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El desalojo de un casero pirata en Ibiza deja a 200 personas en la calle: “Somos los trabajadores que levantamos la isla”

“Sois chusma”. El reloj marca las nueve de la mañana, queda media hora para que empiece el desahucio del campamento ilegal de Can Rova (Eivissa), y a su dueño, muy alterado, no le ha hecho ni pizca de gracia la cantidad de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión que han acudido a la puerta de la finca. “Fuera de aquí”, dice, y lanza un escupitajo. Vendrán horas tensas. Para las doscientas personas que hay dentro de la propiedad serán dramáticas. Es una cifra de habitantes pequeña en comparación con la que ha llegado a ser. Al menos, quinientas, pero en los últimos días casi la mitad ha preferido marcharse. Las que se encuentra la Guardia Civil y la Policía Local de Santa Eulària cuando llegan a Can Rova no se fueron por falta de alternativas viables. Los mismos problemas que a muchos de los desahuciados, como explicarán cuando atraviesen el cordón policial, les hicieron recalar allí: pisos y habitaciones alquilados en invierno que deben vaciarse en verano porque se entregan al alquiler turístico, camas a 800 euros el mes, y la clásica estafa de pagar por adelantado varias mensualidades de un alquiler fantasma.

Los agentes llegan con una orden en la mano firmada por la Sección Tercera de la Audiencia Provincial de Balears. Hay agentes del orden por todas partes. Sólo los antidisturbios son una veintena. El documento judicial le da la razón a dos de los copropietarios de Can Rova, que demandaron al hombre que lleva años lucrándose, en negro, por alquilar porciones de tierra a solteros, parejas, familias con niños que en un momento dado necesitaron plantar allí una caravana, una caseta de madera, una tienda de campaña o, incluso, un pequeño yate en dique seco. Cualquier techo es bueno para no tener que dormir al raso. Uno de los fotoperiodistas más veteranos de la prensa local no recuerda haber visto tantos en la isla desde las protestas por la construcción de las autovías. Hay que remontarse dos décadas, por tanto, para encontrar un despliegue parecido al que ahora congrega este conflicto familiar –los demandantes son los hermanos del casero-pirata– que ha terminado convirtiéndose en uno de los paradigmas de la avaricia inmobiliaria que asuela Eivissa. 

Hay que remontarse dos décadas para encontrar un despliegue parecido al que ahora congrega este conflicto familiar –los demandantes son los hermanos del casero-pirata– que ha terminado convirtiéndose en uno de los paradigmas de la avaricia inmobiliaria que asuela Eivissa

17.000 metros cuadrados divididos entre cien pedazos a unos 400 euros de media el pedazo igual a 40 mil euros de ingreso mensual. Basta realizar esta rápida operación de cálculo mental para entender el negocio bajo mano en el que se había convertido Can Rova.

Desahucio por la puerta trasera

A las diez y media de la mañana, con el sol del último día de julio golpeando sin piedad, la tensión se transforma en drama. Los antidisturbios de la Benemérita se colocan los cascos, desenfundan las porras y entran en Can Rova. Lo hacen por la puerta trasera de la finca, un acceso donde las cámaras no pueden captar imágenes porque la zona está fuertemente acordonada. Avanzan a paso ligero y, con mucha educación, como recuerda uno de los oficiales al mando, piden a las personas que no se han marchado que recojan sus pertenencias y salgan de la propiedad.

A los periodistas que ven lo que ocurre desde el otro lado de la valla, en una zona pública, otros agentes de la Guardia Civil les piden que se marchen. ¿El motivo? “Es un perímetro de seguridad”, en el que, paradójicamente, hay una caravana medio ruinosa y una tienda de campaña, un pequeño asentamiento chabolista anexo al gran poblado que está a punto de vaciarse por la fuerza. Porque aunque algunos han hecho caso a la petición amistosa de los antidisturbios y, por goteo, van abandonando Can Rova, otros –unos sesenta– se han reunido bajo una carpa. Celebran una asamblea vecinal de emergencia. No quieren salir. Lo hace, para no poder entrar, Alicia Bocuñano, una mujer criada en Eivissa que en las últimas semanas se ha convertido en una especie de portavoz de los afectados de Can Rova: “Me dijeron que podía sacar el coche y poder entrar de nuevo. ¡Me han dejado fuera, me han cerrado la puerta! Allí tengo a mi ahijada y al resto de mi familia. Dentro hay diecinueve menores y algunas mujeres embarazadas”.

