El paraíso para turistas convertido en la tumba de miles de migrantes: la triste historia de la ruta Argelia-Formentera
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“Algunos barcos, además del pasaje y la mercancía, transportan el futuro. A principios de los años cincuenta del siglo XX, el futuro se acercaba a Formentera por mar y con acento francés”. Las dos primeras frases de No quedan flores en Formentera, novela de Javier González Granado, recién publicada, esbozan una escena. Permiten imaginarla.
Un velero –dos mástiles, casco blanco, velas ocres– está fondeado frente a una costa virgen. Al fondo, un acantilado. Escarpado, majestuoso. De frente, una playa. Resplandeciente, virgen. En la arena no hay toallas ni sombrillas ni chiringuitos. Ni mucho menos, las tejas de una humilde pensión asomando entre los pinos. Si acaso, alguna caseta de madera elevada sobre las rocas. Los tablones guardan un llaüt. También cobijan a su patrón. Manos de piel curtida remendando redes, ordenando aparejos, un trabajo que se hace a la sombra. El sol es para secar la pesca de los últimos días; algunas rayas. Cuelgan las capturas del voladizo de la caseta.
En la cubierta, varias parejas aprovechan los rayos de los que se protege el pescador. Desabrochan camisas de lino, anudan bikinis, se lanzan al agua de cabeza. Bracean, se salpican, trepan a bordo, agrandan las pupilas tras el vidrio oscuro de las gafas, se tumban sobre los tablones de proa, alguien toma una guitarra y canturrea algo que está de moda en los cafés de Montmartre. Ellos –y ellas– son el verano. Entregan su piel tersa a la luz mediterránea, piel blanca cuando zarpó el velero, piel bronceada después de varias semanas en el mar. Piel que no teme a la muerte. Piel que disfruta de la tranquilidad que da tener dinero. Piel que navega sin reloj, por puro placer. La piel de los primeros turistas que pisan Formentera: la han descubierto después de recorrer la línea de 160 millas náuticas (247 quilómetros) que conecta Argelia con la isla.
Es la misma ruta, el mismo mar, que, sesenta años después, se tragará a miles de migrantes. Según un estudio de la ONG Caminando Fronteras, sólo en 2024, hay más de quinientos muertos, cinco veces más que en el Estrecho de Gibraltar. La mayoría de las víctimas son desaparecidos. Es improbable encontrar un cuerpo cuando una barca naufraga lejos de la costa.
Ferdinand Laborey, el 'padre' del turismo francés
Javier González Granado trabaja de notario y ejerce de curioso. Colecciona detalles que le sirven para escribir. Cuando se documentó para su novela (una radiografía, ficcionada, de la isla que acogió a parte de la contracultura europea y estadounidense entre el final de los sesenta y el principio de los setenta) no pasó por alto que el turismo arrancase en Formentera siguiendo una travesía calcada a la que en los últimos años intenta un número cada vez más grande de personas que quieren entrar en la Unión Europea. Hay dos fechas que explican el cronograma que traza el escritor. La primera es 1958. No ha empezado la guerra de independencia y Argelia es todavía una colonia francesa. La distancia entre aquella costa y la isla es tan corta, más corta de la que hay entre Formentera y Barcelona, que resulta lógico que la bohème venga en barco desde los puertos de Argel o de Orán.
El turismo arrancó en Formentera siguiendo una travesía calcada a la que en los últimos años intenta un número cada vez más grande de personas que quieren entrar en la Unión Europea. En 1958 todavía no había empezado la guerra de independencia y Argelia era una colonia francesa. La distancia entre aquella costa y la isla es tan corta, más corta de la que hay entre Formentera y Barcelona, que resulta lógico que la bohème viniera en barco desde los puertos de Argel o de Orán
Eso hizo Paul Lombard con su velero, el mismo velero que aparece en el comienzo de No quedan flores en Formentera. “Para esos jóvenes, que podían ir primero desde la Costa Azul hasta Argelia, antes de seguir hacia Formentera, aquel era un viaje exótico, la aventura perfecta después de haber estado durante el invierno cazando en Chad. Es dramático pensar que, en el mismo mar, son los descendientes de aquellos argelinos que lucharon por su independencia quienes ahora se juegan la vida para llegar a Formentera… de camino a Francia”, dice Javier González Granado.
