Un agujero de cinco milímetros
La última casa que habitó Óscar Arnulfo Romero es hoy un centro de visitantes; un museo en el que se exhiben sus documentos personales, sus libros, su grabadora, su ropa aún manchada por la sangre del martirio y las fotografías en blanco y negro capturadas el 24 de marzo de 1980, al momento de su asesinato, por Eulalio Pérez García. Son estas imágenes las que determinaron la memoria colectiva de aquella tarde, en la que inició nuestra larga guerra civil que duraría doce años y nos dejaría casi cien mil muertos.
Una de esas fotos, tomada pocos segundos después de que Romero recibiera un balazo en el pecho, muestra su rostro cubierto por la sangre que sale profusamente por su nariz y su boca. Su apariencia es la serenidad de un sueño profundo que contrasta con la angustia de dos religiosas y un hombre mayor que intentan auxiliarlo.
Contrario a lo que parece, el arzobispo no descansa aún. Libra una batalla silenciosa, semiconsciente, por sobrevivir a la destrucción meteórica de sus órganos vitales. Se está asfixiando. Tardará aún varios minutos en morir. Por ahora resiste a la invasión generalizada, al desborde fatal de los torrentes de sangre que la diminuta bala calibre .22 sacó de sus cauces naturales. Sus defensas han sido aniquiladas pero ese cuerpo, esa vida, se niega a capitular. Sus órganos hacen los últimos intentos desesperados para evitar la catástrofe. No podrán.
Pocos minutos después, algunos de los presentes, recuperados del aturdimiento, llevarán alarmados al arzobispo a un vehículo de carga, el único disponible, para trasladarlo a un hospital. Hay varias fotografías de ese momento. Una de ellas retrata el círculo mortuorio. Dos mujeres sostienen la parte media de la espalda, el hombro izquierdo, el cuello y la cabeza de Romero. Lloran. En sus rostros hay urgencia, una angustia incontenible. Gritos sofocados por la adrenalina, el corazón bombeando a gran velocidad. Frente a ellas, sosteniendo la parte derecha del cuerpo aún vivo, una muchacha casi superada por el momento. Las fosas nasales expandidas revelan agitación. Mira hacia otro lado, como si recibiera indicaciones para colocar al obispo en el vehículo. En medio, la cabeza de monseñor tirada hacia atrás. Los ojos cerrados. La sangre. Las manos flácidas. El cuerpo pesado desparramándose bajo la túnica y el alba. Lo único que impide su caída son los brazos de estas mujeres que lo sostienen maternalmente. Monseñor se les muere entre los brazos. Es la versión salvadoreña de La Piedad.
Las fotos exhibidas aquí, en esta sala, causan un efecto extraño. Son retratos de un tiempo que hoy parece tan lejano -antes del cataclismo de su muerte-. Parecen también de otro lugar. Es una antorcha la que se extingue en estas fotos. El hombre antorcha que Romero fue para El Salvador durante su arzobispado. En medio de tanta austeridad, estas imágenes son el único referente contextual de los pocos días en los que este lugar funcionó como vivienda: entre 1977 y 1980. Tres intensos años en los que El Salvador, la iglesia y el mundo parecían especialmente agitados. Tres años de noches en las que las calles de San Salvador eran coto de caza de paramilitares conocidos como Escuadrones de la Muerte: matones, torturadores, asesinos provenientes de los cuerpos de seguridad nacional y al servicio de los intereses del binomio oligarquía-Ejército; tres años con sus días en los que se encontraban cadáveres por las calles; tres años con días y noches en los que en casas clandestinas y organizaciones campesinas y universidades y sindicatos se gestaba una revolución. Tres años de un arzobispo desafiado por el poder político, militar y económico; por el terror del Estado. Tres años de un arzobispo malinterpretado, maltratado y abandonado por la mayor parte de la conferencia episcopal de su propia Iglesia; por el Papa Juan Pablo II y por las conspiraciones de arzobispos latinoamericanos y cardenales en Roma. Los últimos tres años que vivió el arzobispo en esta casa y en este mundo.
La pequeña vivienda fue construida por las monjas carmelitas poco después de que Romero, recién nombrado arzobispo, se negó a vivir en el palacio arzobispal. Mientras la construían, él durmió en una diminuta habitación detrás del altar de la capilla, que se encuentra al otro lado de la calle Toluca, que atraviesa el complejo. El sitio incluye también un hospital de caridad en el que las hermanas atienden a enfermos terminales de cáncer; y una residencia para las monjas, que lo administran. La casa dispone de un garaje para un automóvil, un recibidor donde tenía su biblioteca, un cuarto con baño y la sala en la que se exponen las imágenes de su asesinato.
