Fue, con toda seguridad, la obra más colosal de cuantas se han construido en los dos mil años de historia de Palma y una de las de mayor envergadura de las erigidas en España. La muralla renacentista, proyectada en el siglo XVI ante las nuevas necesidades defensivas que trajeron los nuevos tiempos tras el abandono de la Edad Media, cercaba la ciudad a lo largo de un anillo de seis kilómetros ataviado con doce baluartes –ocho terrestres y cuatro marítimos– y ocho puertas que daban acceso al interior de la urbe. Con el tiempo, el recinto sería reforzado con un hornabeque y varios revellines. Esta semana, más de cien años después de que la mayor parte de aquella infraestructura fuese demolida al abrigo de las corrientes higienistas que dominaron Europa a finales del siglo XIX, un socavón de ocho metros ha sacado a la luz parte de uno de los bastiones que la coronaban, el conocido como baluarte de Santa Margalida.
El boquete copó el pasado martes buena parte de la actualidad balear y nacional. No era para menos. Palma amanecía con la noticia del hundimiento del asfalto de parte de las Avenidas, una de las arterias principales de la ciudad, tras el implacable paso de la borrasca Juliette. La céntrica vía circunvala el casco histórico de la capital balear siguiendo el trazado del antiguo cinturón renacentista y es precisamente en el subsuelo donde yacen las paredes inferiores de la fortificación.
Tras el derribo de los muros superiores del recinto defensivo entre finales del siglo XIX y principios del XX, el foso fue rellenado y la ciudad comenzó a expandirse más allá de la zona que durante siglos habían ocupado las murallas. Hasta entonces, fuera de Ciutat tan solo había edificaciones dispersas, algunos arrabales junto a la costa, varios conventos, posesiones agrícolas y molinos. Al igual que sucedió con otras ciudades europeas, Palma se encomendaba al desarrollo industrial y se abría a la modernidad con un derrocamiento que, además, no se libró de la especulación inmobiliaria.
Muros bajos y gruesos ante la nueva artillería
Siguiendo el estilo italiano, predominante durante el siglo XVI y principios del XVII y caracterizado por muros bajos y gruesos, la construcción de la fortaleza renacentista fue dirigida por el ingeniero Giovan Giacomo Palearo Fratino, más conocido como Fratin. El nuevo recinto se convertía en el quinto anillo defensivo –tras las murallas romanas e islámicas y sus respectivas ampliaciones– que veía la luz desde que el cónsul romano Cecilio Metelo fundase Palma en el año 123 a.C.
La fortificación fue proyectada absorbiendo la mayor parte del trazado que desde el siglo XI ocupaba la muralla árabe, que, compuesta por una sucesión de muros verticales y torres cuadrangulares, presentaba un estado precario a pesar de los remiendos puntuales a los que había sido sometida y apenas ofrecía ya resistencia: había sido construida con sillares de marés y segmentos de tapia, material que había resultado eficaz para resistir los proyectiles lanzados por las catapultas, pero obsoleto ante los últimos avances registrados en la artillería, principalmente con la invención de los cañones.
Con el incremento del poder turco en el Mediterráneo y la presión corsaria sobre las costas de Balears, para la edificación de la nueva muralla se utilizaron piedras blandas, dado que la intención de sus constructores, teniendo en cuenta el nuevo armamento de la época, pasaba por que las balas disparadas contra la fortificación penetraran en el muro hasta una profundidad de dos o tres palmos y quedasen enclavadas en él, evitando de este modo todo tipo de hundimientos y resquebrajamientos. La edificación, además, fue dotada de robustos baluartes en forma de punta de lanza y fue reforzada con un glacis, sobreelevación que cubría el perímetro del recinto y dejaba a los soldados enemigos expuestos a la línea directa de fuego. Respecto a su anchura, mientras una muralla medieval con sus fosos podía medir 15 metros, la renacentista podía rondar los cincuenta.
En este sentido, el arquitecto Carlos García-Delgado Segués ilustra, en su obra Las raíces de Palma. Los mil primeros años de construcción de una ciudad, el importante cambio que atravesaron numerosas ciudades europeas en los siglos XVI, XVII y XVIII: en el interior de las urbes se llevaron a cabo procesos de reforma o apertura de calles, más anchas y rectas, que se superpusieron al tortuoso e intrincado trazado medieval y, en su exterior, las endebles murallas propias del Medievo fueron sustituidas por las del modelo renacentista. Palma no fue ajena a estos procesos. Aunque su parcelario urbano apenas varió entre los siglos XIII y XIX, sí sufrió un notable cambio de imagen con la construcción de su nuevo recinto defensivo, adaptado a los cánones y diseños más avanzados de la época.
