Todo sustantivo implica un verbo que lo sustenta. El verbo que sostiene la palabra 'democracia' es convivir. Aunque en la escuela nos enseñan a pensar la democracia como un sistema de gobierno, se trata de un modo de convivencia. El biólogo cultural Humberto Maturana explica que convivir no es meramente estar los unos al lado de los otros, sino que implica confluir en las emociones y los haceres de la relación, es decir, estar los unos con los otros en el fluir de un entrelazamiento de prácticas comunes y de sentires. Se trata de estar juntos de modo que lo que les pasa a los unos no resulte indiferente a los otros y viceversa. El sentimiento fundamental que orienta el modo de vida colectiva al que llamamos democracia es el deseo de convivir. ¿Podemos seguir utilizando el sustantivo democracia para dar cuenta del modo de vida colectiva en el que hoy en día inscribimos nuestro existir?
Además de esconder un verbo, el sustantivo democracia se acompaña de adjetivos que se han ido insertando en su devenir histórico. Se incide constantemente en el carácter democrático de nuestro modo de vida colectiva, pero se omite que se trata de una democracia únicamente formal y representativa. Que sea formal significa que la forma predomina sobre el contenido. Que sea representativa conlleva, como en toda representación, que aquello que está formalmente representado se encuentra realmente ausente. No es en el plano de la representación en el que se cimenta un modo de vida en común tejido con haceres y sentires entrelazados, es decir, en el que se sustenta la convivencia. Para ello se necesita de otros planos. Todo modo de vida realmente democrático requiere de la existencia de una demodiversidad, es decir, de otros modos de democracia que, más acá o más allá de la representación, transformen ésta en un sentido más democrático o la desborden con prácticas de la presencia que le disputen el sentido y la hegemonía.
La convivencia, base del modo de vida democrático, requiere, junto a la necesidad de la presencia de los unos y los otros, de la confianza. El prefijo con- remite etimológicamente a los términos “junto a” y “cerca de”. La raíz fi- proviene del latín vulgar “fidare” (fiar o fiarse). No existe confianza sin la experiencia de la cercanía y sin que nos fiemos los unos de los otros y viceversa. Sin embargo, la relación de los políticos y las personas se caracteriza, cada vez más, por la experiencia de una distancia y una desconfianza tan mutuas como endémicas. Como las personas no somos de fiar para los políticos, nos alejan todo lo que pueden del control sobre sus haceres y decisiones. En esa distancia, los políticos desarrollan una autonomía en la que, lejos del interés común, suelen responder, fundamentalmente, a intereses particulares. De entre esos intereses destaca el firme propósito de garantizar la supervivencia y competitividad de sus respectivas marcas en el mercado de los partidos políticos. Para ello es común y recurrente el engaño y la práctica de la mentira. De este modo, el hacer político, lejos de orientarse a partir de un fundamento ético, se inscribe en el ejercicio de una racionalidad instrumental. En nuestro modo deficitario de democracia, el político no sirve a una comunidad sino que se sirve de la política. El carácter profesionalizado de su actividad, sujeta a unas condiciones materiales que hoy en día determinan el goce de un privilegio, contribuye a enfatizar el peso de esta racionalidad.
Cuando hace años nos juntamos en las plazas compartíamos un malestar acerca del modo deficitario de democracia que habitamos. Ese malestar se acompañaba del deseo de otra cosa. Nos bastaban tan sólo tres palabras para nombrar ese malestar y ese deseo: democracia real ya.
La naturaleza multitudinaria de ese anhelo nos regaló pistas acerca del carácter profundo de una crisis de sentido que posee una dimensión sistémica. Desde entonces, sin embargo, no parece que hayamos sido capaces de avanzar en la sanación de ese malestar, tampoco en la materialización del deseo de otra cosa. Por el contrario, se ha consolidado una dinámica de restauración de lo mismo: la insistencia en un modo deficitario de democracia que, lejos de colocar en su centro la construcción material de convivencia y una práctica política de la presencia, impone la racionalidad instrumental y la falla ética propia de los políticos y su mercadotecnia electoral como inalterable principio de realidad. ¿Qué le ha pasado al deseo colectivo de otra cosa que por miles nos llevó a las plazas no hace tanto tiempo?
