Elisa cuenta cómo una noche, ya tarde, escuchó a la vecina de enfrente hablando por teléfono en el descansillo; al parecer no tenía llaves para entrar en casa. La vecina era mayor, así que Elisa y Antonio –su pareja– pensaron en invitarla a pasar, sentarse en el sofá y hacer las llamadas necesarias para poder entrar en su casa. Como acababan de tener una hija y aún dormían con ella, pensaron que hasta podían invitarla a pasar la noche en la futura habitación de la niña, ofrecerle que solucionara la situación a la mañana siguiente. Dudaban de cómo se sentiría la vecina si de repente salían al descansillo dejando claro que habían escuchado su conversación. “¿Le resultará incómodo?”, “vamos a dejarnos la peli a medias, pero bueno, podemos seguir mañana”, “¿nos cambiamos o salimos en pijama?”, “¿estás segura de que se llama Luisa?”. Cuando se decidieron a salir, en pijama, la vecina ya había conseguido entrar en su casa.
Nati lleva viviendo unos 22 años en Lavapiés. Cuenta que el primer edificio en el que vivió tenía un montón de problemas y que los vecinos se ayudaban unos a otros. “La comunidad no son amigos, son como la familia, viene dada. Pero sirve para socorrerte”. Con el paso de los años la situación ha cambiado y ahora afirma un poco resignada que “a veces la comunidad es de todo menos comunidad”.
Julio vive en Madrid. Es miembro de una comunidad de vecinos donde durante años uno de los inquilinos había acumulado una deuda muy importante con respecto a los recibos comunales. En un momento dado, lo que podría haber terminado en la típica y desagradable riña legal en los tribunales, decide solucionarse de forma imaginativa y asumiendo colectivamente una vía que satisface a todas las partes: el inquilino en cuestión va a ser contratado para saldar su deuda con trabajo realizando labores de reparación en el edificio.
Estas tres historias nos hablan de lugares similares en lo estructural pero diversos en lo social y donde se entrelazan las complejidades de convivir: las comunidades de vecinos. Un espacio que supone en realidad una grieta para la imaginación política y para la puesta en práctica de formas muy tangibles del aparentemente inalcanzable lema que dice“otro mundo es posible”. Eso fue lo de debió intuir hace tiempo Rosa Jiménez y que tras años de trabajo (personal y profesional, teórico y práctico) vinculados a los cuidados la llevó a iniciar La Escalera: un proyecto piloto de investigación e intervención social desarrollado en Medialab-Prado y en colaboración con Indaga Cooperativa que ahora termina y necesitará apoyos para continuar.
“Actualmente contamos con 30 comunidades en marcha”. El punto de partida del proyecto fue el denominado Kit imprimible de cartelería y pegatinas. A través de una estrategia muy simple e inteligente que deliberadamente se saltaba el infranqueable tablón de de avisos comunitarios (“¡a veces está cerrado bajo llave!”), el conjunto de pegatinas que pueden ser impresas en casa invita a las vecinas a ofrecer su ayuda a otros en cuestiones como regar las plantas, subir la compra o compartir wifi.
“Pensamos mucho sobre esto y decidimos que fueran ofertas de ayuda y no demandas porque nos imaginamos que sería mucho más fácil activar las relaciones en un contexto donde se ha desnaturalizado el relacionarse con tus vecinos. Pedir un favor puede verse en plan qué cara tiene éste y no qué guay que pide ayuda”.
“Con La Escalera queremos intentar abrir un espacio para el encuentro, la participación y el apoyo mutuo en la comunidad de vecinos. Si vives en Madrid, podemos acercarnos a tu comunidad, llevarte el material necesario e instalar la escalera contigo”, dice en la web de La Escalera, donde han ido documentando el proceso. Rosa nos comenta que hasta el momento han conocido historias muy bonitas y potentes de auto-organizacion y lucha. “El imaginario que tenemos de comunidad de vecinos es de Aquí no hay quien viva y de la peli de Alex de la Iglesia: deudas, morosos, derramas, conflictos. También hay una cierta nostalgia instalada sobre las antiguas comunidades de vecinos donde nos cuidaba la vecina. Hoy en día hay una escala de grises de donde sucede la micropolítica y donde los vecinos comienzan a afrontar los problemas sin acudir a la figura de la administración y desde la lógica del apoyo mutuo”.
Lo cierto es que la comunidad de vecinos se presenta, vista así, como la versión aterrizada y coherente del habitual discurso que muchos políticos enarbolan cuando hablan de “mayorías sociales”. La 'mayoría' vivimos vidas precarias en pisos que valen menos de lo que pagamos por ellos y donde, para colmo, las relaciones con los cohabitantes de nuestros edificios suelen reducirse en el mejor de los casos a dar los buenos días. La transversalidad es posible en un entorno donde conviven personas de vidas muy dispares pero pertenecientes casi todos a una empobrecida clase media. De hecho, Rosa reconoce que hasta el momento las personas que se han interesado por activar La Escalera en sus bloques son “personas con estudios universitarios de nacionalidad española, de treinta y algo que controla redes sociales”.