En la pared contigua a la exposición fotográfica hay una vitrina, detrás de la cual cuelga una camisa gris, con una gran mancha de sangre seca y un puntito oscuro, milimétrico, en el bolsillo izquierdo: la huella que dejó la diminuta bala justo antes de penetrar la carne y desintegrarse en su cuerpo. Y aniquilarlo. Junto a la camisa se exhibe también el alba blanca que monseñor Romero vistió aquel día por encima de la camisa, en la que son más visibles, por el contraste, la gran mancha de sangre que cubrió su espalda y el agujerito sitiado por sangre seca, a la altura de pecho.
En una esquina hay una mesa sobre la cual se exhiben varios documentos personales de Romero: su licencia de conducir, su cédula de identidad. Los cubre un vidrio. Esta no es más una casa. Es un museo. Los objetos no están como los dejó su único habitante, sino reordenados por curadores para los peregrinos. Son objetos originales, como la austeridad que caracteriza todo el espacio. Esos objetos, otrora comunes por cotidianos, son ahora las reliquias de un mártir. Los sobrevivientes tangibles (aunque no puedan ser tocados por los visitantes) de una vida, y de una muerte, hoy consideradas canónicas por la iglesia Católica.
Entre estos objetos hay un sartal con cuentas. Las hermanas Carmelitas, que administran la casa-museo, llaman a este objeto una “disciplina” y aseguran que Romero lo utilizaba todos los viernes para autoflagelarse. Los viernes también ayunaba. Lo hacía, dicen las hermanas, para no olvidarse del sufrimiento de los demás. ¿Se castigaba monseñor? ¿Por solidaridad -por caridad- o por culpa?
En la única habitación de la casa, detrás de una cuerda que hoy cierra el paso a los visitantes, está la cama y su escritorio, sobre el cual permanece la grabadora Bigston en la que registró su diario. Solía sentarse aquí la mayor parte de las noches para narrar lo que había hecho durante el día y la gente con la que se había encontrado; junto con sus reflexiones personales. La última grabación es del 20 de marzo, cuatro días antes de su muerte. Ese día asistió a reuniones administrativas y recibió una visita de representantes de la organización popular izquierdista Ligas Populares 28 de Febrero, a los que no pudo atender. No hay nada más. No tenemos, pues, su propio registro de los últimos tres días de su vida. Pero es posible reconstruir pasajes importantes.
El 22 de marzo a las cuatro de la tarde, como se había vuelto ya costumbre cada sábado, lo visitaron en esta sala varias personas de su círculo de confianza para discutir la homilía dominical. Amenazado de muerte con frecuencia, Romero abrazaba la posibilidad de que cada homilía fuera la última. Y así preparaba cada una de ellas.
En los últimos seis meses El Salvador había vivido un golpe de Estado; dos renuncias masivas de civiles en el gobierno y cinco mil asesinatos atribuidos a los cuerpos de seguridad, a paramilitares y a organizaciones guerrilleras. El ala más dura del Ejército se había hecho con el control absoluto del aparato de seguridad; y estructuras paramilitares conocidas como los Escuadrones de la Muerte, operando al amparo de oficiales de alto rango, multiplicaban sus operaciones nocturnas de asesinatos y desapariciones. Romero, que había convertido las homilías dominicales en el único noticiero confiable y en el reporte más completo de violaciones a los derechos humanos, era cronista minucioso del meteórico proceso que llevaba al país a la guerra. Esto le había valido críticas públicas y un boicot de la ultraderecha, que incluía también a una parte de su propia iglesia. Pocas veces El Salvador estuvo tan convulsionado. Y El Salvador siempre estuvo convulsionado.
Romero no solo era incómodo para el poder tradicional salvadoreño; sino también para la administración estadounidense de Jimmy Carter, que hacía malabares para mantener su apoyo a un gobierno salvadoreño dominado por un aparato militar represivo, mientras oficialmente basaba su política exterior en la defensa de los derechos humanos.
Romero también se había vuelto una piedra en el zapato del Papa Juan Pablo II que, dados sus orígenes polacos, y su ignorancia sobre América Latina, creyó a aquellos obispos conservadores que acusaron a Romero de tener inclinaciones izquierdistas y de abrirle la puerta al comunismo al que el Papa polaco había dedicado su vida a combatir. En estas condiciones iniciaba Romero la última semana de marzo de 1980.
Entre los asistentes a la reunión de aquel sábado 22 de marzo se encontraban dos seglares: su secretaria, Doris Osegueda; y el abogado a cargo de la Oficina de Socorro Jurídico, Roberto Cuéllar. Los demás eran todos sacerdotes: el rector de la jesuita Universidad Centroamericana, Ignacio Ellacuría; el jefe provincial de la Compañía de Jesús en Centroamérica, Francisco Estrada; Ricardo Urioste, secretario particular del arzobispo; el vicario de Chalatenango, Fabián Amaya; Rafael Urrutia, secretario adjunto de Romero; y Mariano Brito, canciller del arzobispado.
