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Palizas, detenciones en burdeles y desvíos de fondos: cuando la Inquisición se hundió en la corrupción y el abuso

Cuadro del pintor David Teniers que escenifica un ritual de brujería

Esther Ballesteros

Mallorca —
10 de noviembre de 2022 23:12 h

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Ocultación de pruebas y diligencias, compra de voluntades, redes clientelares, detenciones y juicios arbitrarios, desvío de ingentes cantidades de dinero público... Estas prácticas que suenan tan actuales datan del siglo XVI, porque tras las cortinas de la Inquisición –máximo organismo encargado de velar por el mantenimiento de la ortodoxia católica entre el siglo XV y principios del XIX– comenzaron a extenderse, principalmente en la segunda mitad del XVI, la degeneración, la perversión y el abuso. Y uno de los lugares donde más patente se hizo esta degradación fue Mallorca, donde se instauraron auténticas telarañas de poder y se extendió una corrupción total y absoluta, hasta tal punto que la Monarquía hispánica se vio obligada a intervenir para reconducir la misión del Santo Oficio al otro lado del Mare Nostrum. Más de 2.000 folios y doscientos testimonios componen el proceso de investigación que se llevó a cabo.

Uno de los historiadores que han puesto el foco en esta materia con exhaustivos estudios sobre cómo la deficiente gestión del tribunal lo condujo a la ruina y a una completa pérdida de credibilidad, es Antoni Picazo, doctor por la Universitat de les Illes Balears (UIB), quien destaca que, debido a la absoluta desidia que impregnó a los integrantes de la Inquisición respecto al cuidado de los libros y registros oficiales, los historiadores se han topado con grandes vacíos documentales respecto a aquellos años. “Fue una época de casi completa parálisis de la actividad inquisitorial en el Reino de Mallorca, abocándolo con ello a una grave crisis financiera”, subraya Picazo, quien acaba de publicar un nuevo libro sobre el Santo Oficio, Heretges i pecadors. Història de la Inquisició a Mallorca (Illa Edicions).

Impulsada bajo el reinado de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, la Inquisición se erigió en instrumento de control social e ideológico que abarcó prácticamente toda la geografía de la monarquía hispánica. Paradójicamente, atrás quedaba la Edad Media y llegaban tiempos modernos en los que los monarcas necesitaban nuevos instrumentos para garantizar el mantenimiento de la unidad religiosa. En el Reino de Mallorca, anexionado a la Corona de Aragón, el Santo Oficio persiguió no solo los delitos de herejía, sino también todos aquellos que el Santo Oficio consideraba que debían ser extirpados para evitar su contagio, como la hechicería, la superstición, las prácticas judaizantes o islámicas, la blasfemia y las actitudes amorales. Sin embargo, los propios miembros del tribunal isleño no se libraron de caer en las mismas prácticas que ellos mismos perseguían con el único objetivo de aumentar su riqueza personal y las prebendas que por su cargo anhelaban conseguir.

Caos en el Santo Oficio de Mallorca

Hasta la Corte de Felipe II llegaron así rumores de que algo no iba bien en Mallorca. Como documenta Picazo en su libro Inquisició i corrupció (Illa Edicions), en 1569, las autoridades civiles de la isla, en concreto los jurados de la Universitat, remitieron un documento a Felipe II en el que pedían auxilio ante el caos imperante en el tribunal del Santo Oficio mallorquín. También el síndico de la Ciutat de Mallorca (en la actualidad, Palma) envió una misiva en la que aludía a la perversión absoluta de de todos sus miembros y de la continua alteración de la paz social por parte de los familiares, como se conocía a los informantes de la Inquisición, quienes acabaron constituyendo el brazo armado del Santo Oficio.

Como evidenció el investigador Francisco de Bethencourt, autor de La Inquisición en la época moderna, el control que ejerció el Consejo de la Suprema, máximo órgano de gobierno del Santo Oficio, sobre los distintos tribunales de distrito de la Monarquía Hispánica fue total y exhaustivo. “No solo se debía verificar la correcta ejecución de las órdenes y directrices del alto tribunal, sino que también debían corregirse los posibles casos de abusos, incumplimientos o corrupciones que pudiera ejercer cualquier cargo del Santo Oficio”, incide Picazo. Un férreo control que, sin embargo, no evitó que la corrupción emergiera entre sus miembros, especialmente en aquellos lugares, como Mallorca, en los que se hacía más evidente la distancia respecto a los centros neurálgicos de poder y donde las redes de poder local estaban más intensificadas.

