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Un día de furia

No lo ves venir. Es un segundo. De repente se te llenan de lágrimas los ojos y no quieres ya llorar sino gritar. En ese momento te duele todo. Lo tuyo y lo ajeno. En realidad no es dolor, es más bien frustración, pero tan intensa que empiezas a sentirla. La notas físicamente, vaya. Después piensas: “Bueno, a mi tampoco me va tan mal… Tengo un techo, calor, que comer…” y entonces te sientes todavía peor, pero ya te sientes mal contigo mismo.

Es un sistema perfecto.

Pues hoy me ha pasado. El detonante ha sido lo más banal del mundo: la reprimenda de un funcionario de la Agencia Tributaria ante el (supuesto) desconocimiento del funcionamiento de mis obligaciones. He respirado hondo, aguantado estoicamente, acabado la gestión y he salido de allí. Y lágrimas.

Entonces empieza la cabeza a darte vueltas, a pensar en cosas, injusticias, arbitrariedades…, en lo que haces, lo que no haces. Te paras, vuelves a respirar hondo, cierras los ojos y quieres desaparecer un rato de la faz de la tierra. Lo deseas muy fuerte.

No funciona.

A los 30 ó 40 segundos abres los ojos y sigues allí. Pues nada, no ha funcionado. Otra vez. Sigues a diez metros de la puerta de Hacienda. No te has transportado a ningún sitio donde haya silencio, donde te sientas protegido. Piensas en los cientos de millones de euros que les deben los clubes de fútbol a la Agencia Tributaria, y que a Florentino Pérez no le riñe ningún funcionario. Te riñen a ti. Caminas de vuelta a casa pensando en intentar no pensar, pero no lo consigues.

Entonces entras en bucle.

Recuerdas la información que has conocido en los últimas horas, ¿qué horas? Minutos. Y te van dando vueltas en la cabeza como una lavadora centrifugando descontrolada: que si Arturo Fernández, prohombre de la patria, presidente de la Patronal Madrileña, imputado por lo de Bankia y al que pillaron sin pagar horas extras a sus empleados en la cafetería del Congreso de los Diputados… Pues a ese Arturo Fernández le acaban de renovar la concesión de otra cafetería: la de la Asamblea de Madrid. Que van a cobrar peajes “en algunos tramos de la M50”, y anoche escuchaste al presidente de no se qué asociación de Autopistas de Peaje reclamar que cobraran por usar autovías. Otro “rescate”. Otro robo. Piensas en el descaro ya al robarnos. No sienten la necesidad ni de esconderse un poquito o hacerlo con discreción o con cierta mesura, como siempre ha sido. Que esta semana hay cuatro #StopDesahucios en Madrid y que no te ves con fuerzas ya ni de ir. Que si las Infantas… A una le han pillado pagando libros de Harry Potter y un safari de vacaciones con la tarjeta Visa de una de sus empresas creadas para robar. La otra, lees en un diario que: “transmite a su hijo su pasión taurina…”.

Quieres parar, pero no puedes. No te ves capaz.

Te arrastras calle Alcalá arriba. Llegando a la Puerta de Sol piensas en Jorge, el chaval que se ha declarado en huelga de hambre, “hasta que el Gobierno dimita”. Andas. Recuerdas que oíste en la radio que Luis de Guindos, Ministro de Economía: “se ha llevado al trabajo la tartera con unas croquetas”, y entonces ya no sabes a donde mirar… Te sientes insultado, te toman por gilipollas, te violan cada día. Llegas a Sol. Jorge no está. ¡Mierda! ¿Lo habrá dejado? ¿Le habrá pasado algo? No tienes fuerzas ni de contarlo o preguntar por tuiter si alguien sabe algo.

Y en ese momento te viene a la cabeza.

Esa imagen. Michael Douglas mucho más joven que ahora, con una camisa blanca de manga corta, corbata y un maletín. Y con un peinado así como de facha. En como un día no puede soportarlo más y la lía parda. No tiene un enemigo en concreto, en la peli –creo recordar– no se elaboran los motivos, y se dedica a destruir todo lo que pilla, hasta acabar aniquilándose a sí mismo. No es buen final, no. Piensas en que en España, ese Michael Douglas habría estallado mucho antes y que además habría tenido todo un abanico de motivos y enemigos para “enfrentarse” a ellos.

Pero claro, tú eres un “comeflores”.

Vamos, que no crees en la violencia. Es más, no sabrías ni como ejercerla. Aunque cada vez deseas con más frecuencia que pase “algo”. Y te la suda que ese algo sea violento. La cosa es que no aguantas más. Consigues salir de la Puerta del Sol y te escapas por la calle Mayor rumbo a casa. Recuerdas aquel cuadro que viste y fotografiaste, y subes por la calle, con la primera sonrisa del día, repitiendo en tu cabeza:

¡¡Ojalá!!

¡¡Ojalá!!

¡¡Ojalá!!

¡¡Ojalá!!

¡¡Ojalá!!

¡¡Ojalá!!

¡¡Ojalá!!

No lo ves venir. Es un segundo. De repente se te llenan de lágrimas los ojos y no quieres ya llorar sino gritar. En ese momento te duele todo. Lo tuyo y lo ajeno. En realidad no es dolor, es más bien frustración, pero tan intensa que empiezas a sentirla. La notas físicamente, vaya. Después piensas: “Bueno, a mi tampoco me va tan mal… Tengo un techo, calor, que comer…” y entonces te sientes todavía peor, pero ya te sientes mal contigo mismo.

Es un sistema perfecto.