Hace una semana David mató presuntamente a sus hijas Candela y Amaia mientras ellas, también presuntamente, disfrutaban de sus vacaciones en una de sus dos casas, es decir, en un espacio de presunta seguridad para ambas. En otro lugar, lejos, en una playa, en otra playa, alguien dejó de leer La parte de los crímenes de la novela 2666 del escritor chileno Roberto Bolaño. El núcleo de esta novela, el misterio, la intriga, consiste en intentar comprender por qué o cómo en una ciudad del desierto de Sonora, Santa Teresa, un trasunto de Ciudad Juárez, se producen, desde 1993, los asesinatos violentos o desapariciones de más de cien mujeres al año, de promedio, ante la impunidad y la complicidad institucional.
No es que el escritor chileno destaque por su discurso feminista, más bien su obra se nutre del imaginario típico patriarcal, si bien su talento narrativo le hizo darse cuenta de que aquello que viene sucediendo en Ciudad Juárez contenía uno de los misterios que explicaba mejor el fangoso mundo en el que habitamos. Los crímenes de Sonora eran y son un correlato muy elocuente para narrar nuestro mundo. Un mundo desigual. Cimentado en la desigualdad, de muchos tipos, pero en la base de todas ellas, la desigualdad de género: la madre de todas las desigualdades. Bolaño hizo suyo el tema, supo que era de eso de lo que había escribir. No podía dejar de hacerlo. Luego murió.
Al día siguiente del asesinato de las niñas gallegas, al día siguiente de que alguien cierre la novela porque se le ha hecho bola el listado interminable de nombres que llena una parte del capítulo, la Policia de Madrid lanza este tuit:
Y se queda tan ancha. No, mejor aún, el tuit se ve engrosado por un hilo eterno de respuestas que retratan bien el estado de la cuestión.
En el boletín de su Hora 14, La Ser abre con el ala hallada del desaparecido vuelo de Malaysia Airlines. En la versión impresa de El País hay que pasar más de cinco páginas, hasta llegar a Sucesos, Nacional, para encontrar la nota que relata “las muertes” de Amaia y Candela. Todos los titulares se llenan de tópicos y palabras inexactas: brote, enajenación, persona normal. Los programas carroñeros descienden en picado sobre los detalles escabrosos sin detenerse a pensar que estamos hablando de un crimen machista. Surge el debate, incomprensible, de las denuncias falsas. La figura retórica de los hombres maltratados. La “misandría” como arma arrojadiza en manos de cazurros cerriles. Los flames. Las agresiones verbales y amenazas contra feministas que dicen lo que piensan al respecto. Ya siento cómo los comentarios a este artículo empiezan a chisporrotear justo después de este párrafo. Avanti. La mejor defensa siempre fue un buen ataque y es más fácil defenderse dialécticamente panza arriba que atreverse a mirar cara a cara el desierto de Sonora y escribir una novela. Lo comprendo.
Esa misma noche, una madre será degollada, también en su piso, en su espacio de intimidad, donde nunca nadie debería ser asesinado, por su propio hijo, un chaval de diecisiete años. Probablemente, a esa misma hora, dos chicas estén volviendo a casa de las fiestas de su pueblo con miedo a ser atacadas en esa parte más oscura entre los bloques y los fuegos artificiales. En una cena con amigos, mientras, algún marido deja soltar el vocativo “gilipollas” para referirse a su mujer. Y el resto de comensales, a pesar de sentirse incómodos, callan.Y otorgan. Frente a la embajada de México, esa misma tarde, ha habido una concentración para recordar y nombrar, por fin, a Nadia Vera, Olivia Alejandra Negrete, Mile Virginia Martín y Yesenia Quiroz, las cuatro mujeres asesinadas en el piso del D.F. donde también asesinaron a Rubén Espinosa, nombrado y reivindicado apenas se descubrió la matanza y única víctima encontrada vestida y sin torturar ni violar. Así que sí, Policia, somos cuerpos sexuados y atravesados por el género, lo cual, a la larga, parece que termina importando. Al rato, ya de madrugada, saltará la noticia de que un concejal valenciano ha sido detenido acusado de provocar el incendio en el que murió su mujer. Los medios insisten, pese a todo, en presentar este enjambre de hechos como casos aislados, con tintes de enajenación asociados con la locura. Sin trazas de comité de crisis ni declaraciones institucionales.
