La filosofía nace como práctica, no como discurso, especulación o construcción de sistema teórico, sino como transformación de uno mismo a través de “ejercicios espirituales”: el diálogo, la meditación, la contemplación, el retiro, el examen de conciencia, etc.
Los estoicos, los cínicos, los epicúreos fueron escuelas para vivir la filosofía en común y aprender juntos lo que importa: cómo habitar plenamente el presente, cómo refinar una percepción no utilitaria del mundo, cómo prepararse para la muerte, cómo salir de uno mismo y prestar atención a los demás. Es decir, laboratorios experimentales de formas de vida, lugares de experiencia.
Son algunas cosas que uno descubre leyendo los trabajos maravillosos del pensador francés Pierre Hadot sobre la filosofía como forma de vida.
Con el triunfo del cristianismo se produce un giro y una escisión: de un lado queda el saber (teológico) y de otro los ejercicios espirituales (monásticos), todo ello en medio de una desconfianza general hacia lo sensual y terreno.
Nuestra relación con el saber es heredera del corte teológico. Pensemos en las Universidades: el conocimiento se transmite allí a cuerpos inmovilizados, separado de la pregunta por cómo vivir, de las prácticas y los ejercicios espirituales. La verdad que se busca ya no es la “verdad sensible” o la “verdad ética” a partir de la cual conducirse en la vida, sino una verdad abstracta o científica.
Hoy seguimos sufriendo las consecuencias de esa escisión: consumimos autores, libros y festivales de pensamiento como materia de discurso, forma de erudición o simple postureo, pero luego recurrimos cotidianamente a los manuales de auto-ayuda, las terapias y el mindfulness para tratar de vivir mejor.
Los discursos se separan de las prácticas y los “ejercicios espirituales” ya no apuntan a la transformación del sujeto, sino más bien a su estabilización -relajar, desconectar, aliviar- en un mundo que se nos ha vuelto ilegible e ingobernable.
Filosofía bruja
¿Podría tal vez entenderse desde aquí la atracción que han ejercido durante décadas las obras en las que Carlos Castaneda narra su proceso de aprendizaje con el brujo yaqui Don Juan Matus? Pero, ¿cuál es la relación entre filosofía y brujería?
Se cumplen ahora 50 años de la aparición del primer tomo de las enseñanzas de Don Juan. La contracultura y la psicodelia de los 60 acogieron los libros con entusiasmo. Vibraban en la misma onda: los “ejercicios espirituales” que planteaba Don Juan pasaban por los estados alterados de conciencia a través del uso de plantas alucinógenas.
Pero creo que la fuerza de los libros no está realmente ahí, sino en la narración de un proceso de conocimiento en el que está en juego la auto-transformación de un sujeto. Nuestra lectura hoy puede concentrarse en lo esencial: no tanto el recurso a las plantas alucinógenas (tan sólo una herramienta), como el contenido de las enseñanzas de Don Juan.
¿Qué enseña Don Juan? El camino del guerrero. ¿Y en qué consiste? En el aprendizaje (interminable) de una vida impecable, es decir, una vida vivida deliberadamente, en un mundo que es a la vez atroz, espléndido y enigmático. La filosofía como experiencia vital deserta de las facultades y las academias y reaparece por el lado de los brujos.
Don Juan es como los maestros a la antigua de que habla Hadot, aunque seguramente nunca hubo un estoico tan guasón como él. Su sabiduría no es teórica o discursiva, sino vital y encarnada. Lo que enseña no son discursos, sino reglas de conducta para llevar una vida “fuerte y clara” en medio de una realidad que nos debilita, nos dispersa, nos embota. Un arte de la atención.
La claridad es fuerza. Vivimos impecablemente cuando estamos presentes en lo que hacemos. Cuando nuestras decisiones son precisas. Cuando nos hacemos cargo de nuestros actos. Son disposiciones éticas que van a contracorriente de las tendencias dominantes de nuestra sociedad: la tiranía de la visibilidad y la transparencia, la subjetividad victimista, el deseo de inmortalidad.
El “guerrero” según Don Juan no es soldado de ninguna guerra, sino alguien que pelea a cada momento y en cada gesto por mantenerse impecable contra las fuerzas que quieren arruinar cualquier ejercicio de autonomía -de la atención, de la percepción o del sentido. Veámoslo más despacio.
Parar el mundo
El primer desafío que se le plantea a un guerrero en camino es aprender a parar el mundo y ver.
El mundo, explica Don Juan a un Castaneda siempre perplejo, sólo es una descripción que nos contamos unos a otros desde que nacemos hasta que morimos. Los que adhieren a la versión normal de la realidad se vuelven miembros de la sociedad. Esa versión se vuelve sólida como una roca: “las cosas son así”.
El guerrero tiene que cambiar su idea del mundo, darse a sí mismo otra percepción, aprender una nueva descripción de las cosas. Pero Castaneda se defiende como gato panza arriba: tiene un miedo atroz a perderse si deja de contarse el relato establecido.