A todo ello se sumaba otro elemento “no menos perturbador”, como subraya, por su parte, el historiador Jaume J. Colom, autor de autor de El tribunal de la Inquisición de Mallorca (1578-1700). Se refiere, en concreto, a la conflictividad social en la que se veía inmersa la población del distrito, “extraordinariamente presente en la isla de Mallorca y más atenuada en el resto del archipiélago, que venía a crear un estado de excepción provocado por los enfrentamientos entre las distintas facciones nobiliarias con su reguero de agresiones y asesinatos que mantenían en vilo a toda la isla”. Una situación que, asevera el investigador, habría podido ser mejor asimilada por hombres procedentes de otras tierras de la Corona de Aragón, donde este estado de cosas “formaba parte de la cotidianidad” en territorios como el Principado o el reino de València.

No solo se debía verificar la correcta ejecución de las órdenes y directrices del alto tribunal, sino que también debían corregirse los posibles casos de abusos, incumplimientos o corrupciones que pudiera ejercer cualquier cargo del Santo Oficio

Antoni Picazo Historiador

La problemática era tal que hasta un total de doce inquisidores renunciaron a la plaza que se les había ofrecido en Mallorca. “Era, en definitiva, una institución privada del prestigio que le correspondía y del que disfrutaba en la inmensa mayoría del resto de los distritos inquisitoriales”, recalca Colom.

Felipe II envía a un visitador inquisitorial a Mallorca

Por ello, desde la Corte no dudaron ni un momento a la hora de actuar. Ante las preocupantes circunstancias relatadas en las cartas procedentes de Mallorca, el monarca dispuso el envío inmediato de un visitador inquisitorial -una de las figuras destinadas a vigilar el cumplimiento de la legalidad vigente, de las normas procesales y de las penas impuestas por los tribunales- en aras a depurar las supuestas irregularidades denunciadas. Ese mismo año, Andrés Santos de Herrera recalaba en la isla y daba comienzo a una larga y compleja investigación, fragmentada años más tarde en múltiples procesos. No en vano, el visitador debía tener clara una cosa: debía ser paciente, pues la inspección podía alargarse durante años, como así acabó sucediendo, y debía tener la suficiente entereza como para no ceder a las fuertes presiones de toda índole que a buen seguro recibiría.

La documentación relativa a estas pesquisas se encuentra localizada entre los innumerables legajos y volúmenes conservados en el Archivo Histórico Nacional: centenares de folios en los que se da cuenta de todas y cada una de las acusaciones que pesaban sobre prácticamente todos los integrantes de la Inquisición Mallorquina, desde su base hasta los escalafones más elevados de la pirámide de poder.

La investigación sobre el Santo Oficio mallorquín se halla entre los innumerables legajos y volúmenes conservados en el Archivo Histórico Nacional: centenares de folios en los que se da cuenta de cada una de las acusaciones que pesaban sobre sus miembros

La noticia de la llegada del visitador inquietó a ciertos miembros de la Inquisición mallorquina, quienes temían ver al descubierto sus irregularidades. Por ello, intentaron alcanzar un pacto de silencio para protegerse. En sus investigaciones, Colom recoge lo expuesto por Santos en su expediente: “Todos los oficiales de la Inquisición habían tratado de concertarse a una y cuando el señor visitador les examinase todos habían de decir una cosa, de manera que no pudiese saber ni averiguar nada contra ellos el dicho señor visitador”. Contrariamente a lo deseado, las tensiones existentes propiciaron una progresiva espiral de mutuas acusaciones entre todos ellos. 

Una vez en la isla, la dinámica que Andrés Santos llevó a cabo fue prácticamente idéntica para todos los acusados: tras examinar distinta documentación e interrogar a particulares y autoridades, se daban a conocer de forma oficial los cargos que se les imputaban y se les tomaba declaración. Seguidamente, sus abogados presentaban las pruebas de descargo y la lista de los principales testimonios que podían rebatir las acusaciones y se analizaban las causas en las que habían intervenido, que o bien acumulaban un gran retraso, atentando contra los intereses de los acusados y los presos, o directamente no habían sido remitidas a la Suprema para que valorase su correcta tramitación. Finalmente, el visitador estudiaba el estado de las confiscaciones ejecutadas por el tribunal y la situación económica en la que se hallaba.