Para esos jóvenes, que podían ir primero desde la Costa Azul hasta Argelia, antes de seguir hacia Formentera, aquel era un viaje exótico, la aventura perfecta después de haber estado durante el invierno cazando en Chad. Es dramático pensar que, en el mismo mar, son los descendientes de aquellos argelinos que lucharon por su independencia quienes ahora se juegan la vida para llegar a Formentera… de camino a Francia
La segunda fecha, la que completa el cronograma, es 1968; quizás, la primavera más famosa del siglo XX. La coincidencia es particular. Mientras los estudiantes franceses están ensayando una revolución, cultural y política, que fracasará (al menos en lo político), un emprendedor francés ensaya otra revolución, cultural y económica, que triunfará (al menos en lo económico).
Ferdinand Laborey, uno de los marineros que, diez años atrás, había visitado Formentera en aquel barco de Paul Lombard, se dedica a vender paquetes de vacaciones para visitar la isla. Los formenterenses no habían visto nada igual. Más que un turoperador, Laborey ha inventado un animal mitológico. Quizás por ello, lo llama el Club des Argonautes. El vellocino de oro que buscaban Jasón y sus compañeros lo encuentra este avispado empresario en una finca de Cala Saona. La compra para venderla, dividida en parcelas de dos mil metros, pedazo a pedazo. En cada parcela, una casa; en cada casa, un francés. Muchos de los inversores –o sus descendientes– conservan esa propiedad a día de hoy. Entre medias, el Club des Argonautes de Laborey provoca que las pocas fondas que existían en la isla empiecen a funcionar como hoteles. El primero en creer en el primer proyecto de turismo organizado que conoció Formentera es una fonda del puerto.
Cada vez más gente podía permitirse dos semanas bajo el sol. Las vacaciones mediterráneas estaban dejando de ser tan sólo –aunque nunca dejarán de serlo del todo– un privilegio retratado en novelas como El talento de Mr. Ripley. Las vacaciones mediterráneas se estaban convirtiendo en objeto de deseo, una conquista aspiracional para las clases medias que florecen en la Europa democrática. El dueño de la fonda supo leer la oportunidad. Vicent Mayans, pese a su desgracia, tenía mundo. Antes de ser hostelero se había quedado huérfano de padre. Cuando su padre emigró a Cuba para morir en Camagüey, había estudiado para maquinista naval en Barcelona, se había hecho republicano, exiliado en Francia, perdido dos guerras, sufrido un par de años en un campo de concentración marroquí, y reconvertido, junto a su madre, una lonja de pescado en una humilde casa de huéspedes a la que bautizan como el puerto, La Savina.
Tal vez, gracias a ese bagaje vital, Vicent Mayans aceptará el guante que le lanzan en una lengua que no le resulta extranjera y pondrá a su isla a competir con Niza, Cannes o Saint-Tropez. En la web de este negocio familiar, que sigue existiendo, lo explican así: “Un industrial francés (Sr. Laborey) programa estancias de jóvenes del entorno de París en nuestra isla. Para tal iniciativa contacta con la Fonda La Savina a través de nuestro abuelo Vicente en el año 1968. A lo largo de dos décadas, miles de jóvenes franceses veranean en la isla practicando deportes náuticos y pesca submarina, y viviendo paralelamente de forma desinhibida las relaciones entre sexos, con sus noches de música y baile, amor libre, etc.”.
Javier González Granado añade: “Pero es que, fíjate, mientras el turismo está eclosionando en Formentera gracias a los franceses, Nanterre, donde se alzan en mayo los intelectuales y los universitarios, que era un campus recién construido, ya estaba rodeado por los poblados de chabolas en los que vivían los primeros musulmanes que llegaron a París después de la guerra argelina. Pasa el tiempo y el problema sigue siendo el mismo. En el caso de la sociedad francesa, la falta de integración de la segunda o tercera generación de inmigrantes. Pero nos acostumbramos a esas noticias cuando se convierten en rutina. Es lo que ha pasado en Formentera con la llegada de las pateras”.
Formentera recibe el 40% de los migrantes
Apenas llevaba unos días en su nuevo empleo –coordinadora de Cruz Roja en las Pitiüses– cuando una llamada de la Guardia Civil dejó boquiabierta a Mary Castaño Planells. “¿Cómo? ¿Cuatro migrantes han llegado en barca a Cala Salada?” Ocurrió en septiembre de 2017. “Ni siquiera sabían que las pateras habían aparecido en Eivissa”, dice, “porque entonces todavía preferían la ruta de Murcia o Almería, que les queda más cerca. Luego se dieron cuenta de que desde Balears también podían saltar a la península y, de ahí, a Francia o Bélgica, que es donde casi todos los argelinos quieren ir porque tienen familiares o amigos”.