Ante esta rigidez, Don Juan procede mediante todo tipo de shocks: trata de interrumpir la descripción del mundo que se hace Castaneda y ayudarle a ver.
Don Juan es un maestro a veces tierno, pero otras despiadado: “golpea” a Castaneda mediante la magia y el humor, tratando de ablandar sus certezas con payasadas, burlándose de la torpe fidelidad de Castaneda hacia lo que sólo es una versión de la realidad. La risa como ejercicio espiritual.
Estos shocks son técnicas. Técnicas de no-hacer. No-hacer es interrumpir la descripción que nos hacemos normalmente del mundo. Sólo se ve cuando se pierde asidero en la idea del mundo que se tenía, pero uno es capaz de rehacerse y recobra la confianza. Perder el mundo es el primer paso para poder reencontrarlo, pero ya no uno que simplemente nos cuentan y asimilamos, sino uno del que somos también narradores y tejedores.
La duda, la vacilación del sentido, la crisis de la presencia son ocasiones para el desplazamiento vital. Pero hay que reponerse de los golpes, levantar un mundo después de que se nos haya caído el antiguo. El riesgo es quedar quebrado entre dos mundos, sin agarradero ya en ninguno.
Borrar la historia personal
Castaneda tenía una novia a la que quería muchísimo, pero la relación se acaba. ¿Qué ha pasado? -pregunta Don Juan. Castaneda empieza a despotricar contra aquella güera y Don Juan le interrumpe bruscamente: es mezquino hablar así de alguien a quien se amó tanto. Y además te engañas, explica tranquilamente, lo cierto es que la perdiste porque te volviste previsible.
¿Cómo es eso? No sólo el mundo es una descripción que nos hacemos: nosotros también.
Todo el rato estamos contándonos unos a otros el cuento de quiénes somos. Nos presuponemos, nos damos por hechos y nos confirmamos unos a otros. Nuestras vidas se vuelven demasiado ciertas: “es que yo soy así”, “es que tal es asá”. De ese modo exprimimos el mundo, agotamos nuestras relaciones y nos aburrimos mortalmente.
Buscamos constantemente el reconocimiento, pero así quedamos presos de los ojos de los demás. Porque ese reconocimiento -la aprobación, un like- sólo se nos da al precio de fijarnos en una identidad que debemos reproducir una y otra vez. La fama es desde este punto de vista la cárcel más severa. La búsqueda de aplauso nos exige repetir el mismo gesto, el mismo truco, el mismo tema. “Hazlo otra vez”. Esa fijeza nos debilita.
Por eso Don Juan invita a Castaneda a borrar su historia personal. De ese modo, explica, “nadie te amarra con sus pensamientos”.
No presuponer o idealizar a los otros, no dejarnos presuponer o idealizar. No dar por hechos a los que nos rodean, no darnos por hechos. Mantenernos alerta y estar siempre dispuestos a renovar la mirada sobre los otros cuando sea necesario. El guerrero sabe mantenerse libre, fluido e imprevisible. No se aferra a la seguridad de una identidad.
Borrar la historia personal es el arte de ponerse al alcance y fuera del alcance. De estar-ahí y a la vez dejar espacio. La niebla que creamos a nuestro alrededor no está hecha de mentiras ni sirve a la traición, sino que protege la libertad de fluir y de cambiar, de ser y no ser, de aparecer y desaparecer. Es una estrategia de anonimato.
Responsabilizarse del querer
A Castaneda le aparece un “adversario”: la bruja Catalina. Le acecha, le persigue, le asalta. ¿Cuándo, en qué situaciones? -pregunta Don Juan. Lo conversan y Don Juan llega a una conclusión: la bruja Catalina ataca a a Castaneda cuando este se mueve sin pensar, cuando está sólo a medias en lo que está, cuando nada entre dos aguas.
Castaneda va a una fiesta sólo por matar el tiempo: ahí le espera la bruja Catalina. Castaneda actúa con nervioso o distraído: a su espalda surge la bruja Catalina. Castaneda hace tal o cual cosa sólo por convención social: entonces le ataca la bruja Catalina.
Es una señal. Castaneda sufre los ataques cuando está débil, cuando él mismo se ha debilitado con sus comportamientos, cuando actúa como una víctima.
La víctima se compadece, se lamenta, se indigna. Es un objeto de la fatalidad. Tiene su centro de gravedad fuera de sí. Libra las batallas de desconocidos.
Una vida impecable pasa justo por el lado contrario. Hacer que cada acto cuente. Estar plenamente allí donde estemos. Decidir a partir de lo que sentimos y responsabilizarnos de lo que queremos.
Un acto no es impecable porque consiga sus objetivos o logre resultados. En la estrategia del guerrero no cuentan las victorias y las derrotas, los éxitos o los fracasos, sólo la naturaleza de las acciones. El acto impecable lleva en sí mismo su propia recompensa.
