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Un tiempo de revueltas (lectura de Alain Badiou)

Primero fue Túnez, Egipto, la “primavera árabe”. Luego, la indignación en España, Grecia, Estados Unidos, Portugal. Más recientemente, los movimientos en Brasil, Turquía o Bulgaria. ¿Qué tipo de revueltas son estas? ¿Cómo resuenan entre sí? ¿Tienen algo en común? ¿Qué lugar ocupan en la larga historia de la política de emancipación? ¿Comparten problemas o desafíos?

El filósofo francés Alain Badiou se atreve con estas preguntas enormes. En su libro El despertar de la Historia, ensaya una interpretación a un tiempo filosófica, histórica y política de la onda de rebelión que se propaga un poco por todas partes desde 2011.

Badiou es, en palabras de uno de sus comentaristas, “un gran sistematizador y un excelente periodizador”. Es verdad. Acostumbrados al presente que construyen los medios de comunicación, un presente confuso y sin memoria donde nada parece relacionado con nada y todo se evapora rápidamente, impresiona mucho la claridad y el alcance histórico de su reflexión. El tipo piensa en siglos y épocas, un timeline muy diferente del habitual.

Creo que su relato histórico puede tener varios efectos positivos entre quienes nos sentimos concernidos por el porvenir de todo lo que se abrió con la ocupación de las plazas en mayo de 2011. En primer lugar, mitiga la sensación de urgencia y ansiedad que nos mueve a exigirle a los procesos resultados inmediatos, recordándonos el tiempo largo de las transformaciones reales y su carácter no lineal, sino más bien con mareas altas y bajas. En segundo lugar, atempera el afán de novedades que nos hace saltar constantemente de una cosa a otra y vuelve imposibles los diálogos entre pasado y presente, insistiendo en que lo nuevo es sobre todo una manera inédita de mirar problemas muy, muy antiguos (qué queremos, cómo nos organizamos, etc.).

Por último, puede tal vez ayudarnos a elaborar una noción menos angustiada y angustiosa de responsabilidad hacia lo que sucede, porque muestra cómo la transformación social está y a la vez no está en nuestra mano, depende y a la vez no depende de nuestra voluntad (y nuestro voluntarismo). Es decir, no es un “producto” que se diseña y se ejecuta según un plan maestro, aunque tampoco es un “milagro” que debamos simplemente esperar. Depende de acontecimientos: rupturas en el orden de cosas, imprevisibles y sin autor, que proponen nuevas posibilidades de acción y existencia. Pero sobre todo depende de lo que sepamos hacer con ellos: la política consiste en dar sentido y duración a estos acontecimientos, en cuidar y prolongar algo que no hemos decidido o decretado nosotros, algo que siempre es una sorpresa. Es lo que Badiou llama “fidelidad”.

En el texto que puedes leer a continuación, presento de manera resumida (espero que no demasiado inexacta) las tesis del filósofo, usando para ello muchas veces sus propias palabras, salpicando la exposición de algún comentario al hilo y apuntando al final alguna duda.

Revuelta inmediata y revuelta histórica

Nuestro tiempo está marcado por las revueltas, ¿pero de qué tipo son? Badiou propone una distinción aclaratoria entre “revuelta inmediata” y “revuelta histórica”. La revuelta inmediata es muy breve (una semana a lo sumo), está circunscrita espacialmente a los lugares donde viven los manifestantes, se extiende por imitación entre lugares y sujetos idénticos, ella misma es internamente muy homogénea y por lo general carece de palabras, declaraciones u objetivos. Badiou está pensando por ejemplo en la revuelta de las periferias francesas de 2005 o en los episodios de pillaje en Londres durante el verano de 2011 (ambos casos provocados por muertes vinculadas a actuaciones policiales más que dudosas). La revuelta inmediata es más nihilista que política. Se consume en el rechazo y en la ausencia de perspectivas. Es incapaz de abrir un porvenir.

