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Cuba: un acelerón neocolonial

Mi madre se asoma al balcón y ve la calle tomada. No se atreve a salir y tampoco entiende la explicación que le ofrecen los vecinos sobre el caos. “Están filmando Rápido y Furioso en La Habana”. Hoy, en Cuba, a cualquier cosa se le considera un parteaguas, un acontecimiento al que se dota de la trascendencia necesaria para marcar un antes y un después en la vida del país. Puede ser de alcance geopolítico, cultural o simplemente frívolo; así que lo mismo cuenta la visita de Obama o el concierto de los Rolling Stones, la apertura de la galería Continua o el desfile de Chanel…

“Fast and Furious” no es una excepción, aunque a los efectos del barrio lo que cuenta es que, antes de su filmación, a esa hora de la mañana no había casi nadie en la calle. Ahora hay que sortear decenas de motos, coches ultrarrápidos, camiones, almendrones descapotables de “gama alta”, macarras que huelen a Prada, modelos, cámaras, seguratas, extras… y una infinidad de curiosos para los que todo esto es una fiesta gigante.

Después de muchas dudas sobre lo que considera una “ocupación” del barrio en toda la regla, mi madre llega a la conclusión de que lo que estamos viviendo es, sencillamente, la “invasión americana”.

No le falta razón. Durante más de medio siglo, y salvo excepciones como el reciente documental “Cuban Chrome” (sobre los coches antiguos que ruedan por La Habana), no habíamos tenido producciones estadounidenses de esta envergadura en Cuba. Pero hoy, entre las muchas posibilidades de negocio que este país busca explotar en la isla, está la de su conversión en un inmenso plató; una escenografía virgen por la que puedan desplazarse –rápidos y furiosos- sus inverosímiles superhéroes.

Si nos remitimos sólo a los países excomunistas de Europa del Este, antiguos enemigos de Estados Unidos tras el Telón de Acero, encontraremos en su estrenado capitalismo unos paisajes que Hollywood ha ido colonizando a base de poner a correr y matar por sus calles a Jason Bourne o James Bond, esos dos JB llamados a salvar el mundo.

No es que, desde Hitchcock hasta Coppola, Cuba hubiera estado fuera de las tramas del cine norteamericano; pero por lo general, y por mandato del embargo, aparecía recreada en República Dominicana o Puerto Rico. Tampoco es que estuviera ausente en las tramas de series televisivas como “La Agencia”, “Ley y Orden”, “CSI”, “Los Simpson”, “House” o “Castle”. De hecho, lo que cuentan de Cuba en esas teleseries puede ofrecernos una pista sobre la que se avecina para los cubanos en materia de estereotipos. Da lo mismo si se trata de asesinar a Fidel en la ONU o si el asunto va del trillón de dólares que el FBI le ofrece a Homer Simpson para que lo liquide en la Habana. O si, llegando ya al extremo del disparate, Castle debe resolver el caso de un jugador de béisbol que ha desertado de la selección nacional para jugar en las Grandes Ligas y es asesinado en Manhattan, sin que falten sospechosos cubanos que hablan… ¡taíno!

En fin…

Hace mucho tiempo –a izquierda y derecha, en el turismo y en el compromiso-, Cuba es un país al que la gente no va a descubrir una realidad, sino a confirmar un guion. De modo que sus paradojas van quedando condenadas a un segundo plano, como los cubanos van quedando condenados a meros figurantes aplastados por el peso de los juicios previos: los prejuicios. ¡Qué cruz!

Con algunas excepciones, ya las coproducciones españolas o francesas, habían disparado las alarmas sobre esta manía neocolonial. Con la isla sometida a una exhibición continua e irritante de clichés propios o ajenos. El neocolonialismo no se entiende del todo sin el partenaire -¿o era el partner?- local, siempre dispuesto a enriquecerse con la compra-venta de exotismos. 

No deja de ser contradictorio que, mientras los cineastas cubanos llevan años esperando por la aprobación de una nueva ley de cine, todo vaya sobre ruedas, nunca mejor dicho, cuando se trata de esta megaproducción norteamericana. Atrapados entre la lentitud nacional y la velocidad trasnacional, esos cineastas siguen clamando por su independencia. Y es lógico que teman, tanto como intentan aprovecharlo, este torrente desatado entre la distensión diplomática con Estados Unidos, el apogeo de las teleseries y unas necesidades económicas que les obligan a participar y al mismo tiempo manejar con cautela su papel subordinado en estos eventos.

El reto no sólo se reduce a un asunto de independencia de producción, sino también de discurso, algo que les permita hacer frente a esta mezcla de turismo y deshielo que ya está alimentando el nuevo-viejo relato folclórico en el que hasta la ideología va camino de convertirse en un capítulo más del tropicalismo.

Esa tensión, por otra parte, refleja la complejidad de la propia apertura de las relaciones con Estados Unidos, su delicado equilibrio. 

Desde una dimensión práctica, resulta seductora (y hasta necesaria) esta industria capaz de generar beneficios, actualizar la tecnología y ofrecer posibilidades laborales. En su dimensión cultural, nada más comenzar ya vamos regresando a aquellas escenas pintorescas de “Nuestro hombre en La Habana”; con los cubanos, maraca en mano, poniéndole ritmo a la avalancha imperturbable del neocolonialismo.