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ANÁLISIS

Estados Unidos tiene un grave problema de terrorismo blanco y Trump no puede solucionarlo

Donald Trump

Carlos Hernández-Echevarría

No sabemos gran cosa de Patrick Crusius, aparte de lo obvio: que, a la una del mediodía del sábado, entró en un centro comercial abarrotado y asesinó a 20 personas antes de entregarse pacíficamente a la Policía. También sabemos que lo hizo con un rifle que había comprado legalmente y que, conforme a la ley de Texas, nadie podía impedirle entrar con él a un hipermercado. Sabemos que tenía 21 años y que era blanco, y que condujo más de 1.000 kilómetros desde su casa al otro lado de Texas para atacar precisamente en El Paso, una ciudad con un 80% de población hispana. No sabemos gran cosa de Patrick Crusius, pero sabemos lo más importante: que los investigadores creen que, minutos antes de liarse a tiros pasillo por pasillo, publicó en Internet un manifiesto en el que anunciaba la matanza y decía que era “una respuesta la invasión hispana de Texas”.

En ese largo texto expresa sus temores hacia el matrimonio entre personas de diferentes razas y a las consecuencias políticas del aumento de la población hispana. Tiene también palabras de apoyo para los autores de otras matanzas racistas y se lamenta por los pobres europeos, que no tienen derecho a tener armas y, por tanto, no pueden defenderse de “la invasión”. Argumentos parecidos a los que puso por escrito otro chico blanco de 21 años, Dylan Roof, justo antes de entrar a una iglesia afroamericana en 2015 y asesinar a 9 personas. Y no muy diferentes de los del terrorista blanco Robert Bowers, que el año pasado mató a 11 personas en una sinagoga de Pittsburgh porque decía que los judíos estaban cooperando con la “invasión” de inmigrantes centroamericanos a EEUU.

Son solo tres ejemplos, pero ni mucho menos son tres hechos aislados. El FBI confirmó este mismo verano que la mayoría de sus investigaciones antiterroristas ya se centran en los supremacistas blancos. El año pasado, la práctica totalidad de los 50 asesinatos a manos de extremistas fueron obra de nacionalistas blancos y su número de víctimas aumentó un 35% respecto al año anterior. Entre 2009 y 2018, por cada víctima del terrorismo islámico en EEUU murieron otras tres a manos de radicales de extrema derecha. Y sin embargo, la reacción política ante una y otra amenaza sigue siendo muy desigual. Cuando un supremacista asesina, el presidente Trump corre a hablar de su salud mental, como si fuera imposible que un blanco matara por motivos políticos. Cuando se trata de un terrorista musulmán, a Trump le da igual su situación personal y usa el ejemplo para decir que hay que cerrar las fronteras. Si antes de atacar escribe sobre el declive de la raza blanca, es un loco, pero si lo que hace es jurar lealtad a Daesh, entonces es un terrorista.

El problema de fondo por el que el partido republicano tiene dificultades para enfrentarse a esta amenaza es que ellos mismos han contribuido a crearla. Muchos en el partido, pero muy particularmente Trump, han hecho carrera sobre el miedo al inmigrante, al hispano y al negro. Son décadas de promover en medios afines que las ciudades multiculturales son agujeros de crimen y corrupción, que las minorías viven de los subsidios o que los inmigrantes mexicanos son “violadores y traficantes” a pesar de que cometen menos delitos que los estadounidenses nacidos en el país. Cómo va a dar lecciones a los supremacistas blancos un presidente que le dice a congresistas estadounidenses hijas de inmigrantes “que se vuelvan a su país”; el mismo hombre que, tras la muerte de una mujer a manos de un neonazi durante una manifestación, dijo que en esa marcha “había muy buena gente”. Normal que algunos republicanos prefieran hoy decir que la culpa de este crimen racista es de los videojuegos.

Tras la matanza en El Paso, el presidente ha ido alternando sus mensajes de ánimo en las redes sociales con ataques a los demócratas y alabanzas a sus seguidores más fieles. Ha puesto en duda, inevitablemente, la salud mental del pistolero y ha decidido no interrumpir sus vacaciones. Solamente unas horas después de los disparos, estaba haciéndose fotos con las parejas que celebraban su boda en el exclusivo club de golf Trump de Bedminster, Nueva Jersey. Cuando el presidente ha dicho hace unas horas que “no hay motivos ni excusas que puedan justificar matar a alguien”, es difícil no recordar que los motivos del tirador de El Paso no le son tan ajenos. A fin de cuentas, el asesino dejó escrito que la matanza era para evitar “la invasión hispana de Texas” y el término “invasión” es el mismo que Trump ha usado para referirse a la inmigración en al menos seis ocasiones durante el último año. Puede enviar tantos “pensamientos y oraciones” como quiera y hasta rezar para que la siguiente gran matanza la protagonice un inmigrante, pero cada vez está más claro que no puede desvincularse del supremacismo. Y tal vez tampoco lo desea.

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