A 10 kilómetros de la frontera con Rusia: un día con el batallón ucraniano que vigila los pueblos vacíos del norte de Járkov
Algunas de las viviendas de Pytomnic, una pequeña aldea de Járkov situada a 10 kilómetros de la frontera con Rusia, gritaban clemencia: “Esta casa está habitada. Hay una familia y niños”, reza una inscripción en ruso en una puerta metálica, desbaratada y perforada por los disparos, de la que apenas queda una parte en pie. Quien lo escribió ya no está. La familia y los niños, tampoco. Nadie parece haber atendido a sus ruegos.
Solo se escucha el sonido de las pisadas sobre la nieve que cubre los caminos de uno de los pueblos que fueron ocupados por las tropas rusas los primeros días de la invasión. El 24 de febrero de 2022, decenas de tanques procedentes de Rusia recorrieron a gran velocidad la carretera E105 desde el lado ruso de la frontera hasta alcanzar el centro de Járkov. Lo recuerda el subcomandante Anatoly Poltava, de 22 años, el día en que se cumple el aniversario del inicio de la guerra, en la misma furgoneta en la que durmió durante semanas durante el arranque de la ofensiva.
A medida que la furgoneta avanza hacia la frontera, la destrucción se hace más evidente. Ramas de árboles despellejadas y vencidas por las ondas expansivas, vehículos calcinados, restos de misiles y de minas antipersona. La zona no permite moverse con libertad. Los militares deben caminar sobre las huellas marcadas en la nieve para disminuir los riesgos de que quedan espacios sin desminar.
Es el escenario de una de las batallas en las que el Ejército ucraniano acabó por empujar el retroceso de las tropas rusas. “Aquí murió mi mejor amigo”, recuerda Poltava mientras señala los distintos fragmentos de armamento desperdigados en las laderas de las carreteras. Después aparecen las casas de Pytomic, arrasadas tras la ocupación de las fuerzas del Kremlin y la posterior contraofensiva ucraniana.
La estructura de un carrito de bebé abandonada, un radiador semiescondido, varios sacos de dormir, un paquete de comida militar rusa, vehículos marcados con la “z” convertida en símbolo del ejército del Kremlin, una camiseta infantil tendida frente a una vivienda destruida… El rastro de la vida de quienes residían en este pueblo próximo a la frontera con Rusia se funde con las señales de la guerra. En el interior de una amplia casa con las paredes arrasadas, aparecen montañas de restos de armamento. “Aquí los rusos crearon un almacén de munición”, detalla el subcomandante.
En el camino, un perro se acerca a la carrera en busca de atención o alimento. Nos acompaña durante parte del trayecto. Nadie sabe si sus dueños huyeron y lo dejaron atrás. Tampoco si siguen viviendo. “Cuando nuestras tropas recuperaron el lugar, estos perros se estaban alimentando a base de cadáveres”, asegura el militar. Un poco más adelante, señala el esqueleto de una cabeza de perro, medio enterrada entre la nieve.
Para evitar que vuelva a ocurrir, para vigilar la misma carretera por donde accedieron, de manera súbita, las tropas rusas hace un año, Rizado hace guardias en uno de los asentamiento a militares que la Brigada 5 del ejército mantiene en diversos puntos próximos a la frontera, cuyas localizaciones no pueden ser difundidas ante el riesgo de ataque ruso. 'Rizado' es el nombre en clave de Román, un joven de 21 años que no quiere ser militar pero le tocó serlo en el peor momento posible. La invasión rusa de su país le coincidió con el servicio de formación militar obligatorio. “Ha sido mala suerte”, reconoce el chaval. Aún no llega a creerse que haya pasado un año desde la madrugada en que empezó a escuchar los bombardeos.
“Hoy -este viernes 24 de febrero-, mientras desayunábamos, hemos recordado ese primer día. Pasé miedo. Lo peor eran los ataques diarios a las tres de la madrugada. Siempre a la misma hora”, recuerda Román, también estudiante de ingeniería. El soldado combina las guardias en este punto clave del norte de Járkov con sus clases universitarias online, que no ha abandonado a pesar de la guerra. Recuerda también de ese 24 de febrero su inquietud por no poder hablar con su madre: “Al estar en el servicio militar obligatorio nos retiran los móviles”. No pudo hablar con ella hasta dos días después. “Rompió a llorar. Estaba muy preocupada y le alivio mucho escuchar su voz”.