Ganamos poder personal cada vez que actuamos sin torpeza. Ese poder no es algo que se posea o que se ejerza sobre otros. Es más bien un sentimiento, un estado de ánimo, un fuego interior, una disposición a la buena suerte.
La muerte como consejera
Nos tomamos muy en serio, creemos “ser alguien” y así andamos, irritados con todo: “yo me merezco más”, “yo valgo más”. Darnos tanta importancia nos debilita.
Pero vivimos como si la muerte no nos fuera a tocar nunca. Por un lado, nuestro deseo de inmortalidad se traduce en la idea de que la vida buena pasa por coleccionar cosas y experiencias: relaciones, proyectos, viajes. No queremos perdernos nada, entonces corremos y corremos, llenos de angustia, sin llegar nunca a ningún sitio. Es la trampa de la libertad como abanico de posibilidades infinitas.
Por otro lado, vivir como inmortales significa sobrevolar las situaciones, actuar como si tuviésemos todo el tiempo del mundo, no asumir la irreversibilidad de las decisiones, pensar que siempre se puede dar marcha atrás, suspender o cancelar las consecuencias de los actos, como se retrasan las citas en el último momento con el móvil, esa tecnología de la cobardía.
Los estoicos proponían según Hadot el ejercicio de la “vista desde lo alto”: contemplar el mundo sin ponerse en el centro, salir de la pequeñez del ego y asumir la perspectiva del cosmos. En un sentido parecido, Don Juan dice: siempre podemos pedirle consejo a nuestra muerte. Nuestra muerte está a nuestro lado toda la vida y podemos preguntarle.
Cuando tenemos que decidir algo, nuestra muerte nos dirá: “Considera cada acto como tu última batalla sobre la tierra”.
Cuando nos atraviesa la inquietud por estar en otra parte, nuestra muerte nos dirá: “No existe más que esta situación, este momento, esta compañía, este margen de maniobra. La libertad no es elegir lo que quieras, sino saber hacer a partir de lo que hay”.
Cuando estamos sumergidos en una preocupación exagerada, de caballo con anteojeras, nuestra muerte nos dirá: “Te equivocas. No importa en realidad más que mi toque. Y todavía no te he tocado”.
Hablar al cuerpo
Finalmente, Castaneda aprende a parar el mundo y a ver. Él mismo está muy sorprendido, no sabe muy bien cómo lo ha hecho, pasa. En realidad, le explica Don Juan, siempre muerto de risa, es su cuerpo quien ha aprendido, no él.
El encuentro entre Don Juan y Castaneda, como cualquiera de nuestros encuentros, discurre entre dos planos: el de lo que se dice y el de lo que lo que pasa. No siempre coinciden: lo que pasa no es lo que decimos que pasa.
Castaneda usa todo el rato las palabras para defenderse: opone argumentos a las enseñanzas de Don Juan, exige explicaciones, encuentra justificaciones. Necesita captar lo que pasa según un esquema lógico. Se resiste a abandonar su personaje, el de un antropólogo razonable y racional frente a un viejo indio loco.
Mientras, Don Juan habla con su cuerpo: le hace vibrar, le hace pasar algunas intensidades. Se relaciona muy sutilmente con la red de palabras en que consiste el mundo de Castaneda: a veces las usa, a veces las burla, a veces las violenta y silencia. Siempre las atraviesa. Y el cuerpo de Castaneda aprende y quiere más.
Hay sabiduría en el cuerpo de Castaneda, como en el de cualquiera. Es su cuerpo el que sabe que va a morir. Es su cuerpo el que percibe el mundo como un sentir. Es su cuerpo el que finalmente ve, cuando se derrumba la descripción normal de la realidad. Entonces Castaneda deja de creer ciegamente en el poder de las palabras y asimila los límites del lenguaje.
Las enseñanzas de Don Juan no se aprenden por repetición, como ocurre con el saber despegado de las intensidades y los afectos. No se transmiten -memorizar, replicar, reproducir-, sino que se contagian y se incorporan. El maestro enseña con su ejemplo de vida.
En nuestra fascinación por ellas late y se activa la nostalgia por la sabiduría: un saber que es experiencia física y forma de vida, un saber que nos concede fuerza y claridad, un saber que habilita una experiencia de autonomía en un mundo gobernado por fuerzas hostiles que nos quieren a su merced, como víctimas. Es, en el fondo, añoranza de la filosofía.
Gracias a Diego Sztulwark por toda la brujería.
Referencias:
--Todas las citas de Castaneda pertenecen a Viaje a Ixtlán, tercer tomo de las enseñanzas de Don Juan, publicado por FCE.
--Filosofía como forma de vida, Pierre Hadot, Alpha Decay.
Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Pierre Hadot, Siruela.
Plotino o la simplicidad de la mirada, Pierre Hadot, Alpha Decay.
--Ejercicios espirituales para materialistas, Luis Roca, Terra Ignota.