Todos los constructores recuerdan una obra que marcó un antes y un después. Para Jaume Cifre fue la de aquella finca en la calle Son Campos de Palma. Debía de ser 1975. Lo que sigue grabado en su memoria no es el diseño del edificio. Tampoco lo difícil que fue gestionar que llegaran los materiales para cumplir los plazos. Lo que recuerda como si fuera ayer –aunque él pase de los 80– es el momento en que se asomó por una de las ventanas y allí abajo, junto a la estación de tren, vio seis vagones abandonados. Algo en su cabeza hizo ‘click’. No un algo repentino, sino un algo que resucitó aquella vieja idea suya de comprar un autocar y reconvertirlo en una casa de fin de semana. “¿Y por qué no un tren?”, se preguntó entonces. “Yo es que de joven era la hostia”, dice ahora mientras da una calada al cigarro.
Cuando acabó la jornada, Jaume se acercó a los andenes. “Le pregunté al jefe de la estación cómo podía comprar uno de aquellos vagones, pero me dijo que era imposible, que no lo podía vender porque se habían sacado de circulación y estaba previsto que se destruyeran”, recuerda. Le dijeron que pesaban demasiado para que la máquina de vapor tirara de ellos y habían acabado por retirarlos. Luego, un rayo de esperanza: el único que podía dar el visto bueno a una posible venta era el ministro de Transportes. Si conseguía hablar con él, podría planteárselo.
A cualquier otro, aquel epílogo le habría sonado a final de la historia. Pero la Mallorca de entonces era aún mucho más pequeña que la de ahora. Y Jaume descubrió que, en menos de seis grados de separación, conocía a alguien que tenía un contacto en el Ministerio. Pidió cita y empezó a esperar pacientemente sin dejar de asomarse a la ventana de la finca de Son Campos para vigilar que los vagones –los mismos que habían cubierto durante años la línea entre Palma y Manacor–, con sus paredes de madera de color caqui, seguían allí abajo viendo pasar las noches, los días de sol y los de lluvia como en un cuadro de Monet.
En febrero de 1976, rozando el desespero, escribió una carta al entonces director de la Feve (Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha). Una de esas que uno encabeza con un “muy señor mío”. Confesaba haberse enamorado –en realidad no con esas palabras– de los vagones Carde&Escoriaza, que estaban apartados junto a los muelles, y pedía adquirir uno para destinarlo a casa de fin de semana, “en plan chalet”. “Me aconsejaron que hiciera una oferta y yo ofrecí pagar 75.000 pesetas. Luego me dijeron que estaba loco, que seguramente por dos duros ya me lo habrían dado”, cuenta. Pero el director de la Feve volvió a dejar todas sus esperanzas sobre el ministro.
El único que podía autorizar la venta de los vagones, que estaban retirados de la circulación porque pesaban demasiado, era el ministro de Transportes de la época. Cualquier otro se habría dado por vencido. Jaume, no
Reunión con el ministro
En algún momento de los meses siguientes sonó el teléfono. El ministro de Transportes tenía un viaje previsto a Palma y había aceptado reunirse con él en la misma estación. “Fue un dos de agosto. Me acuerdo porque me puse el traje de la boda y hacía un calor horroroso”, relata. Cuando se vieron, el ministro le preguntó si lo que quería era montar un negocio en el tren. Jaume negó. “Le expliqué que tenía un solar en Cala S’Almunia (Santanyí) y que me gustaba mucho pasar los fines de semana allí con mi mujer y mis hijos porque la ciudad ya me cansaba”, relata. En otoño cogían setas y en verano salían en barca. “Mi idea era poder montar una casita en el vagón para que durmiéramos con los niños”. Y el permiso fue concedido.
Me reuní con el ministro en agosto. Me puse el traje de la boda y hacía un calor horroroso. Le expliqué que tenía un solar y que me gustaba pasar los fines de semana con mi mujer y mis hijos. Mi idea era montar una casita en el vagón para que durmiéramos
A la euforia inicial le siguieron meses de mucho trabajo. “Cuando entré en los vagones estaban llenos de jeringuillas, era el boom de la droga”, recuerda. Pero conservaban las lámparas de los techos, las placas metálicas atornilladas junto a las ventanas que advertían de que era peligroso asomarse al exterior, las butacas ya roídas y una colección de billetes escondida detrás de las persianas. De entre todos, Jaume escogió un vagón mixto: una mitad tenía asientos que pensaba quitar para montar el salón; en la otra, había tres camarotes perfectos para alojar a la familia. “Fue una suerte que, además, me dejaran coger piezas de los otros para sustituir las que estaban rotas o más deterioradas”, reconoce.
Operación Traslado
En julio de 1976, Jaume dio el puzle por acabado. Empezaba entonces la operación traslado. A los casi sesenta kilómetros que separaban la estación del solar en el Caló de S’Almunia se sumaban la dificultad de los 15 metros y las 35 toneladas del vagón. Llamó a Camiones Pol. “Unos años antes habían trasladado un avión desde el aeropuerto hasta una zona de Magaluf para convertirlo en discoteca. De hecho, el dueño tenía en su despacho una foto de cuatro metros de ese avión… luego añadió al lado la de mi tren”, sonríe.
