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Secretismo, distracciones y perseverancia en Bruselas para un acuerdo sobre el Brexit con el que May se juega su carrera política

La primera ministra británica, Theresa May, durante la rueda de prensa del jueves sobre el acuerdo del Brexit.

Andrés Gil

Corresponsal en Bruselas —

Ha sido un año y medio de negociaciones. Y desde el portazo comunitario en Salzburgo al plan de Chequers, en septiembre, las conversaciones no han hecho más que intensificarse. Mientras el presidente del Consejo de la UE, Donald Tusk, anunciaba preparativos para el “no acuerdo”, se seguía hablando y se caminaba hacia el acuerdo, hacia la salida del “túnel diplomático”, como dicen en Bruselas.

El último caso de distracción –¿o presión?– se produjo el martes en Estrasburgo. El negociador de la Comisión, Michel Barnier, informaba al colegio de comisarios del estado de las negociaciones. Y, a las 14.30, comparecía el vicepresidente Frans Timmermans y anunciaba medidas de contingencia ante la ausencia de acuerdo –visados para estancias de más de 90 días–. 

Dos horas después de aquella comparecencia de Timmermans en la que decía que las partes estaban “lejos del acuerdo”, la televisión irlandesa RTE anunciaba el principio de acuerdo. 

Esa noche, Theresa May se ponía en contacto con sus ministros para informarles del acuerdo y al día siguiente, el miércoles, se reunía con su Gabinete. Veinticuatro horas después de que Timmermans asegurara en Estrasburgo que se estaba lejos del acuerdo, May enseñaba las 585 páginas del acuerdo encuadernadas a su Gobierno y la Comisión hacía lo propio a los Estados miembros.

Los países, como los ministros de May, tocaron el acuerdo después de que hubiera trascendido a los medios su existencia. 

Sólo unos pocos lo conocían bien: Barnier y su equipo; y May el suyo propio. Un Barnier que en 2014 perdió la carrera popular ante Jean-Claude Juncker para presidir la Comisión Europea y que ahora está viendo cómo brilla de nuevo su figura política.

Como relata Daniel Boffey en The Guardian, fue la alemana Sabine Weyand, negociadora del equipo de Barnier, quien rescató la posibilidad de un acuerdo que cada vez se encontraba más embarrado. Y lo hizo reclamando mucha discreción para las conversaciones, que a partir de entonces se calificaban cada vez más de “nivel técnico”.

Weyand, relata Boffey, redobló las conversaciones intensamente con los británicos, sin las consultas habituales a los Estados miembros –salvo a Francia y Alemania, que iban recibiendo información– para agilizar los tiempos, para avanzar, y se rodearon de los mejores abogados disponibles para redactar un borrador de texto legal. Al otro lado de la mesa se sentaba Olly Robbins, enviado por Downing Street. 

La cosa iba bien, incluso aquel domingo 14 de octubre, a tres días de un Consejo Europeo en Bruselas, parecía que se cerraba el acuerdo a las pocas semanas de que May se convirtiera en dancing queen en la convención de su partido.

Pero todo saltó por los aires por las resistencias unionistas y de dentro del Gabinete de May. De poco sirvió que Juncker respondiera a May con otro baile.

El propio ministro para el Brexit, el recién dimitido Dominic Raab, rompió la baraja el domingo por la noche.

Aquellas conversaciones, como deslizó May el 17 de octubre en la cena con el resto de jefes de Gobierno en Bruselas, introducía un nuevo elemento que ahora ha resultado clave: la extensión del periodo de transición, aquel que ocupa desde la salida de la UE de Reino Unido hasta la entrada en vigor del acuerdo de “relación futura” entre ambas partes. Un periodo en el que Reino Unido permanece en el mercado único, con normas comunitarias, aportando dinero a los presupuestos, pero sin voz ni voto. Es decir, peor que ser Estado miembro, para los defensores del Brexit.

Y, precisamente, esa es una de las claves del acuerdo, un mes después de aquella cena: el periodo de transición, que debería concluir a los 21 meses de la salida –29 de marzo de 2019–, puede prorrogarse si así se decide en julio de 2020. ¿El motivo? Que la frontera invisible entre las dos irlandas no suponga una frontera dura entre Gran Bretaña y la isla de Irlanda.

Y esa petición de May, que le costará sacar adelante en Westminster y que fue compartida por Barnier, también supone un cambio para algunos Estados miembros, en la medida en que se termina por asumir que Reino Unido, tras irse de la UE, participará del mercado común y de la unión aduanera de una manera o de otra.

Como explica Boffey en su artículo, al incluir una unión aduanera completamente operativa en todo el Reino Unido en el acuerdo de retirada, los principales problemas que se habrían negociado en el periodo de transición se han terminado abordando estas semanas. Y eso es algo que muchos no querían en la UE: mezclar la negociación de la retirada con la de la “relación futura”. Y ahora parecen ir de la mano, solapándose gracias a un periodo de transición indefinido.

Pero el acuerdo no es más que un punto intermedio. Este jueves May ha visto cómo algunos de sus ministros dimitían por el acuerdo, y ha comprobado en Westminster las dificultades que tiene para sacar adelante el texto. Se juega la viabilidad de su Gobierno, seguir en Downing Street: algunos de los suyos junto a los unionistas la consideran una traidora y el líder laborista y la mayoría de sus diputados prefieren tumbar el Gobierno que dar el visto bueno al texto.

Un texto al que se llega tras salir del “túnel diplomático” con buenas dosis de secretismo, distracciones y perseverancia en Bruselas y en Downing Street.

Brexit Negotiations: What is in the Withdrawal Agreement 

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