Los horrores de Rogelio, el preso del franquismo convertido en zapatero en un campo de concentración
Dos hombres aporrean la puerta de una vivienda situada en la calle Aragón de Palma. El estrépito sobresalta a Francisca Puigserver, quien se encuentra con su hijo Rafael, el quinto de siete hermanos, que ese día no ha ido al colegio ante las noticias que llegan de Madrid: 'España está en guerra', rezan los periódicos. Es el 19 de julio de 1936. Al abrir la puerta, dos guardias civiles le preguntan dónde se encuentran su marido, Rogelio, y su hermano, Miguel. Como no están en casa, le indican que, cuando regresen, se dirijan al cuartel. En solo un instante, el día se ha tornado pesadilla para Francisca, a quien un torbellino de pensamientos comienza a abordarla, preguntándose qué puede haber hecho Rogelio, un zapatero que, a sus 41 años, se ha convertido en el encargado de la fábrica de zapatos Minerva, en el barrio palmesano de Santa Catalina.
Junto a su cuñado, Rogelio Fernández Aguiló se dirige a las dependencias de la Benemérita tras recibir el mensaje de su mujer. Está tranquilo y convencido de que todo aquello es un malentendido. Sin embargo, ese día ninguno de los dos regresará a casa. Ni al siguiente, ni al otro. Un compañero de Rogelio que anhelaba su puesto de encargado, Antonio Timoner, lo ha acusado en falso de difundir noticias alarmantes de corte izquierdista, unos hechos por los que, durante los siguientes 18 meses, permanecerá encerrado en el navío Jaume I, en el almacén de maderas reconvertido en cárcel franquista Can Mir y en los campos de concentración de S'Àguila y Son Granada, en Llucmajor (Mallorca), a pesar de que su caso será archivado mucho antes por los tribunales.
Más de ochenta años después, su bisnieto, Antoni J. Escanellas, ha recuperado la historia de Rogelio y, junto a ella, las numerosas postales que escribió y recibió durante su cautiverio y que, desde entonces, su familia ha mantenido guardadas como oro en paño. Las ha dado a conocer en el libro Ficha nº 15. Postales contra el olvido, recientemente publicado por Dolmen Editorial. Junto a las misivas, el zapatero elaboró con sus manos agujas, cajas de alfileres, anillos, pipas, colgantes y otros objetos que hacía llegar a sus familiares por correo.
En Mallorca, convertida en punto estratégico para los intereses de las fuerzas fascistas, la represión fue especialmente dura y, de hecho, fue uno de los primeros lugares de España donde comenzaron a instalarse campos de trabajo forzados para los prisioneros, como aquellos en los que Rogelio permaneció encerrado. Pero, sobre todo, la actividad más intensa se centró en los hombres encarcelados en Can Mir, tras cuyos muros también fue prisionero y donde se implementó y normalizó la práctica de las 'sacas': los presos eran 'liberados' y, conducidos bajo engaño por grupos de falangistas, acababan asesinados en las cunetas de las carreteras.
Detenidos “por rojos”
En el cuartel de la Guardia Civil, adonde ha acudido Rogelio, uno de los detenidos pregunta por qué se encuentran retenidos. Sin titubeos, uno de los agentes responde: “¡Por rojos!”. Y, desde ahí, los conducen hasta el barco Jaume I, buque de Trasmediterránea que cubre de forma habitual la ruta entre Palma y Barcelona y que ha acabado convertido en cárcel flotante. Como explica Escanellas, fue ahí donde su bisabuelo supo que los golpistas lo habían militarizado todo. Los detenidos, confinados en las bodegas con las compuertas cerradas a cal y canto, pasaban las horas esperando a que alguien acudiera a darles una explicación, “alguien a quien contar que eran solo gente normal que trabajaba en la industria zapatera de la isla y que Rogelio había ganado un premio al zapato mejor elaborado y diseñado”.
No en vano, Rogelio estaba convencido de que el golpe de Estado finalizaría en unas horas. Días, quizás. “Ese era el pensamiento general, lo que la mayor parte de los detenidos pensaba. Que era una rabieta de los militares, pero que llegarían a un acuerdo rápidamente. Pero nunca llegaron a un acuerdo, nadie habló con nadie. Y pasaron las semanas, y los meses...”, relata Escanellas, periodista y filósofo.
