- Tercera crónica. La primera aquí. La segunda aquí.
Son las 12 de la noche y las bombas no cesan, llora una amiga. Yo temo por los indígenas amazónicos, que fueron llegando el día de ayer y hoy ya se ven expuestos a esto después de tremenda travesía. Es terrible, dice mi vecina y amiga de Imantag, nos están matando; siento tanta impotencia. Ya debemos hacer algo, algo distinto quizás. Ahí fuera hay una ciudad que sigue su vida y no sabe que nos están matando. Ya no puedo soportarlo. Este gobierno es una máquina de muerte, máquina de aniquilación total.
Esa ciudad la he visto. Es la ciudad del norte, donde no hay desabastecimiento en los supermercados, donde se come torta en el sweets&coffee y donde se ven las noticias desde el sofá. Es una ciudad obscena en su desconexión y en su conexión a través de los medios, en los que se habla de destrucción del patrimonio, violencia de quienes protestamos y deseo de la gente de trabajar y sacar al país adelante, como si esto último nada tuviera que ver con la legalización del empobrecimiento generalizado que traen las nuevas medidas y las viejas injusticias.
Hoy, tras una nueva ocupación de la Asamblea Nacional, y un pronunciamiento del presidente Moreno, palabras vanas, llamando al diálogo con los líderes indígenas para que “hablen conmigo”, la policía volvió repentinamente al ataque frente a una multitud pacíficamente sentada a la espera de cualquier señal de esperanza. Una estudiante estaba allí y nos envió su testimonio. No dejaba de llorar. Infame el ataque sorpresa a las universidades ayer noche mientras la gente descansaba, infame la nueva ofensiva el día de hoy tras el llamado al diálogo. Ver la imagen del presidente hablando me revuelve el estómago, es un fascista, y ahora sabemos que no va a detener la matanza.
En una reunión en el ágora de la Casa de la Cultura, en apenas minutos, hemos visto entrar al menos a cuatro heridos gritando en una precaria camilla hecha de tela. En los centros de acopio ya no se piden mantas. Se piden extintores, medicinas, gasas, material médico, oxígeno… Eso se pide. Ayer lloramos en asamblea ceremonial a los primeros muertos, y hoy la cifra sube y sube en una espiral de terror. Ese mismo rato, en el ágora, nos dijeron que habían matado a dos mujeres shuar. A varias compañeras se les saltaron las lágrimas. Ya es 12 de octubre, día de la masacre, de la invasión y del despojo colonial, y no tenemos otro relato que contar.
Una explosión enorme hace temblar la casa. Tras ellas un silencio inquietante.
Ayer salimos voladas. Las mujeres indígenas habían apresado a ocho policías y la asamblea los estaba exponiendo sin botas. Llegamos y yo no daba crédito a lo que tenía ante mis ojos. Un ágora repleta. Yo tenía miedo de que llegaran a rescatarlos de un momento a otro y no quería imaginar lo que podía ser aquello allí encerradas tantas personas.
Los policías estaban arriba en la tarima delante de la gente. Ante la hábil conducción de Leonidas Iza, dirigente del Movimiento Campesino de Cotopaxi, se fueron desenvolviendo los acontecimientos. Hablaron todos y cada uno de los policías, a los que en ningún momento se maltrató y recordó que “eran pueblo”. También habló un infiltrado, al que descubrieron los jóvenes por una sudadera de la policía que escondía bajo la ropa. Una máma preparó el fuego ceremonial con palo santo y todos los elementos. Los policías fueron limpiados, muchos se pasaron ellos mismos el humo sobre la cabeza y a los lados del cuerpo como quien conoce el ritual. Se les cubrió con la bandera ecuatoriana, se les colocó la wipala a modo de pañuelo. Después hablaron los distintos medios de comunicación. Pacientemente, uno a uno, para dar sus argumentos, sus razones. Estaban los alternativos y también los que ofenden mintiendo: Ecuavisa, Teleamazonas… Ante la asamblea debían dar cuenta de sus falsedades. Como digo, no daba crédito, también ellos eran interpelados como pueblo. Parte del sistema, miembros del pueblo.
Se buscaba asegurar la transmisión en directo, pero la propia Secretaría de Comunicación había inhabilitado la señal. Todo se fue armando ahí no más, en un flujo de interacción, ante nuestros ojos. Estabamos esperando los cuerpos de los compañeros asesinados. Ya bien tarde llegaron, junto a los familiares, la comunidad. Se realizó una misa con llamados a la justicia y a la liberación. Los policías que habían pasado todo el día ante la gente, cargaron los féretros y la gente salió en marcha. Después, eso no ví, debío producirse la entrega de los policías con la intermediación de la ONU y la Conferencia Episcopal. No quedó claro cómo. En todo caso, yo no podía creer lo que había visto. Escuché que a un periodista, grosero y prepotente, le habían dado una pedrada al salir. Esa pequeña cosa sí merece mucha atención de parte de los medios, a diferencia de la exposición pública sin herir físicamente, sin humillar en la condición humana.
Ya han vuelto las bombas. Da escalofríos la noche de hoy.
En estas circunstancias, que son de guerra, una se pregunta dónde quedó la política.
Subimos y bajamos hacia el centro, hacia la asamblea, en un ir y venir recurrente en el que se va derramando la vida de jóvenes, mujeres, hombres, niñas. Anoche volvíamos a subir, después de que salieran los féretros. Teníamos miedo, pero acabamos subiendo nuevamente. La lógica del avance cuerpo con cuerpo es la de empujar los límites de lo posible, no a través de la violencia, sino de una presión tozuda que va ganando espacio y razón paso a paso, palmo a palmo. Pero la lógica de la guerra no es esa, es otra, la del Estado feroz, que desde posiciones de altura dispara a matar. La política acaba, empieza la guerra.
Las mujeres, perspicaces en todo lo que se refiere a la política, pronto se dan cuenta. Hacen el llamado, vamos las que andamos cerca. No podemos seguir poniendo carne ahí, no podemos permitir la aniquilación de nuestra gente. Tenemos que bajar a los jóvenes. Ni ceder, ni dar papaya. Toca quebrar el cerco, cerco espacial y cerco en torno a los indígenas, como si el resto (estudiantes, mujeres, trabajadoras, servidores públicos, etc.) nada tuvieramos que ver con el decreto 883 que impone las medidas, como si la ciudad se redujera al círculo que forma El Arbolito y la Casa de la Cultura.
Desde acá, las mujeres urbanas hemos sostenido con muchas tareas que han generado vínculo, solidaridad, acompañamiento y que hemos logrado, en nuestros afanes, hacer visibles y valorables. En todos estos trajines de acopio, salud, albergue, hemos armado las mañas de lo colectivo. Pero eso que ayer servía en la lógica del ir empujando física y éticamente, bajo el espíritu de ni vanguardia ni retaguardia, hoy ya no sirve y toca cambiar para no replicar la guerra sobre nuestros cuerpos.
Las mujeres rurales, urbanas, feministas, indígenas, campesinas… se reconocen en el dolor de estos muertos y heridos y en la impotencia de ver una ciudad que muere y otra que sigue como si nada. Entonces, volvemos a hablar: contra la guerra toca virar la fuerza y la rabia para transformarlas en potencia y sabiduría política. Porque somos todas y empujamos por la vida digna.
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