Siete años y tres meses después de aquella primera vez, gestionar la asistencia (ropa, alimento, higiene, traducción, escucha, afecto) que apenas cinco profesionales y varios centenares de voluntarios le dan a estas personas se ha convertido en un reto que en la agenda de Mary Castaño se repite todos los meses. Este año, prácticamente todas las semanas. Alguna semana, casi todos los días. Trasladando las historias humanas a la estadística se dibuja un gráfico que no encuentra techo. A nivel balear: 41 embarcaciones y 507 migrantes en 2019; 176 embarcaciones y 2.637 migrantes en 2022; 340 embarcaciones y 5.712 migrantes en 2024. Solamente Formentera ha recibido un 40 por ciento de las embarcaciones y de los migrantes.
Al archipiélago llegaron 41 embarcaciones y 507 migrantes en 2019; 176 embarcaciones y 2.637 migrantes en 2022; y 340 embarcaciones y 5.712 migrantes en 2024
Eivissa y, sobre todo, Mallorca se reparten el resto, pero la isla más pequeña y menos poblada del archipiélago carece de base permanente de Salvamento Marítimo, de lancha de Guardia Civil, de centro de menores, de comisaría de Policía Nacional, de delegación de la Cruz Roja para enfrentarse a esta emergencia, una emergencia que no avisa y comparece en oleadas. Entre el 27 de noviembre y el 4 de diciembre, de miércoles a miércoles, se rescató a 313 migrantes en tierra o a unas millas de la costa.
Formentera carece de base permanente de Salvamento Marítimo, de lancha de Guardia Civil, de centro de menores, de comisaría de Policía Nacional y de delegación de la Cruz Roja
El Gobierno rechaza que la ruta esté consolidada
Pese a los datos, y a las imágenes, y a los testimonios, de quien sobrevive al viaje y de quienes los rescatan y les ayudan; pese a la demanda de los tres grupos políticos que tienen representación en el Consell de Formentera, de varios colectivos ciudadanos, de organizaciones no gubernamentales, y sindicatos de las fuerzas del orden, el Gobierno piensa distinto. En Moncloa no creen que la isla se haya convertido en una Lampedusa española.
“Ninguna ruta de las mafias que favorezca la inmigración irregular es considerada como consolidada porque todo nuestro trabajo va en la dirección de poner esfuerzos para que las rutas no se consoliden, luchar contra las mafias y favorecer la migración segura, legal y ordenada. (...) El trabajo de España con Argelia evita el 40 por ciento de la salida [de pateras]. Eso es salvar vidas”. La declaración data del 19 de noviembre y es de Fernando Grande-Marlaska. El ministro del Interior contestó, en el Senado, a una pregunta del popular Miquel Jerez. El senador, que es ibicenco y ocupa un escaño por designación del Parlament de les Illes Balears, replicó:
–“Negar la existencia de una ruta consolidada es una torpeza y una tozudez. Con estas declaraciones se confirma que en la lucha contra las mafias y la gestión de menores estamos más abandonados que nunca. El Gobierno ha desaparecido: en Balears no se pueden controlar mil seiscientos quilómetros de costa con las embarcaciones que tenemos. Estamos en franca desventaja y las administraciones locales están al límite, solas y abandonadas. España no tiene una política migratoria clara porque no hay medios para combatir estas avalanchas”.
Sin futuro en Argelia
Fue en la estación marítima de Eivissa, un 22 de septiembre de 2021. El cadáver de Abdelaziz Bouteflika todavía estaba caliente –en sentido figurado– cuando aquella docena de argelinos que esperaba un ferry para viajar a Barcelona atacó al muerto. Muy duramente. Les daba igual que el líder militar del Frente de Liberación Nacional, el ministro de Exteriores que tramó golpes palaciegos, el presidente que ganó elecciones después de una larga temporada de ostracismo, el dirigente amigo de las naciones sin estado, el protector del gas, el dictador, de facto, que controlaba con mano de hierro los medios de comunicación en el último, y más convulso, tramo de sus dos décadas al mando, llevase algo más de dos años fuera del poder (se marchó pidiendo perdón al pueblo) y un par de días enterrado en el cementerio de El Alia, donde reposan los restos de otros mártires de la lucha anticolonial.
