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Más de 50 días viviendo en el metro de Járkov bajo el fuego ruso que no cesa

La estación de metro de Heroiv Pratsi, en el norte de Járkov (Ucrania), llena de colchones y tiendas, donde decenas de vecinos de la ciudad viven para refugiarse de los bombardeos rusos.

Gabriela Sánchez / Olmo Calvo

Enviados especiales a Járkov (Ucrania) —
18 de abril de 2022 22:25 h

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Los tejados de un edificio residencial del centro de Járkov están calcinados mientras los bomberos se aseguran de que las llamas permanecen extinguidas. Las calles, casi desiertas y empapadas, están cubiertas de restos de cristales de las viviendas afectadas por el ataque ruso que este domingo dejó al menos cinco muertos y 20 heridos en el centro de esta ciudad oriental, la segunda mayor de Ucrania. Solo algunos vecinos caminan con agilidad por los alrededores y otros asoman sus cabezas desde las escaleras de la estación de metro de Pushkinska. Bajo tierra, en los andenes del suburbano, se esconde la vida que apenas se aprecia en la superficie. 

Una vida estancada, una vida extraña y angustiosa, pero una vida. Para llegar a ella hay que descender las numerosas y empinadas escaleras mecánicas, detenidas la mayor parte del tiempo, que están rodeadas de carteles publicitarios a los que ahora nadie mira. En el subterráneo, decenas de colchones y tiendas de campaña se reparten por una de las principales estaciones del metro de Járkov. Una de las más bonitas. También una de las más profundas y, por tanto, seguras. 

Antón sale medio dormido de la tienda de campaña verde donde duerme desde hace más de 50 días. “Vivo aquí desde el 24 de febrero porque es el lugar más seguro de toda la ciudad”, dice este joven de 19 años, estudiante de Historia y youtuber. Su madre, Gala, recoge un poco su “parcela” del andén minutos antes de comenzar la hora del desayuno. Residían en el decimocuarto piso de un edificio residencial de Saltivka, uno de los barrios del norte de Járkov más afectados por los ataques rusos. Allí, en la zona más cercana al frente, las bombas caen cada día. 

“Vivimos aquí todo el tiempo porque no tenemos un lugar a donde volver”, lamenta la mujer, de unos 50 años. Otras de las personas resguardadas de las bombas en el metro pasan el día en sus propias casas, para regresar por la noche a la seguridad del sótano más profundo de la ciudad. Pero su familia no tiene dónde ir. Salió de su hogar el primer día de conflicto tras una fuerte explosión que hizo temblar todo el edificio. Nunca más pudieron regresar. 

Gala no se queja y, dice, intenta estar activa: “Si estamos vivos, todo está bien. Si puedes vivir, todo es posible”. Su día a día se reduce a buscar cualquier entretenimiento para no pensar demasiado en una de sus mayores preocupaciones: su madre, quien aún sigue en su barrio y a la que envía comida y medicinas a través del trabajo de voluntarios, como Aleksey, de 28 años, que cada mañana acude a la parada de metro a llevar y servir el desayuno entre sus vecinos. También recorre distintos puntos de Járkov, incluidos los más peligrosos y sin acceso a agua ni luz, para entregar comida y medicinas a quienes rechazan salir de sus hogares, la mayoría personas mayores, a pesar de la dureza de la ofensiva rusa en sus barrios. 

En el fondo de la estación, Valentina y su marido desayunan una sopa caliente sentados en un par de sillas plegables. Tienen 82 años y duermen desde hace casi dos meses en un colchón colocado sobre unos palés. Repiten una y otra vez que no pasa nada, que “todo está bien”, aunque su desgana es evidente.

“Es más duro para los soldados estar ahí fuera que para nosotros estar aquí”, dice Valentina. Viste un jersey de color azul eléctrico y su pelo blanco está alborotado. Intenta no salir del suburbano y, si lo hace, solo se acerca a su casa para comprobar que todo continúa en buen estado. Su familia y sus nietos se han ido de la ciudad para protegerse de los incesantes proyectiles rusos, pero como muchos ancianos, la pareja rechaza con la cabeza esa posibilidad de forma tajante. “No hay razón para huir de los rusos. No importa, porque ellos te pueden encontrar en cualquier sitio y disparar. No tiene sentido huir si 'ese hombre' está loco y puede hacer cualquier cosa”, añade el anciano, un veterano soldado jubilado.

Están agotados, pero, repiten: “todo está bien”.

Extender el terror

Los ataques rusos en áreas residenciales de Járkov minan los intentos de su población de mantener una pequeña parte de la normalidad arrebatada por la invasión rusa. Elena duerme en el metro desde el 1 de marzo pero intenta arañar algo parecido a una rutina. Aprovechando que Rusia suele concentrar sus ataques durante la noche, la mujer de 56 años intenta disfrutar de las mañanas en su casa. Allí se ducha, se peina, hace algunas tareas. Siente por un rato que todo continúa tal y como lo dejó. Hasta que su hijo la llama.

El adolescente, de 16 años, se angustia cada vez que su madre sube las escaleras del metro en sus paseos matutinos. “Tiene mucho miedo de las explosiones”, cuenta Elena en voz baja, sentada en un taburete junto al colchón donde duerme el chaval. “Él sale muy poco”. El viernes lo intentó y tuvo que volver al metro a la carrera y aterrado. “Hubo muchos bombardeos y todo empezó a temblar y salió del apartamento muy asustado. Ayer [el sábado] ya no quiso salir y hoy [domingo] no creo que lo haga”. 

En el ataque del domingo, al menos uno de los misiles colisionó contra un edificio ubicado frente a la estación de la que el hijo de Elena se resiste a salir. 