Me dijeron que podía sacar el coche y poder entrar de nuevo. ¡Me han dejado fuera, me han cerrado la puerta! Allí tengo a mi ahijada y al resto de mi familia. Dentro hay diecinueve menores y algunas mujeres embarazadas

Lo harán al filo del mediodía. Minutos antes de las doce, algunos de los expulsados recibirán golpes por resistirse a la autoridad. Seis de ellos serán detenidos. John, uno a quien golpean, pero no detienen, pisa la calle con los ojos encharcados en lágrimas. “Me golpearon con el pie y me pisaron la cabeza; no sólo a mí, también a una mujer y a un hombre de edad. Me mechonearon [tiraron del cabello] y arrastraron. Delante de mis hijos dispararon un pelota de goma. Todo para asustarnos y que nos fuéramos de nuestra casa”. Con un dedo señala el verdugón que ya se vislumbra en su pierna izquierda apenas un cuarto de hora después de haber cortado los cuatro carriles de la carretera que va de Eivissa a Sant Antoni y pasa justo por delante de Can Rova.

Allí, entre los coches, habían acabado casi empujados por línea infranqueable de antidisturbios. El cordón policial amplió sus dominios cuando la mayor parte de los inquilinos abandonaron la villa miseria; desalojados, periodistas, activistas provivienda digna y algún curioso se quedaron sin sombra bajo la que protegerse de los más de treinta grados al sol. “¡Queremos una casa! ¡Somos los trabajadores que levantamos Ibiza! ¿¡Dónde están los políticos!?”, se escucha gritar a los desahuciados mientras invaden el asfalto y algunos conductores atrapados por la protesta suenan el claxon.

Me golpearon con el pie y me pisaron la cabeza; no sólo a mí, también a una mujer y a un hombre de edad. Me mechonearon [tiraron del cabello] y arrastraron. Delante de mis hijos dispararon un pelota de goma. Todo para asustarnos y que nos fuéramos de nuestra casa

Los políticos locales –con la alcaldesa Carmen Ferrer a la cabeza– han aparecido, pero sin comparecer ante los medios. Una nota de prensa del Ajuntament de Santa Eulària des Riu explica que durante las últimas semanas han tenido contacto con trece familias que residían en el campamento ilegal. Se les proporcionó “información, acompañamiento y orientación”, asegura la nota, “ante la situación de urgencia que suponía el desalojo”. Además, dicen desde el Consistorio se ha ayudado “a una familia pagando la entrada a una vivienda”. Esa asistencia, según el Ayuntamiento, sólo la habría solicitado otra familia más.

Ni Eladio, Juan, David, Michelle, Leandro, Arturo, Lisa, Ana (paraguayo, colombianos, dominicano, brasileña, española; albañiles, jardineros, camareros de discoteca, limpiadoras de villas) aseguran haber visto o hablado con un técnico de los servicios sociales municipales durante las últimas semanas. “Si esto llega a ocurrir en mi país, seguro que hay violencia de verdad, incluso tiros. Me sorprende que nos lo hayamos tomado de una forma tan pacífica. Yo llevaba un año aquí dentro. Pagaba 400 euros, y acabé acogiendo a dos compatriotas dominicanos que tenían trabajo, pero no encontraban casa. En Ibiza, durante los últimos cinco años me ha pasado de todo cuando he alquilado una vivienda, y ya me quiero ir. En primavera, le recomendé a mi ex pareja y a nuestro hijo que se marcharan a la península. Asumí dos trabajos –en Pacha y en una cafetería– porque prefiero juntar plata, poder ahorrarla y marcharme de esta isla para no volver nunca más. Aquí no se puede estar. Nos ven como a animales”, dice, con mucha flema, Garibaldi, uno de los desahuciados que más tiempo ha vivido en Can Rova.

Asumí dos trabajos –en Pacha y en una cafetería– porque prefiero juntar plata, poder ahorrarla y marcharme de esta isla para no volver nunca más. Aquí no se puede estar. Nos ven como a animales

Todos ellos y ellas cobran sueldos o buenos pellizcos en B –porque la falta de papeles les impide tener un contrato laboral–; ninguno sabe dónde dormirá la noche de un desahucio que ocurre ante la vista de un anciano que mira lo que ocurre desde la ventana de su casa. Apoyado en el alféizar, corrige a un paseante con el que se ha puesto a discutir: 

No em fa cap pena, d’aqueixa gent, ningú és eivissenc. (“No me da lástima esta gente, ninguno es ibicenco”).

No muy lejos de allí, Belén, una niña nacida en Eivissa hace cinco años: edad suficiente para enterarse de lo que está sucediendo. Ya no llora, como cuando salió de la finca con su madre, peruana y empleada en Ushuaïa, uno de los hoteles que programa en su piscina algunas de las fiestas más famosas de la isla. Pero en la espalda sigue colgada su mochila de Mario Kart, donde está escrito su nombre con caligrafía infantil y en la que guarda las cuatro cosas que han podido rescatar de la caravana en la que han vivido durante los últimos meses. Como la mayoría de desahuciados, enseres y recuerdos de su vida portátil, también bastantes vehículos se han quedado al otro lado del muro. Belén, las lágrimas secas en las mejillas, parece olvidarse mientras pisa un charco con sus zapatillas de Frozen y sonríe al ver que sus huellas quedan marcadas antes de difuminarse por el calor del cemento.