Anomalías y confabulaciones

Como subraya Picazo, la primera pregunta que Andrés Santos formuló a todos y cada uno de los principales cargos de la estructura gubernativa era la misma: “¿Hay algún aspecto que corregir o enmendar?”. El 27 de agosto de 1564, la primera autoridad en responder fue el obispo-inquisidor, Diego de Arnedo, quien lo hizo con un lacónico “no hay cosa que esté en su lugar”, reconociendo la situación en la que se encontraba inmerso el tribunal. Él mismo se hallaba, de hecho, envuelto en varias tropelías. Entre ellas, haber detenido a varios hombres que se encontraban en una galera sin causa alguna contra ellos y que fueron enviados a prisión sin una acusación formal. Asimismo, envió a galeras a un ciudadano del municipio de Inca sin que se hubieran cumplido las oportunas diligencias. Con todo, Arnedo explicó que el inquisidor Miquel Gual y el fiscal Francesc Milia se habían apoderado del Santo Oficio, conculcando los derechos de los presos, y les acusaba de confabular continuamente contra él, excluyéndolo de sus gestiones al frente de la Inquisición. A partir de ese momento, comenzaron a aflorar numerosas irregularidades y la existencia de redes de poder enfrentadas entre sí que dieron lugar a episodios de extremada violencia.

El inquisidor Gual fue, con mucho, el personaje al que se le atribuyeron más acusaciones. Primero fueron la falta de moralidad y la de no haber vivido con la honestidad que requería su cargo al mantener relaciones amorosas con varias mujeres, lo que generó incontables murmuraciones que acabaron perjudicando a todos los servidores del tribunal. Pero, sobre todo, las principales imputaciones que pesaban sobre él fueron las de detener a ciudadanos sin que hubiera delaciones ni acusaciones sobre ellos; haber aprovechado su cargo para para ejecutar venganzas personales; mantener a los presos completamente descuidados; no asistir a las audiencias; desoír las quejas de los vecinos que reclamaban las deudas del personal a sus órdenes; obviar diligencias y prescripciones penales (en el caso de una detenida, Joana Portas, detenida en Eivissa y trasladada a Mallorca, permaneció arrestada ocho meses sin juicio), la sustracción de parte de los salarios de oficiales y familiares y la arbitrariedad en los juicios.

Expedientes de limpieza de sangre

También se le acusaba de no mantener la escrupulosidad necesaria en el desarrollo de los expedientes de limpieza de sangre, que debían garantizar la pureza sanguínea de los aspirantes a formar parte del tribunal: todos ellos debían someterse a una investigación genealógica que abarcaba también a su mujer y a la familia de ambos para garantizar que no fuesen descendientes de judíos ni de “moros”, como consta escrito en el expediente.

“Todo esto ilustra perfectamente el sentimiento de la mayoría de los habitantes del reino hacia un tribunal que se mostraba, sin ocultarlo, como una institución donde campaba la corrupción, la inmoralidad, los despropósitos y la mayoría de pecados que los garantes de la ortodoxia debían vigilar”, subraya Picazo. La defensa de Gual, sin embargo, lo atribuyó todo a una conjura urdida contra él por individuos que odiaban el Santo Oficio, apelando en todo momento a su inocencia y asegurando que las acusaciones eran totalmente infundadas. Cuando el visitador puso en conocimiento de la Corte las imputaciones que pesaban sobre Gual, llamativamente, Felipe II remitió una carta al Inquisidor en la que le manifestaba que había administrado su oficio con rectitud, pero que, debido a las numerosas labores que debía ejecutar y “para que pudiera descansar”, debía dejar su cargo de inmediato.

Otra de las máximas autoridades que estuvieron en el punto de mira fue el fiscal Francesc Milia, acusado, entre otros hechos, por no pagar a sus acreedores y encubrir a los oficiales que actuaban como él, además de presionar a los detenidos para forzarles a prestar falso testimonio, reclamar favores y prebendas personales a cambio de su intervención y contratar a sicarios para que propinaran una paliza al notario de secuestros Bernardo de Labao.

