho desviarse a muchos turistas y residentes para ver la puesta de sol desde una bucólica terraza pintada de azul y adornada con conchas marinas. 'Chiringuito Bartolo. 1976', se lee en el pedazo de madera que cuelga de la rama de un pino.
La Formentera de mediados de los setenta nada tiene que ver con la isla que se prepara para vivir la primera temporada turística libre de restricciones pandémicas. La población se ha multiplicado por tres (de menos de 4.000 hasta los 12.000 actuales). De una red de carreteras y caminos principalmente sin asfaltar por donde circulaban pocos coches y motos se ha pasado a regular la entrada de vehículos a motor en la isla para evitar el colapso. Las casas formenterenses tienen agua corriente, luz eléctrica y, a menos que el cable que une las Pitiusas sufra una avería, también internet de alta velocidad.
El boom turístico, más tardío que en Mallorca o Ibiza, trajo comodidades y, de la mano, una burbuja inmobiliaria que parece no tener fin. Las propiedades más caras de todo el país se encuentran en Formentera. El precio medio del metro cuadrado está por encima de los 7.600 euros. Una tarifa superior a la exclusiva Deià (Mallorca); más del doble que Madrid, casi dos veces más que Barcelona. Convertida la isla en un codiciado destino, hace bastantes años que los negocios playeros tuvieron que adaptarse a los nuevos tiempos.
Los chiringuitos están sobre la arena de las playas o calas, o en zonas rocosas a muy pocos metros de distancia de la orilla. Los hosteleros que, como Bartolo Escandell, los regentaban se vieron obligados a pedir autorizaciones a la Demarcación de Costas. Los permisos se renovaban, al principio, año a año. “Si no tenías el material, no interesaba a nadie pujar porque la concesión era muy corta”, recuerda Bartolo. La última concesión duró ocho. Su fecha de caducidad era el 31 de diciembre de 2020, pero el Consell de Formentera, que asumía la responsabilidad de conceder estos servicios, decidió dar un año de prórroga debido a la situación de incertidumbre que había creado la COVID.
Aluvión de ofertas
En noviembre de 2021, salieron las bases del concurso público para otorgar durante seis años más la explotación de los ocho quioscos que estaban abiertos en la isla. “Fue una sorpresa constatar que nos habían llegado tantísimas ofertas [más de 200], muchas más de las esperadas y de las que había habido en cualquier licitación que se hubiera hecho a Ibiza. La gran demanda que tienen estos chiringuitos genera un interés económico. Además, consensuado con los antiguos concesionarios y, para adaptar la norma a la realidad, se acordó ampliar la superficie para trabajar [de 20m2 a 50m2] y los servicios de cocina. Eso hizo aún más atractivas estas concesiones”, explica Toni Tur Serra, Fita.
El conseller de Medi Ambient llevaba dos meses en el cargo cuando acabó el plazo de entrega para presentar los proyectos, poco antes de la pasada Navidad. Cuando se abrieron los sobres de la oferta económica y se revisaron los proyectos, ninguno de los antiguos gestores consiguió la máxima puntuación. Los chiringuitos iban a cambiar de manos y en una sociedad como la formenterense, un microuniverso donde casi todo el mundo se conoce, se produjo un terremoto.
El 14 de abril, Jueves Santo, 500 personas se reunieron en la plaza de Sant Francesc Xavier, la capital de la isla, para denunciar la “muerte del modelo tradicional” de los quioscos de playa. La protesta la convocó la Asociación de Concesionarios de Playa de Formentera, un colectivo que preside, precisamente, Bartolo Escandell: “No pensábamos que pudiéramos perder el concurso. Nos reunimos porque lo último que perderemos es la esperanza. Tendremos hasta el último segundo”.
Después, antes de que se notificara oficialmente a mediados de mayo a los candidatos que habían ganado el concurso, llegaron las alegaciones –más de 60– y los contenciosos administrativos –dos– de los perdedores. Los pleitos detuvieron el proceso. Formentera arrancaba la primera temporada turística en décadas sin ningún chiringuito en sus casi 70 kilómetros de costa. Una imagen difícil de creer.
