Primer aniversario del movimiento de los chalecos amarillos, el 17 de noviembre de 2018 miles de personas ocupan las rotondas de toda Francia en protesta contra la subida del precio de la gasolina del gobierno Macron.
Un año después, los chalecos amarillos siguen activos, pero rodeados por el silencio y los estereotipos mediáticos. Es un movimiento demasiado impuro para los radares del pensamiento dominante. Muchas demandas y no todas ellas “coherentes” en un bloque ideológico, sin líderes, movimiento de clase que sin embargo no tiene que ver con la lucha de clases, anticapitalista pero no necesariamente anti-mercado, colectivo pero individualista a la vez.
Algo así sólo puede pensarse desde dentro. Es lo que hace Michel Lianos, sociólogo que acompaña al movimiento desde sus orígenes, dando cuenta de todas sus paradojas a través del concepto de “política experiencial”. La experiencia común, ya no las etiquetas ideológicas o sociológicas, como base de la acción. La experiencia común como centro y motor de nuevos movimientos paradójicos, inclasificables para la vieja cultura política.
Entrevistar a la gente cerca del Arco del Triunfo, en medio de gases lacrimógenos y granadas de humo, es toda una experiencia para un sociólogo. Dicha experiencia confirma que la historia está muy lejos de concluir. En efecto, hasta los humanos programados de las sociedades post-industriales son capaces de ejecutar actos impredecibles.
Nadie había previsto la aparición de los chalecos amarillos y, sin embargo, rápidamente muchos se hicieron poseedores de ideas muy precisas sobre quiénes eran ellos. Empezó a circular una amplia gama de etiquetas: “rednecks” de extrema-derecha, agitadores de izquierda, la clase baja manipulada por los partidos de la oposición al gobierno, etc. Las preguntas se volvieron necesarias una vez que el movimiento comenzó a crecer. Las instituciones políticas, por otro lado, se atemorizaron hasta el punto de que todos partidos fueron convocados por el gobierno francés para “entender la situación” y así volver a situar a la política en su marco convencional y normativo. Aunque, precisamente, lo que los chalecos amarillos buscan es dar un paso a un lado de lo que se entiende por ese marco convencional de la política.
Las revoluciones nunca comienzan como revoluciones. O lo que es peor, siempre desembocan en formas que vuelven a introducir una serie de desigualdades a causa de su visión de mundo. Los chalecos amarillos parecen responder también a este hecho. La progresión de sus objetivos políticos ha sido realmente colosal. En apenas cuatro semanas, pasaron de su punto de partida (la cuestión del alza del precio del petróleo) a una crítica explícita del sistema parlamentario y de la política representativa. De esta manera, los chalecos amarillos han arrinconado al sistema político, postrándolo en un estado de obsolescencia. Esta es gente que, en su mayor parte, nunca antes había militado en causas sociales y que, hasta hace muy poco, se consideraba “apolítica”. Son las fascinantes paradojas de la época.
Quiénes pertenecen al establishment son incapaces de entender esta realidad. ¿Y cuáles son exactamente sus demandas? Muchas. Y no todas apuntan en una misma dirección. ¿Quiénes son sus líderes? En realidad, no podemos nombrar a ninguno. ¿Acaso buscan iniciar un partido político para llegar al poder? Tampoco. ¿Y qué es lo que buscan, entonces? Podríamos decir que simplemente quieren ser escuchados, porque quieren poder vivir en condiciones dignas de existencia.
En efecto, este es un movimiento de clase que no tiene nada que ver con la lucha de clases. La clase a la cual pertenecen pudiera ser descrita como la franja más baja de los “incluidos” en el sistema. Esto es, aquellos que tienen problemas para llegar a fin de mes, pero que, sin embargo, se sienten parte del corazón de la sociedad francesa. ¿Quiénes? Los trabajadores artesanales, los técnicos de diversos oficios, los empleados públicos, las secretarias y burócratas menores, los vendedores ambulantes, los campesinos, los pequeños propietarios, los conductores de camiones, los asistentes en la enseñanza publica, los zapateros, las asistentes del cuidado médico, los artistas independientes y precarizados, y los estudiantes obligados a mantener varios trabajos. Cuando estuve en las calles siguiendo esta realidad, fui incapaz de conocer a una sola persona que fuese del centro de París o de algunos de los suburbios más acomodados.