Sobre ese último episodio profundiza en detalle Colom: “Corría el año 1565 y en el tribunal se dirimía una causa civil entre un vecino del pueblo de Valldemossa y un familiar del Santo Oficio. Como procurador del primero actuaba Bernardo de Labao y, del segundo, el propio fiscal. En un momento de una audiencia ante el inquisidor Gual surgió una acalorada discusión entre ambos procuradores y Labao acusó al fiscal diciéndole que 'él no había muerto a hombre ni hechole matar como el dicho fiscal lo hacía'. Unos días más tarde, el notario de secuestros fue agredido por un desconocido cuando regresaba a su casa”. Como incide el historiador con base en lo narrado en el expediente de Andrés Santos, en la visita se descubrió que el instigador de la agresión había sido el propio fiscal, quien se había puesto en contacto con un conocido para informarle de que “un hombre le había hecho un agravio y le había de hacer placer de darle palos para satisfacer su honra”.

En la misma línea que Gual, el acusador atribuyó las imputaciones a las calumnias y a la inquina de los enemigos del Santo Oficio, puesto que, aseguró, él siempre había actuado de acuerdo a la doctrina. Milia también acabó retirado de su cargo como consecuencia de estos hechos.

Exigencia de sobornos a presos y familias

Las corruptelas también alcanzaron los niveles inferiores, como sucedió, entre otros, en el caso del receptor Nicolau de Pacs, quien cometió la negligencia de embolsarse todo el dinero que debía acabar en el erario del Santo Oficio en concepto de censos y multas. Por su parte, el alcaide de las prisiones secretas, Rafel Torelló, fue investigado por exigir dinero a los presos y a sus familias. Como documenta Picazo, Torrelló se dirigió a los familiares de uno de los detenidos, el maestro Miralles, para 'sugerirles' que le abonasen cien libras a cambio de facilitarle la vida en la cárcel e interceder por él ante el Inquisidor. También se le acusaba de generar un caos organizativo nunca visto en las prisiones de gran magnitud.

El visitador también hizo referencia en sus pesquisas a la situación del Santo Oficio en Menorca, cuyos miembros gozaban de privilegios de los que no disfrutaban los oficiales de Mallorca, como el hecho de estar exentos del pago de tributos. Los integrantes del tribunal alegaron que no recibían ningún tipo de salario y que se trataba de una cuestión “histórica” forjada en los inicios de su implantación en la isla. Otra de las anomalías detectadas por Santos fue la relativa al nombramiento del comisario -máximo responsable de la Inquisición en Menorca-, quien hacía cuarenta años que ejercía como tal, mientras que el receptor era su hermano y el fiscal, su sobrino. “Sin duda, nos encontramos ante una verdadera red de poder familiar, con una extensa clientela que abarcaba toda la isla y casi toda la representación estamental de ésta”, señala Picazo en Inquisició i corrupció.

Antes de que el visitador concluyese sus diligencias, los jurados de la Universitat le hicieron llegar un largo escrito en el que reclamaban, a tenor de las irregularidades detectadas, suspender a todo el personal inquisitorial de Mallorca; que todos y cada uno de sus futuros miembros garantizasen ser pacíficos, estar casados legítimamente, ser honestos y no ser “bandoleros ni fascineros”; que el Inquisidor no pudiese favorecer a los familiares ni a los oficiales ni los protegiese si modificaban caminos o construían sus casas en los espacios públicos, y que los familiares no pudieran detener a ningún ciudadano si no era con una orden expresa del Inquisidor.

Pese a que la investigación del visitador se encontraba en su recta final, los problemas aún permanecían. No en vano, en 1580 llegaron a la Suprema innumerables cartas y memoriales que aludían al violento comportamiento de los familiares, incluso una vez destituido el Inquisidor Miquel Gual. Así lo señala Picazo, quien apunta que en 1614 las autoridades redactaron un extenso documento sobre las anomalías detectadas solo en ese año y que afectaban principalmente a la figura de los familiares del Santo Oficio, lo que derivaba en graves conflictos internos. Los problemas que generaban, explica el historiador, no cesaron, teniendo en cuenta sobre todo, como puso de manifiesto Santos, que en la Inquisición de Mallorca era costumbre que el nuevo inquisidor revocase a los familiares y colocara a todos aquellos que se mostraban más favorables a su causa, fomentando aún más las redes clientelares.

