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Trump, camino de dinamitar la hegemonía estadounidense

Donald Trump

Javier Biosca Azcoiti

Quedaban años de Segunda Guerra Mundial, pero el entonces presidente estadounidense, Franklin Delano Roosevelt, estaba decidido a liderar y configurar el nuevo orden mundial que surgiría tras la guerra.

A diferencia de lo que había ocurrido tras la Primera Guerra Mundial y el fracaso de la Sociedad de Naciones, EEUU entendió que ser el arquitecto de ese nuevo sistema político y económico le colocaría de por vida en una posición privilegiada. Más de 70 años después, Donald Trump está poniendo en peligro esa posición con su America First.

En 1941, Estados Unidos no había entrado aún en la guerra, pero ya estaba dando los primeros pasos para configurar el posterior orden mundial. A bordo del buque USS Augusta, Roosevelt y el primer ministro británico, Winston Churchill, firmaron en algún punto del océano la Carta del Atlántico, que sirvió de base para el nacimiento de la ONU.

Posteriormente, en 1944, llegaron los Acuerdos de Bretton Woods, donde se fijaron las reglas comerciales y financieras del nuevo orden mundial. Estados Unidos se había enriquecido con la guerra y estaba en una posición privilegiada para jugar en el marco de un comercio liberalizado –EEUU representaba un inmenso porcentaje del PIB mundial–, así que eso fue lo que promovió. Y funcionó: se estima que el PIB estadounidense pasó de unos 228.000 millones en 1945 a 1,7 billones en 1975.

No solo eso, sino que en muchas ocasiones Estados Unidos asumió el inmenso coste de mantener el nuevo sistema. No era altruismo, sino el precio de ser la máxima potencia y poder dirigir los asuntos internacionales.

La “generosidad” estadounidense

Trump y su America First parecen haber invertido esa tendencia. Dice estar cansado de que el mundo se aproveche de la “generosidad” de Estados Unidos, pero esa ha sido la política de su país desde el final de la Segunda Guerra Mundial para asegurar su papel como potencia hegemónica mundial. Su retirada generará vacíos de poder que otras potencias –no necesariamente aliadas de Washington– estarán encantadas de ocupar.

En apenas unos meses tras asumir el cargo, Trump se retiró del TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica), diseñado para contrarrestar la creciente influencia de China en el Sureste Asiático. Se retiró del Acuerdo de París por el medio ambiente, siendo el único país del mundo en quedarse fuera del mismo. Se retiró de la Unesco por su “tendencia anti-israelí”. Se retiró del Pacto Mundial de la ONU sobre Migración y Refugiados, renunciando así a participar en la gestión de una de las mayores crisis de la década con un argumento al más puro estilo Trump: “Nuestras decisiones sobre las políticas de inmigración deben ser tomadas por los estadounidenses y solo por los estadounidenses”.

El último capítulo de esta retirada estratégica ha sido su desencuentro con la ONU. Trump cree que el mundo está en su contra y que el papel de EEUU como supuesto garante del sistema le otorgaba inmunidad. Así lo ha demostrado después de que la Asamblea General de la ONU votase en contra de su decisión de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel. “Déjenles votar contra nosotros. Ahorraremos mucho dinero. No nos importa”, declaró.

Pocos días después, el 24 de diciembre, Estados Unidos anunció que había negociado en la ONU una reducción de 285 millones en el presupuesto general de la organización. Aunque su embajadora en Naciones Unidas, Nikki Haley, no informó de cuánto se reduciría la contribución estadounidense, sí insistió en el mismo mensaje que difunde su jefe: “No permitiremos que se aprovechen de la generosidad del pueblo estadounidense”.

Desde el nacimiento de la ONU, Estados Unidos ha contribuido a su presupuesto general con el máximo permitido, que actualmente está en el 22%. Le sigue Japón, que representa casi el 10% del presupuesto total, y China, con un 8%.

La OTAN, o cómo mantener un pie en Europa

Trump también ha lanzado mensajes contradictorios respecto a la OTAN. A pesar de afirmar que está “obsoleta”, ha prometido mantener sus compromisos con la organización. Aunque una cosa tiene clara: los socios europeos tienen que gastarse más en defensa y llegar al mínimo del 2% del PIB prometido. “23 de los 28 miembros siguen sin pagar lo que deberían para su defensa. Esto no es justo para el contribuyente estadounidense”, afirmó el presidente.

Actualmente, Estados Unidos paga el 22% del presupuesto de la OTAN, seguido de Alemania, con un 14,6%. Este desequilibrio en el gasto de la defensa colectiva no es nuevo y, además, a Estados Unidos siempre le ha convenido mantenerlo para asegurar su influencia en el Viejo Continente. La mayor desproporción en la historia de la OTAN se dio en 1952, cuando Estados Unidos financiaba el 77% de la organización.

En este sentido, Estados Unidos siempre se ha mostrado contrario e incluso ha minado los intentos europeos de crear su propio sistema de defensa colectiva. Con el fin de la Guerra Fría, la OTAN había perdido la principal razón de su existencia y su futuro estaba en el aire. Tal y como escribió en 2014 el capitán de fragata y doctor en Seguridad Internacional Francisco Ruiz: “Se identificaba la transformación de la OTAN como el único modo de mantener la presencia estadounidense en Europa, por lo que la Alianza Atlántica pasó de ser una herramienta a ser un fin en sí mismo”.

Aun así, algunos Estados miembros de la UE iniciaron el proceso para crear su propio sistema de defensa colectiva, pero Washington intentó impedirlo remitiendo a las capitales europeas en 1991 el Memorandum Bartholomew, que sostenía que ello debilitaría la alianza transatlántica.

En plena crisis entre aliados por la invasión de Irak, Francia, Alemania, Bélgica y Luxemburgo propusieron en abril de 2003 la creación de un cuartel general permanente para la UE. La propuesta volvió a provocar la oposición de EEUU, cuyo embajador ante la OTAN describió la política de la UE como “la amenaza más significativa al futuro de la Alianza”.

Con la llegada de Trump, son muchas las voces que abogan por aprovechar el momento y crear un sistema comunitario de defensa, incluido Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, que cree que Estados Unidos “ya no está interesado en garantizar la seguridad de Europa”.

El aislacionismo siempre ha sido un tema de debate en EEUU y dominó la política del país desde su independencia hasta la Primera Guerra Mundial. Trump no ha hecho más que volver a las tesis del primer presidente de la nación, George Washington, para quien las alianzas con países extranjeros eran “avenidas hacia la influencia extranjera”. “Los vínculos con naciones extranjeras son especialmente alarmantes para los patriotas verdaderamente independientes e ilustrados. La nación que siente odio o debilidad por otra se convierte en cierta medida en esclava”, señaló el 'padre fundador' en su discurso de despedida.

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