Aunque el parcelario urbano de Palma apenas varió entre los siglos XIII y XIX, sí sufrió un notable cambio de imagen con la construcción de sus murallas renacentistas, adaptadas a los cánones y diseños más avanzados de la época
Las deudas ralentizan la construcción
Como explica, por su parte, el historiador Jaime Escalas Caimary en su libro Las murallas de Palma (1955, Panorama Balear), a la hora de llevar a cabo la construcción se tuvo en cuenta, además, el constante y paulatino aumento de la ciudad, motivo por el que se incluyó en su interior el conocido como S'Hort d'En Moranta, y se rectificó toda la línea del trazado anterior, aumentando ligeramente la extensión de Palma. La superficie quedó así definida en unas 134 cuarteradas mallorquinas, es decir, algo más de 123 hectáreas, y la longitud de la nueva circunvalación, en 6.500 metros.
Escalas señala que la situación de penuria que asolaba la ciudad –la población aún arrastraba las consecuencias de la revolución de las Germanies y la peste se había abatido sobre los ciudadanos–, aliviada en las situaciones más extremas por el trigo italiano, impidió que las obras se llevaran a cabo al ritmo previsto. “En un principio se convino que los gastos serían sufragados por partes iguales entre la ciudad de Palma y el Rey, pero la primera por la carestía y el segundo a causa de sus interminables guerras pagaban con muy poca puntualidad”, precisa el historiador. Sin embargo, añade, la constante amenaza de los desembarcos islámicos en los pueblos costeros de Mallorca, como Sóller o Valldemosa, o de Menorca, como Maó, “servían para mantener los ánimos y demostrar la palpitante necesidad de terminar la obra cuanto antes”.
De acuerdo con el plano que elaboró el canónigo Antoni Garau en 1644 –el dibujo global más antiguo que se conoce de la ciudad– y que el archiduque Luis Salvador reprodujo en La ciudad de Palma, la muralla estaba reforzada por doce baluartes –Chacón, Berard, Sant Pere, Príncep, Moranta, Sitjar, Jesús, Santa Margalida, Zanoguera, Sant Antoni, Socorrador y Sant Jeroni– y aparecía circundada por un amplio foso. En la actualidad se conservan los dos baluartes angulares que se construyeron junto al mar: el de Sant Pere, finalizado en 1646 y sobre el que en la actualidad se ubica el museo de arte moderno y contemporáneo de Es Baluard, y el del Príncep –en honor a Felipe II– o de los Capellanes. Ambos son, de hecho, los únicos ejemplos de arquitectura militar renacentista que han resistido al paso del tiempo.
Un trágico suceso
En este contexto, uno de los trágicos sucesos que rememoran las crónicas en relación a las murallas se produjo el 29 de julio de 1645, cuando el Virrey José de Torres Pérez de Pomar y Mendoza cayó de su caballo al foso del baluarte de Zanoguera (en la actualidad, la Avenida Alexandre Rosselló). Como consecuencia de las graves heridas que sufrió, acabó falleciendo apenas unos días después del accidente. Una cruz de piedra que ya figuraba en los planos de Palma desde 1656 continúa en pie en las proximidades del lugar de los hechos en recuerdo de lo sucedido.
Uno de los trágicos sucesos se produjo el 29 de julio de 1645, cuando el Virrey José de Torres Pérez de Pomar y Mendoza cayó de su caballo al foso del baluarte de Zanoguera (actual Avenida Alexandre Rosselló). Falleció apenas unos días después
Durante los siglos en que buena parte del cinturón renacentista de Palma permaneció en pie –sus obras no finalizaron hasta doscientos años después de ser iniciadas–, la expansión del imperio otomano fue considerada una amenaza y una preocupación de primer orden para el rey Felipe II, que vio en Balears una posición estratégica para defender el territorio de posibles ataques. La construcción de la fortificación, sin embargo, no culminaría hasta comienzos del siglo XIX, cuando, paradójicamente, el imperio otomano ya se encontraba en decadencia y este tipo de muralla comenzaba a quedar obsoleto. No en vano, apenas unas décadas después comenzaría la demolición de una obra que podía considerarse recién acabada.
Como explican desde el colectivo PalmaXXI, integrado por historiadores, geógrafos, arquitectos y urbanistas, en los años cincuenta del siglo XIX comenzaría a extenderse por toda Europa la filosofía económica liberal, hija de una burguesía volcada en desarrollar una nueva forma de capitalismo. “Del capitalismo mercantil que había generado el crecimiento de esta clase social se estaba pasando al capitalismo financiero y, en éste, la urbanización de las ciudades y la consiguiente inversión inmobiliaria juega un papel muy importante en Europa, ya que propició el crecimiento de los negocios”.
