Era 1927 y Zora Neale Hurston supo desde el primer día que estaba inmersa en una etnografía, esa versión ralentizada, pacífica e intencionada del reporterismo, cuando viajaba a entrevistarse con Kossula, un anciano reticente, muy herido y de memoria compleja que había vivido la peor de las historias y ya estaba cansado de hablar. Para labrarse su confianza, Hurston tendría que superar barreras y llegar a un acuerdo con él sobre el sentido de conversaciones que se prolongarían durante largos meses.
El mundo editorial y la academia tampoco se lo pondrían fácil. Era mujer. Era afroamericana. Había escrito ficción. A los 35 años había logrado una beca para estudiar antropología en una escuela vinculada a la Universidad de Columbia y pocos meses antes de licenciarse, en la Nueva York de 1927, había convencido a uno de los fundadores de la antropología norteamericana, Frank Boass para que le encargara su primer viaje a Alabama. Su primer acercamiento a esa tarea de recolección de cultura popular negra del sur de Estados Unidos por la que ha pasado definitivamente a la historia. Después de empatizar con Kossula y convencer a Frank Boass, le tocaba lograr el apoyo de Charlotte Osgood, la mecenas que financió sus viajes y escritura hasta 1931, para que creyera en su proyecto y defendiera, además, su intención de no modificarlo. Aún cuando ambas fueran conscientes de que pagarían su coherencia con el vacío y un silencio de décadas.
La historia de Kossula, “Barracoon: The story of the last ”black cargo“, el libro que Hurston escribió sobre la experiencia de aquel hombre, no vería la luz hasta mayo de 2018. Casi 90 años después de aquellos encuentros.
Kossula fue el último superviviente (reconocido) del Clotilda, el último transporte de cautivos de África a Estados Unidos. Su historia es la de millones de seres humanos. Con apenas 18 años, Kossula, un soldado del pueblo Takkoi nacido en 1841, acababa de llegar a Banté, actual Benín. Iba a casarse. No pudo. Un grupo de amazonas negras al servicio del Rey de Dahomey le secuestró junto a 115 personas más. Tras sobrevivir a la captura, a la visión de las cabezas cortadas y ahumadas de su rey y de los ancianos de su pueblo, y tras varios meses encadenado en el barracón que da título al libro, fue vendido al capitán estadounidense William Foster. Tras una travesía de 70 días por el Atlántico, encerrado y encadenado en un espacio de menos de metro y medio de alto, lo desembarcaron en Alabama y lo entregaron a una plantación donde esclavizar trabajadores secuestrados era la vía, cruel y expeditiva, de construir un sueño americano. El del enriquecimiento veloz de los dueños absolutos de tierra y trabajo.
Kossula sobrevivió a la esclavitud y a la guerra civil. Un día, un grupo de soldados de la Unión le dijo que podía abandonar la plantación. Llegaron entonces las leyes de segregación racial. Junto a sus compañeros de cautividad, una vez libres, Kossula trató de regresar a África. Ya entonces, el día después, eran hombres conscientes de que merecían reparación. No la lograron. Sus antiguos propietarios se negaron a pagar el viaje de vuelta. Intentaron que les entregaran algo de tierra. Tampoco lo lograron. Tuvieron que alquilársela a quien les había secuestrado y esclavizado. Allí fundaron Africatown, hoy renombrada Plateau. Kossula protegió su memoria consciente. Alcanzó a contar su historia 67 años después del día en que fue hecho prisionero.
