Mis padres odiaban lo viejo. Uno de mis bisabuelos tenía un puesto de “efectos militares” en El Rastro y el otro era pastelero en la calle Toledo. Mi abuela se crió en una corrala de la Ribera de Curtidores, su madre y sus hermanas parecían personajes sacados directamente de un sainete de Arniches. Otro de los tíos de mi madre era trabajador del matadero municipal. Matarife. Se dice pronto. Un auténtico mujik urbano de vida disoluta que, según cuenta la leyenda familiar, no acabó muy bien. A veces me repito este árbol genealógico en silencio, entre otras cosas para recordarme que la gente de Madrid también tenemos raíces, y para de paso quitarme de encima el centralismo: los de “aquí” tendemos a leer el sabor castizo como universal —tal vez porque está hecho de pedacitos de mil lugares.
Nacidos y criados en la Colonia Moscardó de Usera y en Tetúan de las Victorias, respectivamente, con su historia de amor, mis padres trazaron una línea recta entre los barrios populares del norte y el sur de la ciudad que, finalmente, se fue a salir por la tangente hacia el este, al otro lado de la autopista. Una vez casados, se mudaron a lo nuevo. Lo más nuevo. Moratalaz, un barrio nacido de la nada, construido sobre antiguas huertas, parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para resetear y enraizar a las criaturas del baby boom en el suelo del fin de la historia y prepararlos de paso para la España por venir, libre ya de hambre y miseria.
Pero como dice Elena Ferrante en su maravillosa tetralogía de aguda mirada marxista y feminista Dos amigas (por supuesto tachada de melodramática y culebroniana por haber salido de la pluma de una presunta donna), debajo de nuestras caras actuales, todos llevamos las máscaras de nuestros antepasados. Los cuerpos antiguos nos habitan. Somos lo que fuimos. A las ciudades también les pasa, por más que los procesos de especulación agresiva quieran borrar todo signo de un pasado vivido y lleno de huellas.
Si uno mira las fotos de los antiguos trabajadores del antiguo Mercado de Frutas y Verduras de Legazpi, ve las caras de lo que fuimos. “La plaza de Madrid”, lo llamaba mi abuela. Para nosotros, que veíamos el edificio desde la M30, fue Mercamadrid hasta 1981, año en que comenzó su abandono, parejo al de las naves del antiguo matadero. Justo hoy se celebra el 81º aniversario de su inauguración y el Espacio Vecinal Arganzuela (EVA), además de celebrarlo con un nutrido programa de actividades, hace un llamamiento a los antiguos trabajadores del mercado para que acudan a compartir sus memorias y sus experiencias. Este legado intangible se plantea como un tesoro fundamental para seguir construyendo identidad del barrio dentro del proyecto que propone EVA. Hacernos cargo de esas caras, de esa memoria, de los pasados usos de los espacios y de cómo estos configuraron los barrios y la cara de nuestra ciudad.
Hoy en la colonia de El Pico del Pañuelo, varias manzanas de viviendas construidas alrededor de 1930 para los trabajadores del antiguo matadero, las inquilinas reciben burofaxes de empresas inversoras que han adquirido los edificios enteros y que tiran tabiques para hacer bellos lofts en este de pronto apetecible barrio del sur del centro de la ciudad. Pero a su lado también crecen huertas urbanas como la de La Sanchita, que esta semana también está de cumpleaños (el primero). Tanto el EVA como La Sanchita son proyectos que quieren dar plantón a los planes de transformación que se ciernen sobre el antiguo mercado amenazando la recuperación de su esencia social, que, como a toda buena plaza, le es propia.
Barrio vivo, patrimonio, historia. Proteger la memoria colectiva es uno de los más personales actos políticos. Atrevernos a mirarnos las caras que hay debajo de nuestro hidratado rostro de hoy. Dejar que nuestra ciudad hable y nos cuente. Escucharla y llenarla de vida vecinal. Reconciliarnos con lo viejo.
Mis padres odiaban lo viejo. Uno de mis bisabuelos tenía un puesto de “efectos militares” en El Rastro y el otro era pastelero en la calle Toledo. Mi abuela se crió en una corrala de la Ribera de Curtidores, su madre y sus hermanas parecían personajes sacados directamente de un sainete de Arniches. Otro de los tíos de mi madre era trabajador del matadero municipal. Matarife. Se dice pronto. Un auténtico mujik urbano de vida disoluta que, según cuenta la leyenda familiar, no acabó muy bien. A veces me repito este árbol genealógico en silencio, entre otras cosas para recordarme que la gente de Madrid también tenemos raíces, y para de paso quitarme de encima el centralismo: los de “aquí” tendemos a leer el sabor castizo como universal —tal vez porque está hecho de pedacitos de mil lugares.
Nacidos y criados en la Colonia Moscardó de Usera y en Tetúan de las Victorias, respectivamente, con su historia de amor, mis padres trazaron una línea recta entre los barrios populares del norte y el sur de la ciudad que, finalmente, se fue a salir por la tangente hacia el este, al otro lado de la autopista. Una vez casados, se mudaron a lo nuevo. Lo más nuevo. Moratalaz, un barrio nacido de la nada, construido sobre antiguas huertas, parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para resetear y enraizar a las criaturas del baby boom en el suelo del fin de la historia y prepararlos de paso para la España por venir, libre ya de hambre y miseria.