Comienza el proceso de derribo
Al socaire de estos debates, la primera vez que se habló de la posibilidad de ampliar Palma fue en 1859 por parte del urbanista y maestro de fortificaciones militares Pere d'Alcàntara Penya, quien, además de publicar la obra Antiguos recintos fortificados de la Ciudad de Palma, presentó un estudio en el que apelaba a la necesidad de realizar un plan de ensanche. Un proyecto que, sin embargo, consideraba incompatible con las murallas que cercaban la ciudad, que se consideraban causantes de que la urbe no pudiera extenderse más allá de sus muros defensivos. De esta forma, durante el Sexenio Progresista, el Ajuntament solicitaría al gobierno de la Primera República el derribo de parte de la fortificación, propiedad entonces del Ministerio de la Guerra, y en 1873 se procedería a su derribo parcial.
No obstante, la justificación popular que cobró más peso para impulsar el derrocamiento del recinto fue la filosofía higienista imperante en la época, encabezada en Mallorca por el ingeniero Eusebi Estada, una de las voces que con más ímpetu defendió el derribo en su obra La ciudad de Palma. Su industria, sus fortificaciones, sus condiciones sanitarias y su ensanche (1885) so pretexto de que, como consecuencia de la presencia de las murallas, la población vivía hacinada y en condiciones de insalubridad. Estada señalaba que a mediados del siglo XVII, el área edificada que ocupaba Palma era de 1.023.300 metros cuadrados, incluyendo sus calles y sus plazas, por lo que a cada habitante le correspondían unos 37 metros cuadrados. Sin embargo, advertía, a finales del XIX la superficie por habitante se redujo a 24 metros, cuando, a su juicio, la dimensión idónea por persona debía ser de 40 metros cuadrados.
García–Delgado apunta, sin embargo, que, independientemente de la presencia de la infraestructura defensiva, había otros motivos que provocaban esa deficiente situación higiénica, como la ausencia de alcantarillas, el escaso abastecimiento de agua potable o los entierros en los cementerios situados frente a las iglesias, frecuentes focos de infección.
Por ello, frente a quienes abogaban por echar abajo las murallas, otros se oponían fervientemente a ello, como Bartomeu Ferrà, maestro de obras de la Societat Arqueològica Lul·liana, o Pere Garau Cañellas, quien defendió un plan de ensanche de Palma en el que se preservaba el recinto renacentista, rodeándolo de zonas ajardinadas a partir de las cuales la ciudad podría ir creciendo. Garau alegaba así que las murallas sí podían armonizar con el desarrollo y la modernización de la capital balear, una postura que, en la actualidad, continúan compartiendo numerosos historiadores. Sin embargo, el Ajuntament se decantó finalmente, en 1901, por el proyecto presentado por el ingeniero Bernat Calvet, el conocido como 'plan Calvet', que, bajo el lema Felix qui potuit rerum cognoscere causas (“Dichoso aquel que puede conocer las causas de las cosas”), contemplaba la eliminación de la fortificación, seguía los criterios de un plano radioconcéntrico y apelaba al aprovechamiento urbanístico de los terrenos afectos a las murallas.
Especulación inmobiliaria tras el derribo de la muralla
Desde Palma XXI aseveran que el proceso que siguió a esta aprobación no se libró de la especulación económica a tenor de la recalificación urbana de las 'zonas polémicas' que delimitaban la muralla y que impedían edificar en un radio de 1.250 metros. El derribo puso en el mercado un total de 69.687,72 metros cuadrados de suelo público, de los cuales hasta 62.541,72 fueron vendidos a burgueses y terratenientes locales, lo que supuso el 40% de los ingresos del presupuesto del ensanche y un importante traspaso de suelo público al privado. Numerosos propietarios firmaron, incluso, documentos a favor de la demolición de las murallas en nombre del higienismo y el bienestar de la población más desfavorecida y, de inmediato, se hicieron con parte de los solares adyacentes para construir en ellos espacios para negocios y edificios de viviendas con cuya posterior venta obtuvieron cuantiosos beneficios.
