La política es el conflicto por fijar la frontera entre lo tolerable y lo intolerable: la definición misma de dignidad. ¿Dónde está el umbral de lo que ya no toleramos más? Es en primer lugar una cuestión de percepción y de sensibilidad. Ese umbral de lo que rechazamos afirma al mismo tiempo una imagen de dignidad común. Alberto Casillas marcó la línea con su propio cuerpo en la puerta del bar donde trabaja como camarero. Ese gesto le ha convertido en héroe, no sólo de los que simpatizamos con el 25-S, sino de cualquiera que percibe y siente la represión policial de aquella noche como intolerable e indigna (“¡vergüenza!”).
Héroe normal y corriente. Héroe a su pesar. Héroe por accidente. Pero también: héroe contradictorio y paradójico. Porque Alberto Casillas es votante y afiliado del PP. Su gesto complica la visión descuadrando los estereotipos: las imágenes previas de lo que las cosas son. Los de la gente de izquierdas sobre los votantes del derechas. Los de Rajoy sobre la “mayoría silenciosa”. Al mismo tiempo. Es un símbolo muy poderoso: nos exige que prestemos más atención a las sensibilidades, los gestos y los comportamientos que a las identidades y la corrección política de las ideas.
No importa quién eres ni de dónde vienes, sino qué podemos hacer juntos. Ese era el principio rector de las plazas del 15-M. La práctica que el movimiento llamó “inclusividad”. Partir de problemas y situaciones que atraviesan a la sociedad transversalmente, no de identidades previas. Poner en primer plano lo que une: el rechazo de un sistema que nos convierte en mercancías en manos de políticos y banqueros; la aspiración activa a una democracia real (ya). Dejar en segundo plano lo que separa: las retóricas ideológicas e identitarias. Usar nombres comunes y abiertos donde cualquiera puede sentirse implicado (“indignados”, “99%”). Identidades no identitarias. La inclusividad no sólo es una astucia estratégica (para evitar la criminalización o que simpatice más gente), sino otra manera de entender y hacer política que confía en las capacidades de cualquiera y propone otras imágenes de convivencia.
“La lucha final” es la expresión que definió a la política revolucionaria del siglo XX. La emancipación (“el Hombre Nuevo”) pasaba por la destrucción del otro: el enemigo (de clase, nacional, etc.). La amenaza exterior, el otro radicalmente otro, sin rasgos de humanidad en común. Política épica, política de la guerra y la depuración. Hoy por el contrario nos hacemos preguntas muy distintas: “¿cómo vivir juntos?” “¿Qué nos une, a pesar de todo lo que nos separa?” “¿En qué consiste lo común?” Nadie va a desaparecer y este mundo compartido es el único que hay. ¿Es posible inventar una convivencia entre diferentes que no menoscabe la dignidad de nadie, la dignidad común? Política impura, incómoda, frágil. Que no afirma a una parte de la sociedad contra otra, sino que busca lo transversal una y otra vez. Que confía en la potencia del encuentro para transformarnos. Que confía, acoge y abraza a todos los Alberto Casillas del mundo.
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La política es el conflicto por fijar la frontera entre lo tolerable y lo intolerable: la definición misma de dignidad. ¿Dónde está el umbral de lo que ya no toleramos más? Es en primer lugar una cuestión de percepción y de sensibilidad. Ese umbral de lo que rechazamos afirma al mismo tiempo una imagen de dignidad común. Alberto Casillas marcó la línea con su propio cuerpo en la puerta del bar donde trabaja como camarero. Ese gesto le ha convertido en héroe, no sólo de los que simpatizamos con el 25-S, sino de cualquiera que percibe y siente la represión policial de aquella noche como intolerable e indigna (“¡vergüenza!”).
Héroe normal y corriente. Héroe a su pesar. Héroe por accidente. Pero también: héroe contradictorio y paradójico. Porque Alberto Casillas es votante y afiliado del PP. Su gesto complica la visión descuadrando los estereotipos: las imágenes previas de lo que las cosas son. Los de la gente de izquierdas sobre los votantes del derechas. Los de Rajoy sobre la “mayoría silenciosa”. Al mismo tiempo. Es un símbolo muy poderoso: nos exige que prestemos más atención a las sensibilidades, los gestos y los comportamientos que a las identidades y la corrección política de las ideas.