Con una grúa gigantesca e incontables maniobras después, el vagón subió al remolque del camión –con Jaume en la cabina– y salió de la estación rumbo a Santanyí como en la historia verdadera de David Lynch. Una patrulla de la Guardia Civil de Tráfico les abría paso mientras el R12 de la mujer del propio Jaume cerraba la comitiva formada por una docena de personas. “Cuando pillábamos un bache o un giro muy cerrado y el vagón se movía un poco, yo pasaba mucha pena”, reconoce. El primer obstáculo tardó poco en llegar: el puente peatonal de la autovía en la salida de Palma era demasiado bajo para que pasara el convoy. “El camión tuvo que dar marcha atrás en plena autovía para poder desviarnos por el Molinar”, describe.
El chófer de Camiones Pol conducía con el corazón en un puño. Cuando quedó atrás la ciudad y los campos comenzaron a aparecer a los lados de la carretera, lo hicieron también los tendidos eléctricos. “Me decía ‘Jaume, no vamos a pasar, y no va a haber manera de que podamos esquivarlos todos’”. Durante buena parte del trayecto, cada vez que topaban con un cableado que cruzaba el camino, Jaume salía de la cabina, cogía una pértiga, subía al techo del tren y levantaba el cable hasta que lo dejaban atrás. “Aun así nos cargamos unos cuantos, no te creas. Me acuerdo de uno a la entrada de Campos”, confiesa.
El chófer de Camiones Pol, que trasladó el vagón con Jaume en la cabina, conducía con el corazón en un puño. Le decía 'Jaume, no vamos a pasar, y no va a haber manera de que podamos esquivar todos los tendidos eléctricos'
Cuando el famoso solar apareció en el horizonte, suspiraron aliviados después de haber redondeado las paredes de marés de un buen puñado de caminos. La grúa colocó el vagón sobre los pilares de hormigón que Jaume Cifre había instalado, se fijaron los anclajes, se marchó la comitiva –después de pagar las 50.000 pesetas del transporte– y se hizo el silencio. El sueño se había cumplido.
Jaume d’es tren
Durante meses transformaron el vagón en su segunda casa. Adecentaron los camarotes y el pasillo, cambiaron las persianas, quitaron las butacas para crear el salón –que hoy atesora todos los recuerdos familiares bajo un aparato de aire acondicionado– y transformaron el antiguo baño en una pequeña despensa. Luego, pintaron las paredes exteriores de rojo y azul. “Al principio no teníamos escalera y subíamos todos con una banqueta que luego guardábamos dentro”, rememora. Hoy, bajo los escalones de piedra que suben al tren, se abre la casa de Lola y Paula, las dos raters mallorquinas que siguen paseando por el vagón con la misma curiosidad que los visitantes.
La aventura ferroviaria de Jaume se fue extendiendo no sólo por Santanyí, sino por toda Mallorca. A su vagón anclado llegaron periodistas, un autocar repleto de monjas de Inca que se desplazaron para comprobar si era verdad aquello que les habían contado y cada fin de semana se llenaba con los niños del vecindario para quienes su casa era la mejor sala de juegos del mundo. Una fama que le llevó a ser conocido como 'Jaume d’es tren'.
A su vagón llegaron periodistas, un autocar repleto de monjas que se desplazaron para comprobar si era verdad aquello que les habían contado y cada fin de semana se llenaba con los niños para quienes su casa era la mejor sala de juegos del mundo
Hace algo más de una década, decidió jubilarse de la constructora que él mismo había fundado y convirtió el vagón en su vivienda habitual. Creó una terraza en la parte delantera con vistas a la calle y un anexo para ampliar la cocina y el baño y plantó en el exterior dos placas: la de la Plaça de l’Estació y la del Carreró del Tren.
Mientras su casa-tren cumplía años, la Mallorca de su alrededor también cambiaba. “En el Caló de S’Almunia ahora ya no hay niños y sólo vivimos en la zona tres o cuatro vecinos, el resto son casas de verano o de alquiler turístico”, lamenta. Los periodistas y los autocares de monjas son ahora coches de 'rent a car' que frenan en seco cuando ven su vagón asomar sobre el muro. “Se paran para hacer una foto y más de uno ha tenido un accidente. Si hubiera cobrado un euro por cada foto que han hecho, ahora sería millonario”, dice.
Ahora ya no hay niños por aquí. Solo coches de 'rent a car' que paran para hacer una foto. Más de uno ha tenido un accidente. Si hubiera cobrado un euro por cada foto que han hecho, ahora sería millonario
Sus días pasan caminando arriba y abajo con su gaiato, con la placidez que da la utopía cumplida. “No me he arrepentido nunca, ni un día. De hecho, si hubiera tenido un solar más grande me habría traído también la locomotora. Incluso tuve un comprador alemán que quería que se lo vendiera, pero le mandé a hacer puñetas. Los alemanes se han hecho los amos de la isla”, lamenta. Y, mientras pueda, ese pequeño rincón seguirá siendo del quijote mallorquín que ha contado su historia más veces de las que recuerda.