El punto más importante es la manera en que todos estos sujetos son partícipes de una misma experiencia. En un mismo grupo uno puede encontrar personas que en su vida han votado, otros que siempre han votado por el Frente Nacional, y luego otros que han votado por la izquierda. Hace algunas semanas, toda esta gente se veían los unos a los otros como fascistas, extremistas, o completamente ajenos a la política. Son conscientes de sus diferencias y del hecho de que, entre ellos, hay opiniones muy diversas sobre casi todos los temas. Y, sin embargo, todo esto se ha vuelto un tema secundario. Al confluir en las calles -un tipo de movilización potenciada a través de Internet- han podido percibir como sus experiencias son parte de un mismo sentimiento de humillación y exclusión. Así, los chalecos amarillos entienden que la política de partidos es un juego de una élite desvinculada de la realidad; una élite a la que solo le interesa dirigir las normas del juego a espaldas de la gente. Así, se han dado cuenta de que, en realidad, han sido ellos quienes han permanecido excluidos por la mediatización retórica del juego político.
Asimismo, los chalecos amarillos parecieran darse cuenta que el mundo de las élites ya no es necesario. De ahí que hablen de participación, de democracia directa o de referéndum sobre cuestiones centrales de la vida cotidiana. No se trata de una retórica revolucionaria agitada, sino de un discurso sereno y pragmático que se va nutriendo de su propia práctica. Naturalmente, ellos piensan que si la “gente común” logra alcanzar un nuevo tipo de coordinación a lo largo del país, ya no habría ninguna necesidad de una élite que solo encuentra un punto de legitimación a través del voto cada cuatro o cinco años. Uno podría decir que esa actitud ya es una especie de prefiguración política y, sin embargo, esto tampoco es correcto. No hay una condición ideológica previa que quiera cambiarlo todo voluntariamente. Por eso no hay una visión normativa que caracterice a sus prácticas. Al contrario, lo que estos diferentes actores tienen en común es el hecho de estar muy cansados de un malestar socioeconómico. Como me comentó en un momento un campesino de Charante: “esto es lo último que aguanto. Me subí a mi tractor y conduje a la rotonda más cercana para bloquearla”.
El término que me gustaría proponer para esta nueva conducta emergente es política experiencial. Mediante este término aludo al hecho de que la experiencia como tal podría coordinar la representación política desde una práctica carente de una estructura centrípeta o piramidal. Esta coordinación se da solo en un momento coyuntural, y aparece como ideológicamente inestable, políticamente ineficiente, aunque solo sea porque nos encontramos atados a la organización del sistema político moderno. Los chalecos amarillos usan sus experiencias para emanciparse de la carga de las representaciones políticas que los clasifican constantemente bajo esquemas ideológicos rígidos. Como casi todos en Francia, los chalecos amarillos reivindican la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque insistiendo que sus principios han perdido efectividad bajo el sistema vigente. Esta manera de pensar la política atraviesa a todas las corrientes del movimiento. En efecto, muchos de ellos piensan que solo un referéndum convocado por los ciudadanos puede transformar el impasse político. Muchos otros piensan que solo una asamblea constituyente podría transformar las instituciones existentes y de esa manera romper el actual sistema político.
Tampoco escasean ideas sobre qué hacer respecto a la Unión Europea. Aunque existen muchos matices, el consenso reside en que los pueblos de Europa deben estar conectados no mediante instituciones formales, sino a través de lazos horizontales que atiendan a las dificultades de cada grupo. La diferencia entre “la gente” y las élites parece sobrepasar cualquier tipo de arraigo relativo a una identidad nacional, al estilo en el que las agencias de la Unión Europea quisieran administrarlas. Y a pesar de que ellos conciban al euro como un instrumento financiero de la élite dominante, en realidad no tienen objeciones a un tipo de economía internacional que se base en estructuras y recursos locales.