Por su lado, la revuelta histórica se desarrolla en un tiempo más largo (semanas, incluso meses), se localiza en un espacio central y significativo de las ciudades, se extiende incluyendo a distintos sujetos, su composición interna no es homogénea sino un mosaico de la población (un poco de todo) y en ella la palabra circula, hay objetivos y demandas (aunque no programas). Badiou está pensando sobre todo en la primavera árabe, pero también incluye aquí al 15-M, Occupy, etc. La revuelta histórica es capaz de unir lo que normalmente está dividido (personas con distintos intereses, identidades, ideologías). Hace presente lo que estaba ausente (o “dormido”, según la metáfora de Sol). No se agota en sí misma, sino que desencadena nuevos procesos.

Las revueltas históricas reabren el juego de la Historia. Por un lado, sacuden la visión establecida del mundo. En nuestro caso, el relato del “fin de la Historia” (la idea de que el matrimonio feliz entre capitalismo y democracia representativa constituye la única forma de organización social viable) y la reducción de la vida a vida privada y búsqueda del propio interés. Por otro, activan la capacidad colectiva de transformación de la realidad. Es decir, descongelan la historia poniendo en marcha otra secuencia de la política de emancipación. En el caso de las revueltas actuales, sería la tercera.

Las tres secuencias de la política de emancipación

La historia de la política de emancipación está organizada en secuencias o fases. Las secuencias se abren por acontecimientos (que generan nuevas posibilidades para la acción colectiva) y se cierran por problemas (puntos de detención y finalmente de parálisis de las prácticas políticas). Entre secuencia y secuencia existen “periodos de intervalo” en los que, como dice la frase célebre, “lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”.

Entre 1789 (año de la Revolución Francesa) y 1871 (la Comuna de París) se desarrolla la primera secuencia en torno a la idea-fuerza de la revolución entendida como derrocamiento insurreccional del orden establecido. Es la secuencia de formación del movimiento obrero, de las discusiones entre Marx, Bakunin, Proudhon y Blanqui, del socialismo utópico, de las minorías conspiradoras y las barricadas. El problema que agota finalmente esta secuencia es que las insurrecciones, sin concepto fuerte ni organización duradera, son reprimidas y masacradas una y otra vez. La secuencia se sella definitivamente con la sangre de los comuneros en el París revolucionario de 1871.

La segunda secuencia, entre 1917 y 1976, se organiza en torno a la idea de la revolución como conquista (fundamentalmente militar) del poder. El “cerebro” de esta secuencia es, naturalmente, Lenin. Su balance de la primera secuencia es el siguiente: la cuestión principal que deja pendiente es la de la victoria, cómo ganar y cómo hacer que la victoria dure. (Se dice que Lenin, no especialmente dado a las exteriorizaciones físicas de alegría, llegó a bailar en la nieve cuando la Revolución Rusa superó los setenta y dos días que duró la Comuna de París). Y la respuesta es el Partido: una capacidad centralizada y disciplinada, dirigida a tomar el poder y construir un Estado nuevo. A la lógica insurreccional le sucede por tanto una lógica de toma del poder. (A un español le vendrá a la cabeza probablemente como objeción la experiencia anarquista, pero Badiou parece considerar el anarquismo como un “pariente pobre” del marxismo-leninismo que nunca ha organizado realmente una sociedad más allá de algún episodio puntual y excepcional).

La segunda secuencia es la del comunismo estatal, la ciencia de la conquista del Estado, Lenin, Trotsky, Mao... pero también la del terror como herramienta de gobierno. El problema que agota esta secuencia es la identificación absoluta entre política y poder. La relación entre las tres instancias de la política (acción colectiva, organizaciones y Estado) se articula bajo la forma de la representación sin fisuras (“las masas tienen partidos y los partidos tienen jefes”, dirá Lenin). Y el Estado revolucionario se convierte finalmente en un aparato autoritario y separado de la gente que se relaciona con todo lo que no es él mediante una lógica de guerra: el otro como enemigo que se trata de neutralizar por todos los medios al alcance. La revuelta antiautoritaria de Mayo del 68, con su rechazo de la representación, de la división entre los que saben (y mandan) y los que no (y obedecen), de la política como un asunto exclusivo de partidos y especialistas, marcará el final de esta secuencia.