Como Romero, la mayoría de los asistentes habían sido condenados a muerte por grupos paramilitares clandestinos. Las amenazas y notificaciones seguían llegando a través de llamadas telefónicas, volantes signados con suásticas, comunicados en los periódicos o advertencias por radio y televisión.
El arzobispo tomó la palabra. Les explicó que durante la semana había recibido una carta firmada por varios militares en la que le pedían interceder por ellos. No querían, escribieron, obedecer órdenes de matar. Pero tampoco querían ser identificados. Romero decidió que durante la homilía en Catedral haría un llamado a todos los soldados a desobedecer órdenes de matar.
Siguió una intensa discusión.
Amaya y Brito, menos inclinados a las confrontaciones, sugirieron “prudencia y calma”. En la delicada situación que vivía el país, el llamado a los soldados sería interpretado como una provocación que enfurecería a los coroneles que expedían esas órdenes de matar; y aumentarían el peligro en que ya se encontraba el arzobispo, sus colaboradores y la iglesia salvadoreña en general. Urioste, preocupado por la vida de monseñor Romero, también sugirió prudencia. Los jesuitas Ellacuría y Estrada, en cambio, con un largo historial de irreverencia y de confrontación con el poder militar, opinaron que el arzobispo debía incluso endurecer más su mensaje. Le pidieron que incluyera, entre sus denuncias, el allanamiento militar al campus de la jesuita Universidad Centroamericana la tarde de ese mismo sábado, durante el cual un estudiante fue muerto y varios más continuaban desaparecidos.
Sobre estas dos posiciones discurrió un largo debate hasta que el abogado Cuéllar intervino para anotar que llamar a los soldados a desobedecer las órdenes de sus superiores podía constituir un delito. Era una invitación a la insubordinación militar. Allí terminó la discusión, sin conclusiones, a las ocho de la noche.
Romero le pidió al abogado Cuéllar que lo acompañara a cenar. Atravesaron la calle y caminaron apenas unos cuantos metros hasta la cafetería del Hospitalito.
Entonces dijo algo que, treinta y cinco años después, Cuéllar recordaba así: “Beto, prepárese para una batalla legal. Es un llamamiento moral y ético contra una ley injusta e inmoral. Se están matando entre propios hermanos, entre pobres”. El arzobispo estaba decidido.
Urrutia, quien años después sería el copostulador de la causa de canonización de Romero, cuenta que todos los sábados, después de cenar, el arzobispo se retiraba a su cuarto y allí se hincaba a orar y meditar. “Se ponía de rodillas frente al crucifijo que tenía frente a su cama, desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Los sábados no dormía. Se quedaba en oración permanente”. Aquel sábado también se quedó en vela, orando.
El domingo 23 de marzo, Romero se fue temprano a la basílica del Sagrado Corazón, a pocas cuadras de catedral. Allí celebraría la misa dominical porque desde hacía algunos días la catedral estaba tomada por manifestantes de las Ligas Populares 28 de Febrero. Recibió a cinco visitantes de comunidades religiosas de Estados Unidos que visitaban El Salvador para hacer un reporte sobre violaciones a los derechos humanos y para expresar su apoyo al arzobispo. A media mañana la basílica ya estaba llena de gente, pero las calles estaban vacías. La presencia de tanquetas militares apostadas por toda la ciudad custodiadas por soldados con rifles de asalto era un permanente recordatorio de que San Salvador era territorio de las Fuerzas Armadas.
El transmisor de la YSAX, la estación del arzobispado, había sido por fin reparado después del último atentado con bombas que silenció durante semanas la radio. Ese domingo volvía a transmitir en vivo. La YSAX había sufrido diez atentados con bomba en el último año. El objetivo de sus atacantes era evitar que los servicios dominicales del arzobispo llegaran al resto del país. Las homilías de Romero eran el único contrapeso a la propaganda oficial; y también los reportes más completos y creíbles de la situación del país: masacres, desapariciones, capturas, asesinatos, denuncias contra la represión, informes de la grave situación por la que atravesaban algunas comunidades, reportes de la situación política, de ataques contra religiosos...
Las homilías también se escuchaban en otros países por onda corta, a través de la Radio Noticias del Continente, cuya sede en San José, Costa Rica, también fue víctima de un atentado con dinamita pocos días antes, pero el transmisor no sufrió daños.
Durante la semana, su oficina en el arzobispado recibió, desde Washington, muchos mensajes de solidaridad y apoyo. Algunos de grupos de cristianos; otros de personas que querían manifestarle su solidaridad; entre ellas un ex embajador estadounidense. Eran cálidas reacciones a la carta pública que Romero había enviado semanas antes al presidente Jimmy Carter, pidiéndole que suspendiera la ayuda militar a El Salvador que estaba siendo evaluada en el Congreso de su país.