Tinta borrada por las lágrimas
Mientras tanto, desde ese 19 de julio, Francisca pasa las horas en soledad. Permanece siempre callada, en una esquina, cabizbaja, mientras las lágrimas ruedan por sus mejillas, como aquellas que se derramarían sobre una de las numerosas postales enviadas a Rogelio. Se encontraba ya prisionero, bajo la inscripción Ficha 15, en el campamento de Son Granada, en Llucmajor. Con la tinta borrada por las gotas saladas, Isabel, una de sus hijas, transcribe lo que Francisca le va dictando: “Apreciado esposo y padre, sirva la presente para manifestarte nuestro buen estado de salud, deseando que la suya igual, por lo que damos gracias a Dios...”.
Sin embargo, antes de que Rogelio recale en la antigua posesión de Son Granada, son numerosas las vicisitudes que vivirá y las postales que recibirá. Desde el cuartel de la Guardia Civil lo han conducido a Can Mir, ubicado en el mismo solar donde en la actualidad se levanta el popular cine Augusta, tras cuyos muros los prisioneros pasan los días entre chinches, ratas y humedad, esperando la muerte, llegue o no. Las cartas son el único modo de comunicarse con las familias y, por ello, Rogelio enseña a escribir a quienes no saben mientras manipula pequeñas maderas con las manos. “Era la única forma de no volverse loco allí”, relata su bisnieto. La nave, de unos mil metros cuadrados, llegó a confinar al mismo tiempo, en un “ambiente nauseabundo”, a 1.004 prisioneros “dando incesantes vueltas por aquel antro”, como dejó constancia otro de los internos que permaneció tras sus rejas, el músico, escritor y político Lambert Juncosa.
Meses después hacía su aparición en Can Mir el padre Atanasio de Palafrugell, quien acompaña a los presos antes de morir y, en determinados casos, la única persona a la que pueden ver antes de ser asesinados. El cura, explica Escanellas, aprovechaba “todos los minutos para intentar conseguir, por todos los medios, que confesaran que se habían equivocado creyendo en sus convicciones y que pidieran perdón a Dios”. Como documentó el investigador Manel Suárez Salvà, autor del libro La presó de Can Mir. Un exemple de la repressió franquista durant la Guerra Civil a Mallorca (editorial Lleonard Muntaner), el eclesiástico obligaba a los presos a besar la cruz que portaba colgada de un cordón atado a la cintura. En uno de los casos en el que el detenido, Miquel Òleo, se negó a ello, el 'padre Santanasio' -como se le conocía en Can Mir- lo agarró del cabello y le restregó el crucifijo por los labios hasta hacerle sangrar.
Rezos al Crist de la Sang
Uno de aquellos días, Francisca, devota, había ido a rezar al Crist de la Sang. De repente, escuchó alboroto en la entrada de la iglesia. “Se quedó completamente paralizada al ver a unos veinte presos, con el mismo aspecto que su marido, que subían cansados las escaleras escoltados por soldados con sus fusiles al hombro. Apartaron a Francisca con un grito seco de 'cuidado' y los obligaron a besar el cristo a golpe de culata. Era una parada obligatoria antes de escuchar el último estruendo de su vida: una descarga de pólvora y metal”, relata Escanellas. “Solo cuando pasó el último y estuvo convencida de que ninguno de ellos era Rogelio, soltó el aliento”, añade. Pocas semanas después, Mallorca y Eivissa ya se habían entregado a los fascistas.
La Navidad está próxima. Entre la algarabía que llega del exterior, culatas y porras en mano, Rogelio piensa en su familia, y decide escribir una postal. Se dirige de inmediato al escritorio -una tabla sobre la que se puede apoyar el papel y el lápiz- y coge la pluma entre sus manos. Las palabras comienzan a brotar sobre el papel: “En la Navidad florida, Navidad de pavos y hornazos, acercaos vidas mías, quiero daros unos abrazos”. Enmarcando estas líneas, en verde y rojo, flores y una paloma. Después le da la vuelta a la postal y escribe: “Sra. Dña. Francisca Puigserver. Apreciada esposa, hijitos y madrina, cuñados y cuñadas, madre y hermanos, a todos me dirijo en tan memorable día de Navidad, que para mí es muy triste al no poder cumplir como buen padre, de llevar a mis hijitos el pavo...”. Y, en un hueco vacío que aún queda, añade: “Si yo fuese palomita en tan memorable día, os haría una visita en nuestra casa o casita bendita”. Es el 22 de diciembre de 1936.
Casi dos meses después, Rafael, de diez años y el quinto hijo de Rogelio y Francisca, le envía una carta a su padre en la que le cuenta que “todos los días yo y mi madrecita vamos a la iglesia de San Antonio de Padua. Mi madrecita le reza y me hace decir: 'San Antonio bendito, mandarás a casita a nuestro padrecito, que era tan bueno para todos, y devolverás la alegría a nuestra casita'. Confío que San Antonio hará este milagro, porque yo soy muy bueno...”.