Para escuchar a Kossula, Hurston Atravesó Estados Unidos de norte a sur tres veces en dos años. Pasó más de tres meses en total sentada y caminando junto a una persona que muchos días decidía no hablar por una mezcla de agotamiento, tristeza, trauma e incluso desconfianza. Además había que llevarle comida. Y no sólo comida. También dinero. Tuvieron que pagarle para que aceptase seguir adelante. La historia de Kossula –Cudjo, para quien no podía o no quería pronunciar su nombre y lo rebautizó como Cudjo Lewis- era conocida. Por eso Hurston había sabido de él. Otros antropólogos embarcados en la tarea folklorista de recuperar la vida diaria de los pueblos africanos o rememorar el momento de la captura habían estado con él antes. La prensa del momento también viajaba a Africatown, Alabama y proyectaba al público algunos de los pasajes más duros de su vida. Hurston no descubría nada nuevo. No buscaba una exclusiva ni una investigación trepidante que la llevara a la gloria. A los periodistas de hace un siglo ya les encantaban los últimos y los únicos de cualquier batalla pasada convertida en anécdota mientras los antrpólogos trataban de comprender. Kossuola no fue el único hombre esclavizado en contar su historia. Algunos, un puñado, lograrían aprender a escribir y dejaron otros testimonios. Hurston aceptó incluso que Kossula, de 86 años, desesperado, llegara a vender las notas que ella tomaba durante sus encuentros a la prensa sensacionalista del momento. Ni Hurston ni su mecenas, de apoyo inquebrantable, tiraron la toalla. Porque sabían lo que estaban haciendo. Ni competían con otros ni hacían política. Esa batalla también estaba perdida entonces. Aceptaron todo lo que tuvieron que aceptar menos cambiar de intención, dejarse atrapar por la prisa o tocar el contenido. Sabían que esta obra era diferente a todo lo anterior. Y que algún día, una vez que todos hubieran muerto, ya no podría escribirse nada parecido.
La antropóloga tardaría tres largos años en dar forma a las 117 páginas de en las que condensó con intención precisa y sin ningún reconocimiento contemporáneo aquellos meses de conversaciones que no han visto la luz hasta hoy. Una vez terminada su escritura, las editoriales la rechazaron porque no aceptaron la decisión intelectual y política por el que Hurston convertía su antropología en un instrumento para dar voz a Kossula en la voz y la expresión de Kossula en vez de adaptar el texto al inglés estandarizado y tamizarla con la autoridad de la academia: Que Hurston decidiera limitarse a transcribir el vocabulario y la gramática del hombre y lo hiciera, además, en primera persona. En la de él, “desprovista del intrusismo de la interpretación”. Ni atisbo de atajo más allá de lo estrictamente necesario para que se entendiera. Y a duras penas. Sin ahorrarle una gota de esfuerzo al lector.
Quizás porque era mujer, afroamericana y antropóloga, sabía que tenía que contar a Kossula como Kossula se contaba a sí mismo. Sabía que a quien había sido esclavizado, convertido en objeto y propiedad de otro ser humano, no podía hurtársele hasta su posibilidad de contarse. Imponerle la interpretación. Sabía que su intención, explícita desde el principio era limitarse a colaborar con él. Escuchar algo que era de Kossula -la historia de su vida, probablemente su posesión de más valor- y ejercer el poder del oyente que transcribe para convertir esa historia en bien común. Con intención redistributiva, dirigida a la sociedad y esperando su mejora a través del conocimiento, pero siempre al servicio de Kossula, no del de la antropóloga ni editorial alguna. Ese fue su valor. Aunque por eso nunca se publicara. Su acto de resistencia fue ese. O se hacía como ella consideraba que tenía sentido o prefería dejarlo. Y ese es el valor que tiene hoy: El de la persistencia contra el mercado, que habría consumido esa historia como todas las demás, deglutiéndola hacia el olvido; El del criterio contra las peticiones del poder editorial, que pedía traducirla, adaptarla, apropiársela, domesticarla, privarla de su capacidad de representación. “Baracoon”, es lo que Kossula y nadie más que Kossula quiso que fuera. Por eso no ha sido libro –libre- hasta hoy.
De ahí que el libro comience con la escenificación de un acto simbólico de entrega del bastón de mando del relato. “Baracoon” recogerá tu voz, en tu forma, y con tu intención, parece decirle Hurston a Kossula al transcribir esto: “I want tellee somebody who is, so maybe dey go in de Afficky soil some day and callee my name and somebody dere say ´yeah, I know Kossula. I want you everywhere you go to tell everybody whut Cudjo say, and come I in Americky soil since 1859 and never see my people no´mo”. (Quiero que si alguien va a África y dice mi nombre alguien responda que me conoció, que cuentes lo que dije, que vine aquí en 1859 y nunca más vi a mi gente).
Hurston viviría tres décadas más y moriría sola y en la pobreza, limpiando casas en Florida, enterrada en una (coherente) tumba sin nombre.