Detenidos en las “casas del pecado”

Dadas las violentas luchas entre bandos que se producían en Mallorca, la Corona llegó a emitir una orden en la que prohibía el uso de determinadas armas, principalmente en el caso de los familiares. De hecho, varios oficiales testificaron en 1609 que siempre que se habían topado con estos informantes del Santo Oficio portando armas los habían llevado ante el Inquisidor para que les impusiera el correspondiente castigo. También cuando los habían sorprendido en algún burdel. El caballero Joan Berard confirmó, de hecho, que en una ocasión había detenido a un familiar en un prostíbulo a pesar de que el sexo fue uno de los ámbitos que con más beligerancia reprimió la Inquisición. Por ello, la monarquía pidió extremar la vigilancia en las “casas del pecado”.

Numerosas voces, además, habían hecho llegar al Consejo de la Inquisición su convencimiento de que no sería posible superar la situación de corrupción mientras los máximos responsables del tribunal fuesen oriundos de la isla, motivo por el que Santos proponía que el Inquisidor no fuese natural de la tierra para evitar más conflictos internos. La adopción de esta medida puso en evidencia la conveniencia de la misma a la hora de evitar que el tribunal, con un inquisidor mallorquín, “se decantara, con todo lo que ello suponía, por uno u otro bando nobiliario, algo que era cada vez más evidente en la espiral de violencia a la que se veía abocada la sociedad mallorquina”, expone Colom, como había sucedido con los hermanos Pere Antoni y Lleonard Saforteza, involucrados en diversos acontecimientos delictivos como consecuencia de su decidido protagonismo en las luchas nobiliarias. 

Una de las medidas más contundentes adoptadas por la Corte fue impedir que los inquisidores de Mallorca fuesen oriundos de la isla para evitar conflictos y que se decantasen por uno u otro bando nobiliario

Un expediente “extremadamente valioso”

Una vez finalizado el expediente, el visitador lo remitió a la Corte. Se trataba, señala Picazo, de un documento “extremadamente valioso” por cuanto efectuaba un examen preciso de la situación en que se hallaba el tribunal en Mallorca, tanto en lo material -relativo a la necesidad de infraestructuras adecuadas- como en lo económico. Santos manifestaba que las edificaciones utilizadas por el Santo Oficio eran absolutamente precarias y que las celdas eran tan estrechas que no había espacio para más de tres, insuficientes para la cantidad de reos que alojaban. Pero, sobre todo, hacía hincapié en la exigencia de cesar de forma fulminante a todo el personal del Santo Oficio mallorquín. “El mal nombre y la pésima percepción que tenía el tribunal isleño en todo su distrito y la corrupción sistémica que imperaba demandaban una actuación drástica”, subraya Picazo.

El investigador señala que las decisiones adoptadas por la Corte fueron “fulminantes”: “Los responsables acabaron cesados y otros, multados y, tras Gual, ya no habría ningún otro inquisidor mallorquín. Además, se recortó el tiempo en el que podían permanecer en su cargo. Antes permanecían en él hasta que morían y creaban así sus redes de poder”, explica. 

En cuanto a la deplorable situación económica que había arrastrado el tribunal mallorquín -que requirió de las consignaciones y remesas de dinero de otros tribunales para poder subsistir-, las condenas dictadas en el siglo XVII contra los xuetes -nombre con el que se conoce a los descendientes de una parte de los judíos mallorquines convertidos al cristianismo e influyente grupo social dentro del panorama económico de finales de ese siglo- “aportaron valiosos patrimonios con los que hacer frente al funcionamiento financiero del tribunal y marcaron un antes y un después en la economía del tribunal”, señala Colom. “El camino fue largo y no exento de dificultades, pero es evidente que la Inquisición de finales del siglo XVII, como institución, nada tenía que ver con la imagen que de ella tenía la sociedad isleña cien años atrás”, sentencia.

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