“Rogelio se olvidará de la política si eso significa continuar vivo”
Francisca intenta, mientras tanto, reunirse con el padre Atanasio. La acompañan sus hijos. Le explica -relata el periodista- que son una familia creyente, que nunca han faltado a misa, que Rogelio es un buen hombre y que “es cierto que se hizo del partido socialista que prometía una mejora para las clases bajas, y que ellos eran clase baja”. En ese instante, la mirada del capellán se enturbia. No quiere oír nada más ni escuchar cómo le dice la mujer que su marido se olvidará de la política si eso significa continuar vivo. Atanasio les conduce hasta la salida para que se marchen y cierra la puerta a sus espaldas.
En Can Mir, Rogelio puede recibir de su familia cestas de mimbre con pequeños utensilios, ropa y enseres de higiene personal, porque Francisca y sus hijos viven muy próximos a la prisión. Sin embargo, pronto dejarán de estar tan cerca de él porque el antiguo almacén de maderas comienza a estar atestado de presos y hay que buscar una solución. Coincidiendo con las nuevas necesidades defensivas de Mallorca, las autoridades deciden trasladar a los detenidos a los campos de concentración itinerantes que comienzan a instalarse a lo largo de la costa de Mallorca. Allí son obligados a trabajar en la construcción de carreteras y otras obras públicas y a dormir en los reposaderos del ganado, en barracones de madera o en tiendas de campaña. Rogelio y su cuñado, Miguel, son dos de ellos.
Nuevo destino: s'Àguila de Llucmajor
En este contexto, en mayo de 1937 las autoridades deciden enviarlos a la finca de s'Àguila, una posesión situada en la marina de Llucmajor. En el tren viajan junto a otros ocho prisioneros. A su llegada a la estación, un camión los conduce a su nuevo destino, un solar de 1.750 'cuarteradas' (7.103 metros) dedicado esencialmente a la cría de pastos y ovejas y a la producción de lana y queso. Ellos dormirán en el suelo de unos barracones. Pero, pese a las pésimas condiciones, señala Escanellas, a su bisabuelo s'Àguila le parece “un remanso de paz, cerca del mar y en medio del campo”. Allí trabajarán construyendo muros y paredes y arreglando calles y carreteras. Rogelio tampoco se librará de las advertencias de los guardias, quienes le aperciben de la presencia de un pozo que se convertirá en el nuevo cementerio de la finca. “Allí lanzaban a los problemáticos”, asevera el autor de Ficha 15.
En mayo de 1937, Rogelio es trasladado junto a otros presos al campo de concentración de s'Àguila, finca dedicada a la cría de pastos y ovejas y a la producción de lana y queso. Dormirán en el suelo de unos barracones y trabajarán arreglando carreteras
Las postales, de nuevo, no cesan. Con el sello de la censura militar, el 12 de mayo recibe noticias de su familia: “Queridísimo y nunca olvidado esposo y padre, sirva la presente para manifestarte nuestro buen estado de salud, deseando de todo corazón que tú goces de igual beneficio, que es lo principal y por lo cual damos gracias a Dios”. Unos días antes, Rogelio les había escrito para saber de ellos y encargarles varios enseres para sobrevivir en el campamento. Francisca le responde: “Sabrás que ya tenemos el colchón en nuestro poder, por lo tanto no pases pena. Esperamos por aquí que te gustará. A la primera ocasión te mandaremos todo lo que pides. Ya nos mandarás a decir los días que te podemos escribir y mandar la ropa, si es que lo sabes. Recibirás muchos recuerdos de la padrineta, de tu madre, hermanos, tíos, y de todos tus queridos hijitos millones de besos, como de tu querida esposa que nunca te olvida”.
En poco tiempo le llega el colchón prometido y ya no tiene que dormir en el suelo. Escanellas explica que en s'Àguila, Rogelio es considerado como un preso que no da problemas y, por ello, no le castigan más allá del trato de esclavitud del trabajo forzado. “Tiene tiempo para descansar, para escribir postales y para pensar, al hacer, con trozos de madera y otros materiales, pequeños objetos, pequeños materiales para enviarlos a la familia”, narra su bisnieto, quien subraya que todo eso es, para Rogelio, “la máxima expresión de amor desde que le encerraron aquel fatídico 19 de julio de 1936”. Nunca habían podido enviarse tantas cosas y tantas postales.