Los nuevos partidos surgidos en los últimos años han contribuido notablemente a apuntalar ese principio de realidad aparentemente inalterable. En lugar de proponerle a la sociedad espacios y veredas para la demodiversidad, han redundado en la imposición de una concepción de la democracia como sistema organizacional cerrado. En eso, como en tantas otras cosas, operan como espejos de los viejos partidos. Sin praxis ni propósito realmente instituyentes, se han constituido en agentes de reproducción de lo instituido. Lejos de la potencia cualitativa e incontable que expresábamos en las plazas, hoy habitamos la confirmación de una reducción cuantitativa de la democracia en la que únicamente se nos reserva el papel de objetos de los cálculos de otros. La restauración de lo electoral como centro despótico de lo democrático nos reduce a votantes. La designación de los platós de televisión como localización primordial para lo político nos convierte en audiencias. La centralidad de lo electoral y de lo mediático hacen de la política un espectáculo en el que participamos como consumidores de los enunciados de otros.
Tanto lo electoral como lo mediático encuentran en el medio televisivo su artefacto más determinante. La palabra televisión se forma a partir del término griego tele-, que significa lejos. Ambos fenómenos inciden, sobre todo, en la producción de distancia. Al igual que ocurre hoy en día con lo televisivo, lo electoral tiene en la ficción serial su código fuente y su dispositivo estratégico más significativo. El componente léxico fundamental del término ficción es el verbo latino fingere, que significa fingir, simular, aparentar. Ni a las series de televisión ni a los políticos les interesa lo real tanto como les importa la producción de un relato que resulte verosímil, es decir, creíble para sus audiencias. Como ocurre con todo dispositivo espectacular, tanto lo electoral como lo televisivo se enfocan en la movilización de nuestras emociones. La palabra emoción no es sinónimo de afecto. Se trata de vocablos que poseen significados distintos. Si las emociones constituyen respuestas individuales a estímulos exteriores, los afectos necesitan irremediablemente de un otro con el que establecer un vínculo. Como individuos solos podemos emocionarnos ante un estímulo televisivo, también podemos votar (“cada ciudadano un voto”), pero no podemos convivir: para vivir con necesitamos de la presencia de otros.
En el convulso y crítico tiempo que vivimos, desalojar la democracia real y la construcción de convivencia del centro de lo político resulta de una irresponsabilidad de consecuencias dramáticas. Como todo ser vivo, la democracia requiere de un nicho ecológico que le asegure la vida. Ese nicho ecológico se encuentra hoy atravesado, en lo más profundo de su devenir, por una razón general a la que hemos convenido en denominar neoliberalismo. Desde hace más de cuarenta años, esta razón ha tornado el capitalismo en norma general de la vida hasta en lo más capilar e íntimo. Más allá de la esfera legislativa y de las políticas (policies), el neoliberalismo se ha impuesto como inconsciente colectivo y nuevo sentido común: un modo específico de racionalidad que interviene y orienta nuestro modo de subjetivación, nuestro tejido sensible y nuestra conducta. Se trata, fundamentalmente, de una máquina de producción de desconfianza, desafecto y distancia en relación con el otro. Su epicentro se localiza, como paradójicamente ocurre también con la posibilidad de la convivencia, en el espacio fundamental en el que vivimos nuestra presencia: la vida cotidiana. Es en el nicho ecológico de la vida cotidiana neoliberalizada, precisamente, donde anida la verosimilitud de la nueva corriente abiertamente racista, misógina y homófoba que se liga a un nacional-catolicismo extremo de ímpetu renacido. En ese medio su producción de enemistad se mueve y prolifera como pez en el agua. Es ahí, primordialmente, donde se le debe disputar el sentido hasta dejarla en fuera de juego. Donde necesitamos hacernos presentes, entrelazarnos en prácticas y sentires comunes, construir democracia real, tejer instituciones para la convivencia. Y sólo desde ahí, en cualquier caso, preguntarnos colectivamente acerca de cómo atravesar, dislocar y desbordar la representación y los espacios instituidos de la democracia deficitaria.
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