Intervalos

Como decíamos antes, entre secuencias existen “periodos de intervalo” donde lo viejo está agotado (aunque pesa como inercia) pero no sabemos aún qué es lo nuevo. No hay figuras compartidas y practicables de la emancipación: dispositivos replicables, imágenes comunes del porvenir, “linguas francas”. En los periodos de intervalo, como se puede suponer, el estado de cosas aparece como inevitable y necesario, incuestionable. La hegemonía de las ideas dominantes es muy vigorosa: “las cosas son así”, “siempre habrá ricos y pobres”. Y la rebelión se expresa a menudo teñida de nihilismo y desesperación (“no hay nada qué hacer, pero aún así...”). El periodo entre 1871 y 1917 fue un intervalo. Desde 1976 vivimos en otro. La secuencia organizada en torno a la idea-fuerza de la toma del poder se cierra (sin que prospere la renovación apuntada durante algunos años por Mayo del 68) y se impone la lectura conservadora de que toda revolución está abocada a la masacre y es mejor asumir por tanto el “mal menor” de la democracia representativa.

Pero algunas experiencias colectivas (como el propio Mayo del 68, el movimiento polaco Solidaridad, el zapatismo o la primavera árabe) empiezan a dibujar una hipótesis bien distinta: no es la idea de transformación del mundo la que ha quedado definitivamente impugnada en las checas y los gulags, sino la respuesta del Partido y la toma del poder. Estos acontecimientos pueden ser leídos por tanto como señales de que se está abriendo paso, lenta y fragmentariamente, una nueva secuencia donde el desafío es inventar una política a distancia del Estado. Esa es la revolución mental y cultural que proponen estos movimientos: concebir la política como creación (de posibilidades) y no como representación (de sujetos o demandas). Una política que exista por ella misma y no subordinada al poder y su conquista.

¿Significa esto que la política por venir debe desentenderse de los problemas del poder y el Estado (como en algunas tentativas de construir una sociedad paralela o en los márgenes de la oficial)? La respuesta es negativa. La política no debe confundirse con el poder, pero tampoco desentenderse de él, sino inventar modos de imponerle cuestiones sin colocarse en su lugar. Obligar al Estado sin ser Estado. Afectar y alterar el poder sin ocuparlo (ni desearlo). El desafío es pensar la articulación entre los tres términos de la política (recordemos: acción colectiva, organizaciones y Estado), no bajo la forma de la representación, sino más bien según un arte de las distancias (es decir, de conflictos y conversaciones entre instancias que no se confunden ni se “traducen” simplemente unas a otras).

Por todo ello, Badiou es muy crítico en general con la izquierda (también la alternativa) que sigue pensando con el cerebro de la secuencia anterior: “traducir” al plano institucional las demandas sociales, cuando los movimientos no se reducen a pedir cosas, sino que son también instancias creadoras de nueva realidad (nuevos valores, nuevas relaciones sociales, nueva humanidad); poner en el centro de toda actividad las elecciones, cuando el procedimiento electoral convierte en número, inercia y separación lo que en la calle se expresa como voluntad colectiva y transformadora (con las enormes decepciones consiguientes: después de Mayo del 68, De Gaulle; después de Plaza Tahrir, los Hermanos Musulmanes); proponer formas delegativas de la política que nos prometen cambiar el mundo sin tener que cambiar un ápice nosotros, etc.