“Yo soy zapatero”
Uno de esos días, Rogelio observa que uno de los guardias lleva la bota rota. Al preguntarle por qué, le responde que allí no hay quien se la arregle y que tampoco tiene tiempo de llevarlas a ninguna parte. Mirándole a los ojos, de tú a tú, el prisionero se estira y da una calada al pitillo: “Yo soy zapatero”, le dice. A partir de ese momento, comenzará a trabajar más arreglando calzado que como obrero de carreteras. “Lo hace tan bien que pronto se corre la voz de que los zapatos que arregla no vuelven a romperse, porque trabaja a conciencia. Siempre lo ha hecho, por eso era el encargado de la fábrica”, recuerda su bisnieto. Hilo, trozos de piel, cola y agujas es todo lo que necesita. Los soldados son sus clientes más numerosos. Por la noche elabora anillos para sus familiares: “Francisquita mía, ya me dirás si los anillos os han venido bien porque veo que os han gustado”, le escribe a su mujer.
El 11 de julio de 1937, Francisca envía una nueva postal, pero esta vez le viene devuelta. Teme lo peor. Como señala Escanellas, s'Àguila tiene fama de ser un cementerio, sobre todo “por su terrorífico pozo”. Por eso, acompañada de los pequeños, de inmediato acude a Can Mir para preguntar por su marido. Un administrativo le informa de que lo han enviado a Son Granada, una posesión próxima a s'Àguila. Miguel, el hermano de Francisca, también está con él.
Los días de verano se hacen eternos en Son Granada. Es agosto y la guerra atraviesa su fase más cruda. Tras el paso del otoño y con la llegada del invierno, Rogelio hace todo lo posible por preparar una visita con su familia, aunque la burocracia para ello se hace interminable y las autoridades son implacables. “Cada negativa al permiso de ver a su familia es un golpe duro para la moral de un hombre que ya lleva más de un año encerrado. Necesita ver una cara familiar”, subraya su bisnieto.
Cada negativa al permiso de ver a su familia es un golpe duro para la moral de un hombre que ya lleva más de un año encerrado. Necesita ver una cara familiar
Pero un día, llega la gran noticia. Y, de inmediato, coge papel y lápiz: “Apreciadísima esposa, hijita e hijitos, padrineta y toda la familia. Yo bien, igual deseo para vosotros gracias a Dios. Francisca, lo del permiso ya lo tengo, podéis venir el domingo como me indicáis, y así me lo ha concedido mi señor teniente en jefe del campamento. El domingo os espero con los brazos abiertos, si Dios quiere”. Es el 14 de noviembre de 1937. Poco después, con las manos temblorosas, su hija Isabel se dispone a responderle mientras Francisca le indica las palabras: “Apreciado padre. Todos estamos bien, igual para vos deseamos, a Dios gracias. El domingo 21 vendremos a abrazaros por fin, Dios nos lo ha concedido. Recuerdos de todos, besos de vuestra hija, hijitos y el corazón de tu esposa, Francisca”.
El reencuentro
Los nervios comienzan a contagiarse. Hay que decidir quién acude hasta Son Granada. Creen que es mejor que Francisca vaya sola, pero al momento descartan la idea. Finalmente, irá con su hermano Paco. Dos días después, ambos ya van montados en el tren con destino a Santanyí, que les apea en la parada de s'Arenal de Llucmajor. Tras caminar un buen trecho hasta el campo de concentración, la visión es dantesca: “Gente por aquí y por allá, algunos volvían reventados de trabajar, sucios y acompañados siempre por un par de soldados imberbes a quienes los presos duplicaban la edad”, explica el periodista. Un soldado va a buscar a Rogelio. Cuando el guardia regresa con él, el recluso observa un perfil de traje negro que asoma tras el militar: es Francisca.
“Tienen un par de minutos”, les indica. Francisca encuentra ante ella a un hombre muy delgado y tapado -hace mucho frío- y que ha perdido pelo, ya blanco. A su alrededor, colchones por el suelo y mantas viejas y raídas que arropan a enfermos y heridos. Se abrazan tímida y temerosamente, con la emoción contenida, y, sin dejar de mirarse, comienzan a hablar. Él le cuenta que está bien de salud, que trabaja como zapatero y que tienen a un cocinero que prepara guisos de verduras y poco más, con algún hueso... Pero por lo menos no es aquel caldo de boniato que les daban de rancho en Can Mir. Ella le explica qué tal está la familia. Se encuentran en el auge de su conversación cuando, de repente, se escucha: “¡Se acabó el tiempo!”. Ella se levanta enseguida y se va. Rogelio se queda con un palmo de narices porque, con los nervios y el miedo, Francisca ni siquiera se ha despedido de él.