No obstante, el reto está claro: “Tenemos que involucrar a migrantes, a personas mayores...en definitiva, a personas fuera de nuestro ámbito de relación que al final siempre es más reducido”. Dicho así, no parece abordable para un equipo tan reducido como el que plantea el proyecto conseguir intervenir en un espacio al que las políticas públicas deberían llegar y en el que además hay desplegado un precario tejido asociativo. “La Escalera tiene sentido si se pone en relación con iniciativas públicas o asociativas ya existentes”. Al mismo tiempo, resulta fascinante y deprimente que hasta el momento no haya ninguna política pública que intervenga sobre un espacio como ‘la escalera de vecinos’. Pero, ¿por qué pasa esto?
Rosa nos abre un melón bastante complejo: “Mientras estaba testeando el cartel, me reuní con técnicas del ayuntamiento y me dijeron Bueno, bueno, bueno...habréis contado la colaboración de la Policía Local, porque estáis exponiendo vulnerabilidades de la gente. En aquel momento dudaba mucho si incluir los logos de Medialab o el Ayuntamiento. Me di cuenta de a cuánto me tenía que someter si lo hacía. Decidí no incluirlo pero por otro lado a partir de ahí vino un trabajo muy arduo de que la propuesta fuera inofensiva”. Lo institucional genera rechazo. ¿Cómo acercarte a una comunidad para activar relaciones si el agente mediador es uno del que nadie se fía?
No obstante, ante esta contradicción, Rosa tiene clara una cosa: “Lo mejor sería tener respaldo institucional. Yo estoy dispuesta a perder cosas para que sea más universal. No quiero dirigirme solamente a quien tiene recursos para la autogestión y el activismo”.
El reto no está solamente en cómo hackear el imaginario institucional. El individualismo y abordar los problemas en soledad están instalados como forma de proceder. Una persona con una vida precaria tiene los suficientes problemas tangibles y relacionados con lo material como para pensar que no puede dar prioridad a dedicar tiempo a algo inmaterial que como mucho le va a reportar beneficios indirectos. No obstante, Rosa tiene claro que algo está cambiando. “Se ha hecho evidente que hay una demanda de vivir de otra forma. Ha sido mayoritario. Además, no hay investigaciones sobre la comunidad de vecinos como objeto. Para mí es evidente que hay una demanda y una línea de trabajo muy compleja pero muy interesante de explorar”.
“Nos quieren en soledad, nos tendrán en común” fue una de las máximas que nacieron durante el 15M y que se instalaron en el imaginario colectivo, en ocasiones parcialmente instrumentalizado como parte de iniciativas partidistas pero que ha abierto el terreno de juego narrativo para hablar de otra forma de vivir la vida. La Escalera es un proyecto que incide precisamente en un lugar donde lo doméstico y lo público confluyen, así como donde la crisis se hace más visible y se encarna de formas dramáticas: los cuidados. Y los concibe no como un objeto a privatizar (como bien han entendido muchos de los liberales que se jactan de defender los recortes al tiempo que hacen negocio a costa de las arcas públicas) ni como un ente público despersonalizado. Sino como un bien común. Apoyo mutuo o barbarie. Larga vida a La Escalera.
Elisa cuenta cómo una noche, ya tarde, escuchó a la vecina de enfrente hablando por teléfono en el descansillo; al parecer no tenía llaves para entrar en casa. La vecina era mayor, así que Elisa y Antonio –su pareja– pensaron en invitarla a pasar, sentarse en el sofá y hacer las llamadas necesarias para poder entrar en su casa. Como acababan de tener una hija y aún dormían con ella, pensaron que hasta podían invitarla a pasar la noche en la futura habitación de la niña, ofrecerle que solucionara la situación a la mañana siguiente. Dudaban de cómo se sentiría la vecina si de repente salían al descansillo dejando claro que habían escuchado su conversación. “¿Le resultará incómodo?”, “vamos a dejarnos la peli a medias, pero bueno, podemos seguir mañana”, “¿nos cambiamos o salimos en pijama?”, “¿estás segura de que se llama Luisa?”. Cuando se decidieron a salir, en pijama, la vecina ya había conseguido entrar en su casa.
Nati lleva viviendo unos 22 años en Lavapiés. Cuenta que el primer edificio en el que vivió tenía un montón de problemas y que los vecinos se ayudaban unos a otros. “La comunidad no son amigos, son como la familia, viene dada. Pero sirve para socorrerte”. Con el paso de los años la situación ha cambiado y ahora afirma un poco resignada que “a veces la comunidad es de todo menos comunidad”.