“Moriremos de éxito”
“El concurso le daba mucha importancia a la oferta económica [un 35% de los puntos] y eso contribuye a que la isla se venda al mejor postor. Al final, moriremos de éxito. No puede ser. Que se pierda la esencia de los quioscos también perjudica a Formentera. Si se entregan 170.000 euros para explotar un chiringuito, ¿qué precios va a poner esta gente?”, se pregunta Lidia Álvarez, gerente de la Petita i Mitjana Empresa d’Eivissa i Formentera (Pimeef).
La representante de la patronal del pequeño comercio hace referencia al barecito que funcionaba en Cala Saona, donde la oferta de la propuesta ganadora multiplicó por ocho el canon mínimo que exigía el Consell. “No se puede poner un límite económico, pero sí un tope de puntos”, apunta Álvarez. “La ley dice que las ofertas temerarias son las que rebajan demasiado el precio. Cada proyecto iba acompañado de un estudio de viabilidad económica”, dice Toni Tur. Sin embargo, después de “la alarma social” que ha generado la resolución del concurso, los técnicos del Consell están volviendo a revisar estos informes.
El conseller de Medi Ambient, pese a todo, defiende la limpieza del proceso y dice que han sido los criterios medioambientales (un 40% de la puntuación) el factor que ha desequilibrado la balanza: “Estas instalaciones están en zona marítimo-terrestre: suelo protegido, de alto valor ecológico. Se requiere de preparación y cuidados para trabajar en este entorno. Desde la construcción del chiringuito hasta la formación del personal. Que nadie se alarme: en Formentera no hay beach clubs ni los habrá. Tenemos que revisar las alegaciones”. Y, también, esperar a que los tribunales se pronuncien sobre los contenciosos que se han presentado para impugnar la licitación.
Cambio de manos
Mientras se desarrolla esta historia, algunas preguntas recorren Formentera. ¿Los chiringuitos pasarán a manos foráneas? ¿Las empresas locales que han obtenido las puntuaciones más altas son sociedades pantalla? ¿Llegan, incluso, hasta las playas de la isla los tentáculos de los fondos de inversión que ya gestionan algunos restaurantes o alojamientos?
Varios de los ganadores –ahora perjudicados por la paralización del proceso– son empresas locales. Si la licitación no se hubiera atascado, ahora estarían preparándose para construir un quiosco en el centro de la Platja de Migjorn. Uno de los tres socios de Far Away La Mola S.L. se toma, como mínimo, con ironía las quejas de los antiguos concesionarios. “El modelo turístico ha explotado hace tiempo. Que lo exprese gente que ha vendido parcelas de sus bisabuelos a cambio de millones a un poder económico que quiere hacerse una casa para el verano me parece una hipocresía. En este concurso las condiciones eran las mismas para todos. Las bases dejaban claro que no podía haber plásticos en el negocio, se tenía que cocinar con productos de kilómetro cero y los botellines de agua había que cobrarlos a un euro… Por suerte o por desgracia esto funciona así: muchos de los antiguos concesionarios le ganaron el chiringuito a alguien que estaba antes. Nosotros queremos mejorar lo que había, no cambiaremos el modelo”, dice Juanjo Costa Guasch.
“Nuestro proyecto técnico [un 25% de los puntos en juego] estaba muy bien valorado por las características del chiringuito que queremos construir. Elaborarlo ya nos ha costado alrededor de 20.000 euros. Montarlo requiere tiempo: hay que utilizar maquinaria, instalar placas solares de última generación, traer madera de cedro que cuentan con todas las certificaciones... No compraré nada ni lógicamente contrataré a nadie hasta que no se formalice la concesión, no tenemos garantías ahora mismo”, explica.
Este hostelero ha gestionado durante los últimos años restaurantes en la Savina, el puerto de la isla. Al perder esas concesiones tenía claro que iba a ir a por todas en la licitación de los chiringuitos. “El canon de salida eran 20 mil euros”, dice Costa Guasch, “y nuestra oferta fue algo superior a los 80 mil”. “Sabíamos cuál era nuestro límite. La concesión anterior ya pagaba 37.000 y, ahora, subieron su oferta a 60.000. Pero es que por las hamacas que hay delante del quiosco nosotros ofrecimos 6.000 y ellos 10.000. Es decir, entre una oferta y otra había apenas 16.000 euros de diferencia por la explotación de los dos lotes”, explica.