Las formas de pensar de la secuencia anterior (representación, delegación, etc.) mantendrán su relativa vitalidad mientras no se inventen las figuras conceptuales y organizativas de la tercera secuencia. El problema es que aún estamos en un periodo de intervalo: las revueltas no son revoluciones. No saben qué poner en lugar de lo que derriban, ni qué nueva relación instituir entre los tres términos de la política. En eso consiste la “indecisión” (con trágicas consecuencias) de los manifestantes de Plaza Tahrir: “tiramos gobiernos, ¿y luego qué?” La misma idea de revolución está en crisis. Antes cada grupo o tribu política tenía la suya, pero la referencia era compartida. Ahora ya nadie sabe muy bien qué significa y usamos la palabra en forma lúdica (como la spanish revolution, un guiño al famoso gag de los Monthy Python).

Falta la Idea (escrito por Badiou así, en mayúsculas), es decir, una nueva visión de la vida en común, lo suficientemente clara como para presentarse como alternativa a esta sociedad (la idea comunista jugó ese papel en el pasado). Y una nueva articulación entre los tres términos de la política.

Pero podemos ser optimistas. Las revueltas abren de nuevo lo posible. Eso explica que el texto más entusiasta de la historia de la política de emancipación (El Manifiesto Comunista) se escribiese después de la derrota del levantamiento de 1848. Esa insurrección había abierto una brecha importantísima en la restauración del orden de 1815 tras los desórdenes revolucionarios de 1789. Hay fracasos y fracasos. Hay derrotas muy fecundas.

En un periodo de intervalo el mayor enemigo somos nosotros mismos: nuestra impaciencia, nuestra inconstancia, nuestro miedo a lo desconocido. Se requiere mucho coraje y tenacidad para no recaer las viejas respuestas ni tampoco desalentarse. ¿Cómo orientarnos sin recurrir a las viejas brújulas? No hay recetas ni atajos. La clave está sobre todo en la capacidad de invención de las prácticas reales, que no nos ofrece soluciones (que aplaquen nuestra angustia), pero sí las posibilidades para encontrar esas soluciones.

Por una promiscuidad teórica

Hasta aquí Badiou (o al menos mi resumen). Me gustaría señalar ahora para terminar un riesgo que me parece inherente a los grandes relatos (incluso si están tan bien construidos y hablan tan directamente a nuestro presente como el suyo). Lo haré a partir de los comentarios críticos de Badiou sobre el 15-M que se pueden encontrar en El despertar de la Historia y desperdigados por otras intervenciones posteriores.

A Badiou el 15-M le parece interesante (la toma de las plazas, el “no nos representan”, la creatividad, etc.), pero lo considera finalmente una “imitación débil de la primavera árabe”. Le critica sobre todo tres cosas: 1) no tiene ninguna idea precisa de victoria (como sí tenía la primavera árabe: “fuera Mubarak”, “fuera Ben Alí”), lo cual hace muy incierto su futuro; 2) es esencialmente un movimiento juvenil que no consigue involucrar a las clases populares, lo que explica que la derecha ganase holgadamente las elecciones posteriores; y 3) reclama “democracia real ya”, cuando la democracia es la pantalla de legitimación del poder financiero y por tanto reivindicarla no puede llevarnos muy lejos.

Ninguna de las críticas me convence plenamente. Ciertamente, el 15-M de las plazas no tenía una idea clara y compartida de lo que es una victoria, pero ¿no fue también eso lo que permitió el encuentro entre tanta gente distinta y desconocida entre sí? La energía generada en ese encuentro se ha ido organizando luego en direcciones y hacia objetivos concretos (PAH, mareas) y se mantiene viva, de forma latente y manifiesta. Es verdad que los egipcios y los tunecinos tenían un objetivo claro y eso catalizó las voluntades en un solo sentido, pero ¿y después? Una vez caídos Mubarak y Ben Alí, ¿no están los egipcios y los tunecinos tan perdidos/en búsqueda como nosotros?