La estación del norte

A 10 minutos en coche, se encuentra otra estación de metro ubicada a dos manzanas del acribillado barrio de Saltivka, objetivo de la mayor parte de los bombardeos rusos en Járkov, junto a Piatykhatk. Los edificios destrozados se multiplican y los pocos civiles que caminan por otros puntos de la ciudad desaparecen a medida que nos acercamos a una de las áreas urbanas más peligrosas. 

Y, de nuevo, la vida se encuentra bajo la superficie, en otra de las estaciones de metro de la segunda ciudad de Ucrania. Aquí, en Heroiv Pratsi –Héroes del Trabajo–, el hastío y el cansacio es más evidente. Sus condiciones son mucho más precarias que en la simbólica parada de Pushkinska. Esta estación no es ni la más bonita, ni la más profunda, pero está atestada de civiles asustados por el reiterado silbido de los misiles.

Cientos de vecinos llegan a dormir en cada rincón, incluidas las escaleras y los trenes del suburbano. Son también menos los voluntarios que se arriesgan a alcanzar esta parada de metro. Ir a casa a tomar una ducha, como muchos ciudadanos que viven en el metro hacen en otros puntos de la ciudad, se complica para ellos ante el mayor riesgo de salir al exterior. Y, en el metro convertido en refugio, tan solo es posible asearse con un cazo de agua en un baño de letrinas utilizado por cientos de personas. 

“¿Dónde vamos a vivir?”

Nikolaivna no sale ni a tomar el aire porque le aterra la posibilidad de volver a escuchar una bomba cerca. Lleva un mes y medio deambulando de un lugar a otro en busca de un espacio seguro. Desde el palé sobre el que duerme, repite un mismo lamento de forma atropellada. “He estado toda la vida trabajando, 54 años trabajando, para pagar nuestro apartamento y todo está destrozado”, dice la mujer de 70 años, con el pelo despeinado. A su lado están su hijo y su perro. “Mira cómo están todos estos niños. Es muy duro estar aquí. No sé dónde vamos a vivir ahora. ¿Dónde vamos a vivir?”. 

Desesperada, aún no asimila el lugar en el que está. No llega a comprender cómo hace dos meses estaba tranquila en esa casa que tanto le costó pagar y ahora está durmiendo en el suelo junto a las vías de un metro que a menudo tomaba para desplazarse por su ciudad. “Al principio no quise irme de mi casa, pero bombardeaban, bombardeaban y bombardeaban. Ahora no tengo nada. Todo lo que ves –en referencia a unas bolsas de ropa; la mayoría donada– es lo que tenemos”. 

Los vecinos, generalmente los más vulnerables, aprovechan también los trenes del suburbano para crear habitaciones propias. En los asientos donde antes se sentaban los habitantes de Járkov para viajar por la ciudad, ahora descansa la abuela de Artem, junto a varias latas de comida. El chaval, de 14 años, duerme con ella y su hermana en el interior del vagón. Su madre está en el exterior. El niño se entretiene viendo películas en el móvil y, aunque tiene clases en línea, no tiene fuerzas para estudiar: “Estoy demasiado preocupado”. En las barandillas donde los viajeros solían agarrarse para evitar perder el equilibrio, la familia tiende su ropa.

Las carcajadas de Nina

Las carcajadas de una pareja que comparte colchón resuenan en el andén. Están viendo un vídeo viral: un gato introduce una de sus patas en una copa de vino y luego camina a duras penas bajo los efectos del alcohol. Se tronchan y se abrazan. Su risa contrasta con la apatía de su alrededor, pero también atrapa. “Necesitamos algo para distraernos de esta situación. Vivimos en una zona residencial que ahora se encuentra muy cerca del frente. La primera semana estuvimos en el sótano, pero empezaron a bombardear mucho y vinimos para aquí”, cuenta Nina, de 70 años. “Es incomprensible que busquen herir a tantas personas. Nunca pensé que cuando tuviese esta edad, cuando fuese mayor, me pasaría algo así”, dice la mujer junto a su marido, Rahid, que la escucha embelesado. 

La señora reconoce, sin querer quejarse demasiado, que le duele un poco la espalda. La humedad tampoco ayuda y ya ha agarrado un catarro. Su tos se junta con la de otros compañeros de refugio. Pero Nina prefiere hablar de la primavera, su estación favorita. Dice que, si algo extraña de los tiempos de paz, es su trabajo en un restaurante que la pareja abría por temporadas en Crimea. Ahora, en abril, deberían estar iniciando la campaña. 

Podría parecer que la guerra le ha robado la primavera, pero ella no lo ve así. “Cuando salgo a dar un paseo tengo dos opciones. Puedo quedarme mirando el humo y los edificios quemados u observar los árboles en flor. Yo intento hacer lo segundo”, dice con una sonrisa. “Entonces, no logran robarme la primavera”.

Nina tiene los ojos pintados de azul. Sus labios lucen un rojo favorecedor. “¡Claro! ¿Cómo no me voy a maquillar? Si estoy en mi propio apartamento y no salgo de casa a cruzar la calle sin maquillarme”, responde entre risas con gran expresividad. Tiene amigos en distintas ciudades de Europa, cuenta, pero ella de Járkov no se va: “Amo esta ciudad. Me encantan sus teatros, me encantan sus calles. Cuando me voy de vacaciones, siempre acabo extrañándola. Si me fuese, estaría pensando en Járkov. ¿Qué sentido tendría?”, dice mientras la ciudad sufría a unos kilómetros de distancia una nueva jornada de bombardeos rusos.

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