A ratos libres, estudia en la pequeña cocina levantada en lo que fue una parada de autobús. “La he construido yo”, dice el aprendiz de militar movilizado en la contienda. La caldera proporciona el suficiente calor para resguardarse de los ocho grados bajo cero del exterior. En sus horas de descanso, desciende por los pasadizos subterráneos creados en este puesto de control, fortificados con madera y construidos en zig-zag, para reducir el riesgo ante un posible ataque. Allí, bajo tierra descansa junto al resto de compañeros del batallón en un cuarto de literas.
A unos 15 kilómetros de la frontera, también en la hilera de pueblos que rodean la carretera que conecta Rusia con Járkov, otro pueblo: Ruska losova. A diferencia de la aldea vecina, sus calles desiertas engañan. En la despejada carretera, aparece en el horizonte la silueta de un hombre delgado que empuja una carretilla cargada de leña. Su andar relajado contrasta con la rapidez de los escasos vehículos, todos militares, que atraviesan la vía. Se llama Viacheslav y tiene 45 años. No se ha ido del pueblo desde el inicio de la guerra. También castigado por el intercambio de artillería y la ocupación rusa, el vecino permaneció con su mujer a pesar de los intensos bombardeos.
Viacheslav ha dedicado este año de guerra a ayudar a los vecinos ancianos que, como él, optaron por permanecer incluso en los peores momentos de la contienda en el norte de Járkov. “Nos traen comida para 27 personas y las reparto entre los mayores”, explica el ucraniano mientras continúa arrastrando la carretilla con la leña que utilizará para calentarse ante la falta de electricidad.
El voluntario niega haber pasado miedo: “En una semana me acostumbré a los bombardeos”. Durante los días de ocupación y en la posterior batalla entre ambos bandos, Viacheslav pasaba “casi todo el día en la calle”. Repartía comida entre bombardeos, según su relato. “Era difícil, incluso he tenido que apagar algunas casas que estaban incendiadas. Caía durante las 24 horas, a 100 metros, me iba, y volvía a caer. Así me acostumbré… ”.
¿Por qué decidió quedarse? “Alguien debía ocuparse de esto... Se quedaron mujeres ancianas, de 75 años y más. No hubo suministro de gas y de luz. Tenía que preparar la comida en la calle. ¿Y quién tiene que trae la leña? ¿Quién subía el agua? Todo el día lo pasaba fuera”.
Una de esas ancianas a las que Viacheslav ayuda durante la guerra es Nadezca Ivanovna. Para llamar a su puerta, el hombre la golpea con una piedra, para que la señora, de 84 años y con problemas de audición, pueda escucharle. La mujer tarda en abrir, camina despacio porque se mueve con dificultad. Nos invita a pasar. En medio de la devastación de la zona, el interior de su casa se siente hogar.
La octogenaria se sienta en un sofá frente a una pared cubierta con un colorido papel pintado. “No me fui a ninguna parte. No abandoné mi casa ni para un minuto”, responde casi adelantándose a la pregunta, como si hubiese tenido que responderla en más de una ocasión. Como si le hubiesen insistido antes en que saliese del agujero negro en que se convirtió su pueblo. Ha pasado sola los 365 días de guerra. La mayor parte de ellos sin electricidad. “Claro que tenía miedo. Me temblaba todo. Es la guerra”.
La mujer describe haber estado aterrada pero sus gestos no la acompañan. Sonríe constantemente y habla con energía. “Aquí al lado ha caído, claro que tenía miedo”, repite la mujer, quien niega con la cabeza cuando se le pregunta si le surgió la posibilidad de ser evacuada: “¡Que no quería! Vinieron autobuses, pero no quería. Si había explosiones, bajaba me sentaba ahí en el sótano y ya está. ¿Por qué me voy a ir? ¿Quién me necesita? ¿A dónde voy? ¿Qué voy a llevar conmigo? No tengo nada”. Nadezca, como otras muchas personas mayores durante la invasión rusa, se muestra preparada para que pasase lo que tuviese que ocurrir. Nació en el pueblo, dice, y ella no iba a irse de allí. “¿Por qué me voy a esconder? Si siempre he vivido en esta casa”.
La octogenaria arrastra una de sus piernas para moverse y se fatiga al caminar, pero muestra su casa con orgullo: “La arreglo yo todos los días”. Durante el intercambio de fuego entre los dos bandos, durante la ocupación rusa, ella arreglaba su hogar en medio del fuerte estruendo de los bombardeos, como si nada pasase a su alrededor. Vuelve a sonreír: “Tenía miedo, pero estaba en casa”.
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