A nivel municipal, en contraste con Barcelona, donde se emitió deuda pública en forma de préstamo hipotecario garantizado por los valores potenciales de los solares edificables para poder llevar adelante el proyecto, fueron los impuestos sobre los propietarios de solares en el ensanche (un 4% del valor del terreno), los ingresos por licencias de obras y los beneficios obtenidos de las ventas de los solares procedentes de los derribos los que se financiaron de la obra. El responsable de gestionar el Plan del Ensanche fue Gaspar Bennàssar, desde 1901 arquitecto municipal de Palma. Entre 1908 y 1913 se demolió un 80% de las hasta entonces inexpugnables murallas y el proyecto de derribo se prolongó durante más de veinte años.
Las crónicas señalan, incluso, que la demolición de una de las puertas, la de Santa Margalida –que ocupaba el espacio de la puerta árabe por la que el ejército de Jaume I accedió a Madina Mayurca tras conquistar la isla, en las proximidades de la actual Plaça d'Espanya– se llevó a cabo “traicioneramente”, dado que en 1908 había sido declarada Monumento Nacional debido a la fuerte carga simbólica e histórica que tenía para los palmesanos.
Así lo contaba el Correo de Mallorca el 27 de febrero de 1912: “Esta pasada noche, sobre las doce y cuarto, los estampidos de varios barrenos pusieron en alarma a los tranquilos vecinos de la Rinconada de Santa Margarita. ¿De qué se trataba? Pronto se supo: la tradicional Puerta de Santa Margarita era derribada. ¿Por quién? Por una numerosísima brigada de obreros. No sabemos quiénes la componían; pero sí sabemos que se viene diciendo que en ella había muchos obreros del Ayuntamiento (...) Al clarear el día se han retirado los obreros utilizados para consumar la demoledora obra llevada a cabo a escondidas, entre las sombras de la noche, cuando el vecindario dormía. Nosotros no queremos hacer comentarios de ninguna clase. Los hará la Historia”.
Como documenta, por su parte, la doctora en Ciencias de la Educación Francesca Comas i Rubí en su estudio Reforma urbanística i modernització pedagògica en la Mallorca d’inicis del segle XX, el derribo de las viejas fortificaciones, además de propiciar el crecimiento urbano, permitió proyectar, en los puntos más estratégicos de los terrenos que ocupaban las antiguas murallas, la construcción de centros educativos que servirían como modelo de modernización y de progreso en la isla. “Uno de los actos importantes realizados estos días para solemnizar el derribo de la primera piedra de las murallas, ha sido el de colocar esta misma piedra para la construcción de una escuela modelo municipal”, señalaba un artículo publicado un domingo de agosto de 1902. Se trataba de la primera piedra que se extrajo del baluarte de Zanoguera.
Lugar de pastoreo y paseo de amplias arboledas
Mientras tanto, la zona que afloró tras el derribo de las murallas y el cubrimiento de los fosos fue durante años utilizada como lugar de pastoreo hasta que comenzaron a construirse las Avenidas, originariamente un paseo público dividido en diferentes sectores por las calles que lo seccionaban (actuales Manacor, Aragó, 31 de desembre y General Riera). Cada acera medía cuatro metros de ancho y contaba con otro metro adicional a los lados para la arboleda, mientras que se destinaron nueve metros para cada sentido del tráfico. En el centro se situó un paseo de diez metros de ancho.
Más adelante, durante la Guerra Civil, un antiguo almacén de maderas construido a orillas de uno de los tramos de las Avenidas (en el espacio que hoy ocupa el popular cine Augusta) se convirtió en cárcel franquista. La prisión llegó a albergar entre miseria y torturas a más de 2.000 presos y en ella se instauró la práctica de las 'sacas': los reclusos eran 'liberados' y, conducidos bajo engaño por los falangistas, acababan fusilados.
En la década de los setenta, el aumento del parque móvil y el imparable crecimiento de la población con el auge del turismo abocaron a las autoridades municipales a desmantelar el paseo central, incrementando los carriles de circulación de dos a cuatro por sentido.
Paradigmáticamente, más de cien años después de aprobarse el derribo de las murallas, los tramos que aún quedan en pie frente al mar, declarados Monumento Histórico-artístico el 21 de septiembre de 1942 y convertidos hoy en importante foco de atracción turística, han sido objeto de numerosas intervenciones de recuperación y rehabilitación que han marcado hasta el presente buena parte de la historia del urbanismo de Palma. Mientras, en las Avenidas, miles de vehículos atraviesan en la actualidad cada uno de sus atestados carriles, en cuyo subsuelo permanecen los vestigios de las antiguas murallas que un día cercaron Palma. Sólo en contadas ocasiones, como ha sucedido esta semana, brotan de la oscuridad para manifestarse ante los curiosos que se asoman a contemplarlas y evitar así, con el transcurso de ese “misterioso taller de Dios” que para Goethe era la Historia, caer de forma irremisible en el olvido.