Para aquella docena de argelinos –todos hombres, casi todos menores de treinta años–, Bouteflika era el culpable, el principal culpable, de que ellos hubieran abandonado sus hogares sin planes de regreso. Traducidos del árabe al castellano por un compatriota, un camionero que vivía en Valencia desde finales de los noventa y que se encontraba por trabajo en la isla, empezaron a escupir motivos para haber reunido el coraje, y los miles de euros que les exigieron los barqueros, para entrar por mar, e ilegalmente, en la Unión Europea. “Crisis”, “paro”, “corrupción”, “represión”, “inseguridad”. “En Argelia no hay futuro”.
El azar les había hecho partir de las playas de Tipasa el 16 de septiembre, un día antes de que un infarto terminase, a los ochenta y cuatro años, con el ex presidente Bouteflika. Del fallecimiento se enteraron mucho después de alcanzar Formentera. La Guardia Civil los encontró deshidratados, desnutridos y acongojados después de cuarenta y ocho horas en el mar. Ninguno había navegado antes, ninguno quería volver a navegar más que para alcanzar la península y cruzar los Pirineos. El horizonte, para la mayoría, era París; para otros, Lyon o Marsella. En la intranet del Ministerio del Interior, para el grupo al completo, se empezaban a tramitar órdenes para devolverlos a Argelia. A esa posibilidad, sin embargo, no le temían demasiado. Sabían que los centros de internamiento de extranjeros estaban a reventar y que allí no iban a encerrarlos. Esperaban, pues, que la burocracia española fuera lenta y garantista y, en el tiempo que tardaran los expedientes en resolverse en Madrid, confiaban en dejar de ser unos espaldas mojadas para las autoridades de la República de Francia, la misma república a la que combatieron sus abuelos.
Los argelinos se sentían supervivientes. De alguna manera, “exiliados políticos”. Como escribió Jorge Drexler en Bolivia, una letra del exilio, el péndulo viene y va (y cambia la itinerancia, y los barcos van y vienen, y quienes hoy todo tienen, mañana por todo imploran): de Formentera, la única isla balear desde la que no hubo migración económica hacia la colonia francesa, zarparon, en cambio, dos llaüts, en el 36 y el 37, hacia Argel. A bordo, anarcosindicalistas huyendo de la represión franquista. El mismo viaje –en sentido opuesto–, el mismo trance, motivos muy parecidos. Los argelinos no querían volver por nada del mundo a un país donde “la policía no recibe nada bien a quien intenta marcharse y no lo consigue”.
Por eso, estaban felices, y se lo decían, vía Facebook, a los familiares y amigos que les quedaban en su país y, también, a los que les esperaban en la banlieue, la periferia de las ciudades francesas. Comunicarse con los del norte y los del sur era posible gracias a unas tarjetas sim que habían comprado cuando, tras las setenta y dos horas de custodia, la Policía Nacional les dejó libres. Pasaron el filtro. Antes se comprobó que no tuvieran menos de dieciocho años ni que estuvieran implicados en las redes que favorecen la inmigración irregular, el delito al que se enfrentan los timoneles de las pateras. Es decir, en las mafias que sacan tajada económica y que, recientemente, han llegado a protagonizar un episodio violento. En octubre, una barca embistió a una lancha de la Guardia Civil frente a Formentera. Era más grande y más potente que las que suelen quedar abandonadas en las calas y los escollos cuando termina la ruta. Trataba de huir de regreso a Argelia.
Más mujeres, niños y embarazadas
“No sólo nos dedicamos a atender a los migrantes, pero desde que esa atención forma parte de los servicios que tenemos concertados con el Gobierno, nos implica estar pendientes veinticuatro, siete. La logística tiene que activarse rápido y hay que movilizar a muchos voluntarios, sin los que no seríamos nadie”, explica Mary Castaño. En cualquier momento puede localizarse una patera y, normalmente, después aparecerán otras. Suelen salir en flotilla y luego se van dispersando en el mar. Si todo va bien, los migrantes desembarcarán o les rescatarán en alta mar. Pero no siempre es así. Lo más próximo: el 16 de diciembre, entre dos –cifra confirmada– y seis personas –cifra estimada– murieron en un naufragio, también en Formentera. El 29, hubo cuatro ingresos por hipotermia en el pequeño hospital de la isla.