“Puede parecer significativo, pero hablamos de una concesión a seis años y hablamos de un negocio que, evidentemente, tiene interés económico. A nadie se le escapa que en un chiringuito se venden cientos y cientos de mojitos cada día. Quizás valoramos mejor que los otros. No tengo ninguna duda de que si hubiera una repesca los perdedores subirían su canon: si antes, con menos metros, este negocio soportaba el pago del canon ahora que será más grande dará más beneficio. Por eso no entiendo las impugnaciones”, añade.
Prórroga a los antiguos concesionarios
La polémica dio un giro el pasado 14 de mayo, solamente dos días antes de la fecha en que teóricamente se iba a notificar de forma oficial a las propuestas mejor valoradas que habían ganado el concurso. Sa Unió, la coalición que reúne a insularistas conservadores con el Partido Popular, forzó un pleno extraordinario para pedir que los antiguos concesionarios volvieran a montar los chiringuitos y trabajaran durante el verano a modo de prórroga. Algo que ya había pedido la Pimeef en marzo a través de una documentación que encargaron a un despacho de abogados y presentaron al Consell.
“Los proveedores ya nos decían que era imposible distribuir hamacas si se solicitaban tan tarde por los retrasos de fabricación. Tardaron mucho en poner en marcha la licitación y nos ha cogido el toro”, dice Lidia Álvarez. “Sorprendentemente, veinticuatro horas antes del pleno, el equipo de Gobierno que forman PSOE y Gent x Formentera cambió de idea y apoyó nuestra propuesta. La imagen que se hubiera dado estando todo el verano con los chiringuitos desmontados y sin hamacas hubiera sido terrible”, explica Llorenç Córdoba, portavoz de Sa Unió. “Nuestra voluntad siempre ha sido que los servicios de playa se siguieran ofreciendo”, precisa el conseller de Medi Ambient.
Tras una semana de incertidumbre, el 27 de mayo se confirmó la decisión, avalada por los estudios técnicos y jurídicos de los técnicos del Consell y por un informe independiente encargado a Avel·lí Blasco, catedrático de Derecho de la Universitat de les Illes Balears. Para Córdoba, no obstante, esta decisión supone un parche: “Ha habido falta de transparencia en el proceso, las bases para participar en la licitación eran muy confusas, un mes me parece poco tiempo para entregar la documentación y, encima, se convocó muy tarde. Era previsible que se atascara a las puertas del verano. Pero este debate es más profundo: lo grave es que con lo que ha sucedido nos estamos cargando el modelo de empresa familiar”.
Bartolo Escandell lleva días pintando y reparando las maderas del chiringuito que ha gestionado durante los últimos 45 veranos. Decidió ser previsor y empezar a ponerlo a punto antes de que se confirmara la prórroga que disfrutará. Manoli Garrido, su mujer, y Adam y Diego, los hijos de ambos, le ayudan en la tarea. Trabajan en un almacén que, cuando Bartolo era niño, era corral donde sus abuelos guardaban las vacas. Dentro de un mes –“Vamos a intentar que sea antes de Sant Joan, todavía tenemos que firmar”, dice Bartolo– volverán a ponerse el delantal. Los cuatro han formado, desde que los chicos se hicieron grandes, la plantilla del negocio: los padres preparando bocadillos y hamburguesas, mojitos y cubatas en grandes jarras de cerveza, y los hermanos, sirviéndolos.
2023 queda, de momento, demasiado lejos. Si las alegaciones y los recursos fracasan, un empresario albanés plantará un negocio nuevo en esa plataforma rocosa sobre la playa de es Copinar que hasta dentro de unas semanas continuará vacía. El aspirante –Tafa Marenglen, un chef que regenta un restaurante en el centro histórico de Génova– puso 2.360 euros más en la puja y derrotó a la familia Escandell Garrido de forma ajustada. Bartolo no esconde qué sintió cuando conoció que perdía la concesión: “Fue muy duro. La palabra para definirlo es tristeza: ves que todo por lo que has luchado a lo largo de tu vida se va al carajo. Otro se aprovecha de lo que tú has hecho durante décadas. Ahora, visto lo visto, día a día y pasado mañana veremos qué ocurrirá. Nos han escrito muchos clientes de fuera de la isla para preguntarnos qué está pasando”.
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