Días después, el 7 de diciembre, Rogelio se levanta con un fuerte dolor de estómago, un “malestar de nervios”, como señala Escanellas. Horas más tarde escucha un fuerte estruendo, el de una escuadra de aviones que llega desde el mar. Alguno por detrás susurra: “Son de los nuestros”. Después, truenos de fondo, revuelo de alarmas y mucho humo. Al llegar la calma, Francisca sale a la calle. Solo ve a gente correr y la imagen que se le presenta no la olvidará en la vida. Cerca de su casa, el suelo de las Avenidas ha sido bombardeado y la porta de Sant Antoni está completamente destruida. Los periódicos hablan al día siguiente de siete muertos y más de cuarenta heridos.
“Es usted libre”
Apenas unas semanas después llegan las Navidades, las segundas que Rogelio pasará encerrado. No sabe si lo podrá soportar. “Está convencido de que no le soltarán, y eso que el nuevo nacionalcatolicismo es muy de aprovechar fiestas religiosas para hacer 'buenas obras', pero todavía es tiempo de guerra y nada hace pensar que lo tratarán de manera especial. Él nota que allí no le importa a nadie”, relata su bisnieto. “[...] Os pido de corazón que os conforméis, que los hay que están peor, y confiad en Dios, que pronto ha de volvernos a dar la dicha, como vivíamos antes [...]”, escribe Rogelio a su familia. Con la catedral de Palma en el reverso del papel, no sabe, sin embargo, que será la última postal que enviará.
Ese mismo fin de semana, Francisca acude a rezar al Crist de la Sang y piensa en ir de nuevo a hablar con el padre Atanasio. Una vez delante del eclesiástico, le pregunta sin tapujos por qué su marido, sin haber sido sometido a juicio alguno, lleva tanto tiempo encerrado. Le implora que haga algo mientras le recuerda que ella y su familia son creyentes de toda la vida. Unos días más tarde, el cura habla con el director de Son Granada. Las distintas personas a las que se les pregunta coinciden en resaltar su buena actitud de Rogelio, padre de familia y gran trabajador. El jueves 6 de enero de 1938, su nombre suena por boca de uno de los soldados. Junto a otros presos, es empujado al interior de un camión con un macuto a la espalda y un hatillo al hombro. Algunos lloran, sabedores de que el vehículo se dirige al cementerio de Llucmajor. Rogelio acepta el destino, sea el que sea. Al pasar por la estación de tren de s'Arenal, el camión frena y un soldado se dirige a uno de los reclusos. “Es usted libre”. Es Rogelio Fernández, quien ese mismo día regresará a casa.
"Rogelio está convencido de que no le soltarán, y eso que el nuevo nacionalcatolicismo es muy de aprovechar fiestas religiosas para hacer 'buenas obras', pero todavía es tiempo de guerra y nada hace pensar que lo tratarán de manera especial"
Horas más tarde, unos nudillos tocan la puerta mientras Francisca y los demás se encuentran absortos con los preparativos de la noche de reyes. Quien sale a abrir es Paco, uno de sus hermanos, que no reconoce al hombre que tiene delante, delgado, con el cabello corto y barba de tres días, enfundado en ropa vieja. Francisca se queda sin aliento y aferra a su marido por el cuello. El ya exrecluso ya no volverá a trabajar en Minerva y montará su propio taller en casa, en el que “siempre cobró poco a quienes tenían poco, mucho a quienes tenían más, y nada a quienes lo necesitaron”, recuerda Escanellas. Nunca volverá a hablar en público de política. Por la noche, al terminar de cenar, sube a su habitación y coge con sigilo un pequeño transistor: “Aquí Radio España Independiente, estación Pirenaica, la única emisora sin censura de Franco...”, anuncian las ondas. Al cabo de un rato se queda dormido.
No hace mucho, la madre de Escanellas le enseñó a su hijo una caja muy antigua en la que custodiaba una extensa colección de postales. Son las que se enviaron Francisca y Rogelio, quienes permanecieron juntos hasta el final, y las que dieron pie a esta historia. El periodista asevera que, una vez cerradas las galeradas de su libro, se produjo un hecho singular: la causa judicial contra su bisabuelo y otros cinco acusados fue desclasificada. El periodista pudo tener acceso así a interrogatorios y demás documentos, uno de los cuales le dejó sin palabras: Rogelio había sido absuelto por falta de pruebas el 21 de abril de 1937. Sin embargo, aún permaneció encerrado nueve meses más, hasta el día de reyes de 1938, sin poder volver junto a su familia.
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