Aún así, por la mañana, nos despertamos con el sabor acre de otro asesinato “familiar”. En “el crímen de Castelldefels” el padre ha asesinado a otros dos menores, sus hijos, y esta vez también a la madre de estos. Los vecinos comentan sobre las peleas audibles en el piso. Los mossos sobre las denuncias que ella hizo o dejó de hacer. Surge otro debate en torno a las denuncias. ¿Pero por qué no denuncian? De nuevo el peso, la responsabilidad sobre nosotras. ¿Es tan difícil ponerse de nuestro lado sin fisuras? ¿Intentar ver la cuestión con perspectiva sin dejar de fiscalizar y culpabilizar a la víctima?¿Hacer vuestro el tema? Así como os duelen las crisis de refugiados, la Sierra de Gata ardiendo sin ser de Cáceres, el hostigamiento de la Troika a Grecia, el calentamiento global. ¿En serio? ¿Es tan difícil? Porque esa misma mañana no vi timelines ardiendo, ni hashtags, ni ilustradores montando campañas virales, solo veo iniciativas guerreras nacer de los espacios ya significados previamente. “Cada vez somos más visibilizándonos y guerreando, muchas y muy diversas, quédate con eso”, me dice una amiga por mensaje directo. Y me consuela.
Pero un montón de preguntas más me queman. Os las lanzo así, a bocajarro: ¿queréis que sigamos vivas?, ¿os concierne?, ¿qué vais a hacer al respecto?, ¿cómo os vais a sumar?, ¿a hacer vuestra la causa?, ¿cómo vais a defender de esto a vuestras hijas?, ¿cómo construis un mundo no desigual desde vuestras prácticas, desde vuestros discursos? Los responsables institucionales y los medios que relatáis “la realidad”, ¿qué protocolos estáis asumiendo, con qué formación contáis?
Cada una de nosotras, en nuestra cotidianidad, convivimos con nuestro particular desierto de Sonora, que en función de nuestra clase social o suerte, toma una u otras formas de violencia. Si no lo queréis asumir, la ceguera colectiva continuará llenando el subsuelo de cadáveres mientras desde la mayoría de los medios y redes sociales los debates estériles empañan de nuevo el crucial, la realidad más flagrante: nos están matando.
Y tenemos el capricho de querernos vivas. ¿Y vosotros? ¿Nos queréis vivas?
Hace una semana David mató presuntamente a sus hijas Candela y Amaia mientras ellas, también presuntamente, disfrutaban de sus vacaciones en una de sus dos casas, es decir, en un espacio de presunta seguridad para ambas. En otro lugar, lejos, en una playa, en otra playa, alguien dejó de leer La parte de los crímenes de la novela 2666 del escritor chileno Roberto Bolaño. El núcleo de esta novela, el misterio, la intriga, consiste en intentar comprender por qué o cómo en una ciudad del desierto de Sonora, Santa Teresa, un trasunto de Ciudad Juárez, se producen, desde 1993, los asesinatos violentos o desapariciones de más de cien mujeres al año, de promedio, ante la impunidad y la complicidad institucional.
No es que el escritor chileno destaque por su discurso feminista, más bien su obra se nutre del imaginario típico patriarcal, si bien su talento narrativo le hizo darse cuenta de que aquello que viene sucediendo en Ciudad Juárez contenía uno de los misterios que explicaba mejor el fangoso mundo en el que habitamos. Los crímenes de Sonora eran y son un correlato muy elocuente para narrar nuestro mundo. Un mundo desigual. Cimentado en la desigualdad, de muchos tipos, pero en la base de todas ellas, la desigualdad de género: la madre de todas las desigualdades. Bolaño hizo suyo el tema, supo que era de eso de lo que había escribir. No podía dejar de hacerlo. Luego murió.