Los chalecos amarillos, de hecho, no se oponen al mercado en la medida en que este sirve a un propósito social que garantice a la gente una vida digna en proporción a sus esfuerzos. A diferencia de otros movimientos en torno a los “salarios”, el gesto de los chalecos amarillos afirma la independencia laboral, que para muchos es signo de autonomía. La paradoja de un movimiento de la gente común alrededor de la autonomía, probablemente radica en que, quizás, sea una consecuencia directa del creciente desarrollo de la individualización en las sociedades europeas, al menos desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Pero no es menos cierto que la sustancia de toda acción colectiva tiende a cambiar en cada época. Y en ésta lo que cuenta parece ser la unidad de la condición individual. Sabemos que nuestra aspiración hoy tiene mucho que ver con el reconocimiento de nuestra singularidad en el espacio social.
Naturalmente, para los chalecos amarillos no hay una oposición entre lo colectivo y lo individual. Esto explica por qué la reducción impositiva, la solidaridad con los refugiados o una apuesta por una democracia directa conviven en el mismo programa de demandas. A diferencia de los votantes de los partidos tradicionales, los chalecos amarillos no ven contradicción alguna entre la aspiración a vivir juntos en tanto que individuos independientes. Es en este sentido que podemos decir que son verdaderos ciudadanos post-industriales que han dejado atrás el sentido de colectividad y de comunidad. Aun cuando son trabajadores asalariados, atizados por la incertidumbre del mercado y la competencia, estos sujetos se ven a sí mismos como emprendedores, capaces de encontrar su propio camino en la malla institucional de la sociedad. No hay caminos preestablecidos, carreras lineales o jubilaciones confortables a la espera, no hay identidades sociales que seguir. Los chalecos amarillos, frente a los movimientos tradicionales, no suelen tener nostalgia alguna por comunidades o valores, ya sean nacionales o políticos. Es por esta razón que no logran encajar en la lógica populista que, una y otra vez, intenta encasillarlos o excluirlos como novedad social. Estamos ante individuos que articulan una visión política sobre la base de un propósito colectivo solidario, aunque sin desatender la promoción personal.
Hace veinte años, junto a varios colegas, investigué las formas de la inseguridad y la incertidumbre en Europa. Ya en aquel entonces generamos una serie de informes que incluían recomendaciones y alertas sobre los retos de cara al futuro: “Necesitamos volver a pensar la gobernabilidad política como una dimensión, en lugar de cómo una garantía de la existencia individual. Esto debería ser parte de un programa para ajustar la acción institucional que pueda garantizar el espacio para la realización de cada uno de los proyectos de cada individuo”. Naturalmente, nuestro informe -como los de tantos otros investigadores- solo consiguió acumular polvo en una de las gavetas de alguna agencia pública. Diez años más tarde, los movimientos de las plazas irrumpieron en Madrid y Atenas, Kiev y Nueva York, y en muchas otras partes del planeta. Una forma nueva, más madura, parece estar desarrollándose ahora en Francia.
La historia nunca puede escribirse adelantándose de los hechos. Podría ocurrir que las instituciones de las mayorías parlamentarias consigan gestionar estos tiempos y mutar parcialmente hacia nuevas formas políticas más ajustadas a la realidad. También podría suceder que el autoritarismo regrese al centro del escenario de la historia europea. Sin embargo, también hay razones para creer que una nueva forma democrática pudiera estar emergiendo desde abajo, es decir, a partir de ciudadanos que ya han dejado atrás a los partidos políticos y la clase dirigente como condiciones para construir un mundo de convivencia digna. Los chalecos amarillos han demostrado que hoy se puede dudar de la centralización del poder, y no solo por la dimensión ideológica abstracta, sino también porque nuevas experiencias cotidianas, como pueden ser llenar el tanque de gasolina o pagar la factura de la luz o el agua, emergen como base. Y es precisamente este vínculo entre la experiencia cotidiana y la visión intelectual de la política lo que se convierte en un reto para la fundación del poder político moderno, tal y como lo hemos entendido al menos desde las revoluciones del siglo XVIII. Esto no es poca cosa. Una vez más, Europa parece estar políticamente viva.
*Originalmente publicado en On the Frontline. Traducción al castellano por Gerardo Muñoz.