Aceptemos que el 15-M de las plazas era fundamentalmente juvenil (aunque pocos espacios más plurales pueden encontrarse en la historia política española reciente). Pero ¿y luego? ¿No se diversificó enormemente el 15-M cuando aterrizó en los barrios o hizo alianza con la PAH? Muchos inmigrantes completamente ajenos a lo que sucedía en las plazas entraron en contacto con el 15-M por ahí. Un acontecimiento no es sólo el evento que lo inaugura, sino el proceso que abre. El rasgo incluyente del 15-M apareció ya en las plazas pero siguió produciendo efectos de apertura después. Y si es el déficit de heterogeneidad lo que explica que el PP ganase las elecciones, ¿no podríamos decir lo mismo de Mayo del 68 y la victoria posterior de De Gaulle?

Por último, la democracia que se reclamaba (y practicaba) en las plazas, ¿es equivalente de algún modo a la política parlamentaria? El significado de las palabras depende de quién las dice, dónde las dice y cómo las dice. En el contexto del 15-M, la palabra democracia remite más bien a la aspiración de una política ciudadana, no troceada en partidos peleados por el poder, capaz de hacerse cargo de los asuntos comunes (o al menos de tener algo qué decir sobre ellos). Y hay mucho trabajo experimental en marcha para concretar esa aspiración.

En definitiva, el 15-M de Badiou es demasiado un paisaje a vista de pájaro (también me lo parecieron sus comentarios sobre la revuelta turca). Pero, ¿no hay en todo gran relato un punto de distancia y abstracción que tiende a recortar la riqueza (y la complejidad y la heterogeneidad) de las situaciones singulares? Por ese motivo es muy importante que sean los propios habitantes de las situaciones los que generen sus nombres y las categorías para pensarlas. Y su propio sentido de la orientación. Sin descartar desde luego ninguna aportación externa, pero sin asumir tampoco ninguna como dogma. El amor que nos reclaman muchas veces los grandes filósofos es demasiado excluyente y posesivo. O uno u otro. O Badiou o Negri. O Agamben o Butler. Etc. Es mejor el amor libre o una cierta promiscuidad teórica. Es decir, con cariño y respeto (leyéndoles con atención y tratándoles con cuidado), poder estar con varios a la vez, tocar sin miedo y reapropiarnos de sus cacharros conceptuales, hacer combinaciones inéditas y, sobre todo, pensar siempre desde nuestras propias necesidades, desde nuestra propia biografía y trayectoria, desde las preguntas que nos ponen las situaciones de vida que atravesamos.

* Gracias a Pepe por su atenta lectura previa, observaciones y amables críticas!

Lecturas utilizadas para este artículo:

El despertar de la Historia, A. Badiou, Clave Intelectual (2012)

La Hipótesis Comunista, sobre la Comuna de París, Mayo del 68, la Revolución Cultural China... (extractos en castellano)

Controverse, un libro-conversación entre Badiou y Jean-Claude Milner (en francés)

Éloge du théâtre, Badiou sobre el teatro (en francés)

“Acontecimiento y subjetividad política”, conferencia de Badiou en 2012

“La figura del revolucionario de Estado. Igualdad y terror”, artículo de A. Badiou

“Lógicas del cambio: de la potencialidad a lo inexistente”, un texto de Bruno Bosteels sobre Badiou

Primero fue Túnez, Egipto, la “primavera árabe”. Luego, la indignación en España, Grecia, Estados Unidos, Portugal. Más recientemente, los movimientos en Brasil, Turquía o Bulgaria. ¿Qué tipo de revueltas son estas? ¿Cómo resuenan entre sí? ¿Tienen algo en común? ¿Qué lugar ocupan en la larga historia de la política de emancipación? ¿Comparten problemas o desafíos?

El filósofo francés Alain Badiou se atreve con estas preguntas enormes. En su libro El despertar de la Historia, ensaya una interpretación a un tiempo filosófica, histórica y política de la onda de rebelión que se propaga un poco por todas partes desde 2011.