Sin prejuzgar lo que pueda dar de sí el proceso de cambio que ahora se inicia en Argelia y Sudán, hace ya varios años que Túnez destaca como el único caso de la mal llamada “primavera árabe” en el que no solo se ha evitado caer en el abismo en el que se encuentran tanto Libia, como Yemen, Siria o Egipto, sino que se ha ido más allá de un simple de cambio de caras al frente del país en un proceso que apunta hacia un sistema plenamente democrático. Eso no quiere decir, que los casi 12 millones de tunecinos tengan garantizado un presente y un futuro esplendoroso, justo en el momento en el que se ha producido el fallecimiento del presidente Beji Caïd Essebsi.
Para empezar, la situación económica sigue siendo preocupante, sobre todo en la medida en que no se logra crear empleo suficiente. Como quedó ya bien claro a principios de este mismo año, con una huelga general de la función pública convocada por la poderosa UGTT, el descontento con la política de austeridad forzada por el Fondo Monetario Internacional (como resultado del préstamo de 2.500 millones de dólares concedido en 2017) ha derivado en protestas cada vez más intensas, sin que las medidas adoptadas —tímida reforma fiscal, relativa apertura de mercados y sostenido recorte del gasto público— hayan servido para contrarrestar las críticas contra el gobierno.
Aunque la inflación muestra ciertas señales de caída (rondando todavía el 7%) y el PIB ha crecido un 1,1% en el primer trimestre del año, esos resultados no bastan para acallar las críticas contra unos gobernantes que en estos últimos tiempos han dedicado más tiempo a pelearse entre ellos que a atender a los problemas del país.
Y es que en el terreno político el panorama no es mucho mejor. Por un lado, Essebsi (92 años) hacía tiempo que había agotado ya su margen de maniobra, enfrascado en una amarga disputa con su propio primer ministro, Yusef Chaheb, que ha llevado a la fractura total del partido gubernamental, Nida Tunis (que ahora está en las manos de Hafez Caid Essebsi, hijo del fallecido presidente), con la aparición de un nuevo partido, Tahya Tunis, encabezado por el propio Chaheb.
Más allá de luchas personales internas en un partido que, en realidad, fue en su origen (2014) apenas un intento por parte de una heterogénea amalgama de antiislamistas con muy diversos grados de convicción democrática de no quedarse fuera de juego ante el ascenso del islamismo político encarnado por Ennahda, el núcleo de la disputa tiene que ver con la pretensión de Essebsi de consolidar un sistema presidencialista (procurando colocar a su hijo en posición ventajosa), en oposición a la visión parlamentarista de Chaheb.
El hecho es que ahora, con la muerte de Essebsi el pasado 25 de julio, la decisión de adelantar las primeras elecciones al 15 de septiembre acelera un proceso electoral doble, con presidenciales y legislativas previstas para el próximo otoño. Es evidente que Túnez no llega a este punto en las mejores condiciones a pesar de haber sido capaz de lograr una cohabitación inaudita entre fuerzas aparentemente irreconciliables (Nida Tunis y Ennahda), de instaurar la necesidad de que todos los partidos presenten listas paritarias a las elecciones, de realizar un relevo pacífico en el poder como resultado de las elecciones de 2014 —cuando Ennahda pasó el testigo a Nida Tunis, desmontando así uno de los tópicos más difundidos sobre el islamismo político— y de aprobar una legislación que acercan a las mujeres a una verdadera igualdad de derechos.
Pero frente a ese cúmulo de avances, no es menor el hecho de que, junto a los retos de seguridad que supone el previsible retorno de buena parte de los más de 6.000 tunecinos que se han apuntado al yihadismo, el país se aboca a unos comicios presidenciales sin haber sacado adelante una nueva ley electoral y sin contar con un Tribunal Constitucional operativo. Eso significa que se avecina un peligroso forcejeo sobre cuál debe ser la ley que regule la nueva convocatoria, con unos candidatos apostando por la actual y otros prefiriendo la que Essebsi ha dejado sin ratificar, contando con que esta última contempla facilitar la vuelta a la escena política a personajes muy ligados a la dictadura y, sobre todo, impedir la participación a candidatos en alza tan populares como el magnate de la televisión, Nabil Kadouri.
Kadouri, al frente de Nessma TV, se ha creado una potente imagen de crítico con el poder que según las encuestas puede acabar convirtiéndolo en el próximo presidente, frente a otros candidatos que todavía aparecen muy lastrados por su pasado de colaboración con la dictadura. Y más difícil aún es adivinar cómo podrán resolverse las disputas entre los posibles candidatos, cuando no existe un Tribunal Constitucional que pueda hacer valer la letra y el espíritu de la norma fundamental aprobada en enero de 2014.
Solo queda desearle suerte a Túnez para que el proceso no descarrile.