“Igual que no se pueden olvidar las marcas que les dejan en la piel el agua salada y el combustible, una mezcla muy corrosiva, también se te quedan grabadas las miradas de quienes han hecho el viaje. Hay mucho agradecimiento en ellas”, dice la coordinadora de Cruz Roja. Desde que se puso el chaleco de la institución, ha cruzado sus ojos con los de muchos migrantes. Cada vez, como apunta el último informe de Caminando Fronteras y confirma ella misma, el paisanaje es más diverso. Hay más árabes y subsaharianos (por el caos libio, que les impide cruzar hacia Lampedusa y Pantelaria, y les conduce hacia al oeste, donde Túnez vuelve a empujarlos al Sáhara argelino, otra ratonera). Hay más menores (que se embarcan solos o acompañados). Hay más mujeres (como la que denunció hace un mes que, durante la travesía a Formentera, fue violada dos veces –la ginecóloga constató las lesiones vaginales– por el hombre que capitaneaba una patera donde ninguno de los otros quince tripulantes hizo nada por ayudarla: en total, eran diecisiete personas, los mismos años que tenía la víctima). Hay, incluso, mujeres embarazadas.
Igual que no se pueden olvidar las marcas que les dejan en la piel el agua salada y el combustible, una mezcla muy corrosiva, también se te quedan grabadas las miradas de quienes han hecho el viaje. Hay mucho agradecimiento en ellas
Viuda y madre
“Estas manos abrazan un vientre en el que flota una criatura de 20 semanas, como flotando ha llegado a las costas de las Pitiusas esta gestante. Ella es una mujer magrebí nacida en 1990, aunque sus manos curtidas parezcan tener muchos más años. A su lado, dos nenas de 7 y 11. En su memoria, el padre de las criaturas, que no sobrevivió a la travesía. (...) Cuando la atiendo en Urgencias, con emplastos para las quemaduras solares de su rostro, coloco con delicadeza unas gasas húmedas sobre sus labios, y le digo: ana mumarred (soy enfermero), ella esboza una sonrisa y, a pesar de la deshidratación, se le humedecen los ojos. Le digo mi nombre y murmura: Ilias. Tal vez, en la matriz de esta mujer argelina esté flotando el próximo Lamine Yamal. E incluso podría ser que ese futuro genio balompédico, llegase a llevar el nombre del mumarred que, tras desembarcar de la patera, le habló en árabe a su madre: Elías Anwar”.
Elías Oliver Albertos –valenciano, enfermero hijo de enfermeros, licenciado en Periodismo, cooperante en la isla de Quíos– tenía turno en el hospital de Can Misses cuando le practicó unas curas a esta futura madre que ya era también una viuda reciente. Apenas llevaba unos meses trabajando en el sistema público de salud pitiuso. Conocía la realidad migratoria de Eivissa y Formentera, con puntos comunes, aunque a una intensidad menor, con la que vivió cuando estuvo en el Egeo (otoño de 2016, crisis de los refugiados de la Guerra de Siria), pero todavía no había atendido a ningún migrante.
El enfermero pidió permiso a la paciente para fotografiar sus manos. La diestra está cerrándose en puño sobre algo blanco, un pañuelo o una de las gasas como las que le han humedecido los labios. La zurda, abierta, reposa la palma sobre el útero. Entre palma y útero, el pijama hospitalario, de lunares. Bajo los lunares, un bebé que, haciendo la cuenta, debió haber nacido a mediados de diciembre. La imagen, junto al relato, la publicó en su perfil de Instagram el 31 de julio.
Todo el mundo hablaba aquellos días de las raíces de los dos delanteros de la selección española: el català Lamine Yamale (mitad marroquí, mitad guineano) y el euskaldun Nico Williams (hijo de una ghanesa que saltó la valla de Melilla embarazada de su primogénito, el también futbolista Iñaki). El fútbol, espejo social, reflejo histórico, unidad de medida de la cohesión y el relato. Había pasado una semana desde la victoria de España en la final de la Eurocopa. El derrotado era un equipo nacional con más presencia aún de genética africana en la convocatoria: Francia, el país de aquellos argonautas que pusieron a Formentera en el escaparate turístico tras alcanzarla, años antes y en velero, desde Argelia. Entonces fue el camino hacia el paraíso. Ahora es el pasillo migratorio más peligroso del Mediterráneo occidental, la tumba de miles de migrantes.
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