El precio de la dignidad: cuando te niegas a enterrar a tu marido en el “cementerio de los traidores” de Turquía
Gökhan Açıkkolu duró trece días en prisión. Murió torturado y sin ni siquiera haber realizado una declaración oficial ante la policía. Era profesor de Historia en un colegio público, pero su condición de gulenista lo convertía en un peligroso “traidor”, no hacían falta juicios, mucho menos pruebas, declaraciones y otras nimiedades. La tortura continuó después de muerto: le negaron un funeral, un coche fúnebre, un ataúd y un lugar donde enterrarlo dignamente. Incluso se negaron a embalsamarlo para que su cadáver no se pudriese.
Mümine, también profesora en un colegio público, se negó a enterrarlo en el “cementerio de los traidores” sin ningún tipo de ceremonia, tal y como le exigieron. Entonces comenzó la tortura posmortem. Además, como si la culpabilidad se heredase, fue citada por el mismo fiscal que ordenó la detención de su marido. Quería interrogarla por el caso de su esposo: “Él ha dado la orden a los tanques”, le dijo. Él llevaba seis meses muerto.
Gökhan murió el 5 de agosto de 2016 y un año y medio después, el 22 de febrero de 2018, Mümine recibe una llamada surrealista del colegio donde trabajaba su marido. El Ministerio de Educación le había devuelto su puesto de trabajo, del que le habían suspendido mientras estaba detenido.
La oposición llevó tal disparate al Parlamento, los medios progubernamentales empezaron a atacar a Mümine que, como su marido, acabó acusada de “traidora”. La fecha del juicio, 31 de mayo de 2018. Estaba aterrada, así que decidió salir ilegalmente del país con sus dos hijos cruzando el río que une Turquía con Grecia. Hoy no quiere decir dónde está. Tiene miedo.
“Mi hermano embalsamó a mi marido con sus manos”
Los Açıkkolu vivían en Estambul y allí querían enterrar a Gökhan. “Nos dijeron que no nos iban a entregar su cuerpo en el caso de que quisiéramos enterrarle en Estambul porque lo harían en el 'cementerio de los traidores' y sin los rituales funerarios”, cuenta Mümine a eldiario.es. Ellos se negaron, alegando que ni siquiera había sido juzgado y entonces fueron abandonados: “Vimos que nadie quería ayudarnos. Querían cumplir las órdenes que habían recibido desde arriba”.
El objetivo de este cementerio de los traidores, en palabras del entonces alcalde de Estambul, Kadir Topbaş, es “que cada transeúnte los maldiga y no los deje descansar en sus tumbas”. Pero eran las autoridades quienes estaban llevando con éxito esa misión.
Decidieron enterrarlo en su ciudad natal, Konya, a siete horas en coche desde Estambul. Las autoridades le entregaron el cuerpo. Sin embargo, recibieron un ataúd muy grande, desproporcionado para la estatura de Gökhan. Era el único que encontraron sin el sello de la municipalidad de Estambul. Gökhan no se merecía ese sello. Mümine llora. “Es muy doloroso. Intentar privar a una persona hasta de un ataúd normal...”.
“Nos dijeron que habría que embalsamar el cadáver, pero que tampoco nos darían ese servicio”. El cadáver se pudriría metido siete horas en un coche en verano, así que pidieron en nombre del químico para comprarlo ellos mismos. “Uno de ellos le dio a mi hermano el químico a escondidas y le enseñó dónde tenía que hacer la inyección. Mi hermano mayor hizo el embalsamamiento del cadáver de mi marido con sus propias manos”, añade.
Cavando su propia tumba
Metieron aquel ataúd desproporcionado en su propio coche y se pusieron de camino a Konya. El ayuntamiento del pueblo les permitió enterrar el cadáver en el cementerio, pero no les facilitó la excavadora para cavar la tumba. “Mis padres alquilaron la excavadora a un conocido de la familia y consiguieron cavar la tumba”. Tampoco encontraron allí un imam, así que un vecino dirigió la ceremonia.
“Dos días después, el gobernador y el fiscal de la provincia llamaron al alcalde de la aldea para preguntarle por qué no se les había avisado de este funeral”, afirma. El alcalde contestó que nunca antes había tenido que pedir permiso. “Cuando escuché este incidente y dado que no nos dejaban tranquilos con nuestro dolor y luto y que pasamos por tiempos muy difíciles, me asusté muchísimo y pensé que exhumarían a mi marido y le llevarían a otro sitio desconocido”.
En octubre, Mümine fue despedida como profesora de su colegio público. “Seguía pagando el préstamo del piso y durante seis meses intenté sostener el hogar vendiendo comida casera y prendas de ganchillo”. Vivían aterrados. “Estábamos pendientes de cualquier ruido del ascensor, cualquier llamada...Mi hija a veces me decía para consolarme que no me preocupase, que el ascensor no había parado en nuestra planta”, cuenta. Solo tenía siete años. “Me siento agotada y totalmente desesperada cuando me dice ‘echo mucho de menos decir papá’”. Llora.
“Me devolvieron los medicamentos intactos”
El viernes 15 de julio de 2016 fue el intento de golpe de Estado en Turquía. El lunes, los Açıkkolu estaban fuera de la ciudad, pero les llamaron de los colegios de sus hijos anunciando que el Gobierno los había cerrado por considerarlos colegios del Movimiento Gulen. Gökhan volvió solo a Estambul para que le devolviesen el dinero de la matrícula que ya había pagado. Allí empezó todo.
Mümine recibe una llamada a las siete de la mañana “Le informamos de que su marido ha sido detenido por la unidad antiterrorista”. Cuelgan el teléfono. Durante días llamó a ese mismo número para averiguar dónde estaba Gökhan. No hubo respuesta. Ni siquiera le preguntaban por su nombre, solo decían que le cuidarían bien. Le quedaban días de vida.
El cuarto día detenido le dijeron finalmente el nombre de la cárcel y Mümine pudo llevarle la insulina a Gökhan, que era diabético. “Tras su muerte me di cuenta de que no le habían entregado sus medicamentos. Me los devolvieron intactos”. Su casa estaba patas arriba, recuerda. “Habían tirado al suelo hasta la tierra de las macetas del balcón”. Según cuenta un testigo presente en el momento de la detención en su casa, la policía le negó el derecho a un abogado.
Aunque las autoridades turcas niegan la tortura, hay pruebas que dicen lo contrario. Los médicos de prisión están obligados a preguntar sobre “agresión y coerción física” y el doctor recogió en su informe la declaración de Gökhan afirmando que le habían golpeado en el coche de camino a la cárcel. Cuando le devolvieron el cadáver, Gökhan tenía las gafas rotas. Según el testimonio de Gurol Berber, su compañero de celda, basado en lo que el propio Gökhan le había contado, las gafas se las rompieron a puñetazos. Aquel día le sacaron de la celda, había unos 8 o 10 policías alrededor: “¿Por qué me miras?”. Comienzan los golpes. Cuando Gökhan agacha la mirada: “No mires al suelo y mírame a mí”. Más golpes en la cara. Según le contó Gökhan a su compañero de celda, le habían tirado al suelo, aplastado la espalda con la rodilla y pateado las costillas.
En sus 13 días como recluso, Gökhan sufrió ataques de pánico, temblores, mareos, sudores... Tenía moratones, hinchazones... Y un fuerte dolor en las costillas y en el pecho. Todo está registrado en los informes médicos. No le hicieron ninguna radiografía por su dolor en las costillas, fue la autopsia la que finalmente determinó que las tenía rotas.
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