Ese domingo 23 de marzo, Romero ofició la que sería su última misa dominical. Consciente de que la ceremonia era transmitida por la radio, llegado al punto de la homilía el arzobispo denunció el allanamiento a la UCA, y luego pronunció las palabras que marcarían su fin:
Aún se conservan grabaciones de esta homilía. En ellas se escucha el nutrido aplauso que siguió a las palabras del arzobispo. Ausente de la grabación están las reacciones de muchos, adentro y afuera de Catedral. En el Estado Mayor Conjunto de la Fuerza Armada, y en los círculos de la derecha salvadoreña, apretaron los dientes. En el resto del país los temores por la suerte del arzobispo se aceleraron.
Mario Inclán, un abogado sonsonateco, siguió atento la misa dominical por la radio de su carro. Al terminar la homilía, le dijo a su esposa: “Monseñor acaba de firmar su sentencia de muerte”. Inclán no tenía manera de saber que el siguiente día, a las seis y media de la tarde, sería testigo del asesinato del arzobispo.
Tras la homilía, Romero consagró y dio la comunión. Entre aquellos que aquel día hicieron fila para recibir la hostia se encontraba el nuevo embajador de Estados Unidos en El Salvador, Robert White.
Las agencias internacionales de prensa, desde San Salvador y San José, enviaron cables describiendo la homilía. Desde las oficinas centrales en Nueva York, los editores de la agencia de prensa United Press International localizaron a su fotógrafo en El Salvador, Eulalio Pérez, y le demandaron fotos de la misa. Pérez, que solo hacía trabajos eventuales para la agencia, se ganaba la vida como laboratorista en la sección fotográfica de El Diario de Hoy. No tenía fotos de la misa. Había pasado el fin de semana de turno, encerrado en el laboratorio del periódico. UPI le solicitó urgentemente fotos nuevas de Romero. Pérez las prometió para el siguiente día.
Después de la misa, Romero sostuvo en la basílica una reunión con otros sacerdotes y con periodistas. A la una de la tarde, partió hacia la casa de su amigo y conductor Salvador Barraza, que solía visitar cada domingo después de la misa para aislarse del mundo y descansar de sus obligaciones clericales. Barraza, aquel día, lo vio llorar. “Todos estábamos perplejos. De repente empezó a hablar sobre sus mejores amigos sacerdotes y laicos”, contaría después Barraza al sacerdote Jesús Delgado. “Como aquel almuerzo no ha habido nunca en nuestra casa. Fue un almuerzo triste y desconcertante para todos nosotros”.
A media tarde partió hacia una iglesia en Calle Real, donde celebró misa y llevó a cabo varias confirmaciones. Al volver al Hospitalito, se reunió con las hermanas carmelitas. La madre Luz propuso brindar por el retorno de las transmisiones por la YSAX y lo hicieron con vino. Cerca de las diez de la noche el arzobispo se retiró a dormir.
A las 6 de la mañana del lunes 24 de marzo sonó el teléfono en el Hospital de la Divina Providencia. Fue la primera llamada de siete u ocho que las hermanas Carmelitas recibirían aquella mañana de personas preocupadas por la seguridad del obispo. La edición de La Prensa Gráfica no mencionaba nada sobre la homilía del día anterior, pero en sus páginas interiores aparecía, entre las esquelas, una invitación a la misa del primer aniversario luctuoso de Sara Meardi de Pinto, que sería oficiada por monseñor Romero a las seis de la tarde en la capilla de la Divina Providencia. La primera llamada alertó a las religiosas del anuncio y ellas advirtieron también sus temores al arzobispo. Las amenazas de muerte contra Romero se habían intensificado y temían un atentado en cualquier momento. No era una buena idea andar anunciando en los periódicos su agenda pastoral. Las religiosas le pidieron cancelar su participación y que otro sacerdote oficiara en su lugar. “Ya me comprometí con Jorge y no le puedo fallar”, respondió el arzobispo. “Si no ha llegado mi hora no va a pasar nada”.
Aún era temprano por la mañana cuando Romero se fue a su oficina a revisar asuntos pendientes y después partió hacia un rancho de playa con Fernando Sáenz Lacalle, uno de los primeros clérigos del Opus Dei en El Salvador, para un encuentro de reflexión espiritual con otros sacerdotes. Sáenz Lacalle, un cura español que fue muchos años después arzobispo de San Salvador, había llamado la noche anterior a Romero para recordarle el retiro espiritual. Poco interesado en los vaivenes de la vida de los mortales, Lacalle ni siquiera mencionó, ni en esa llamada ni en las horas que estuvieron juntos en la playa, la homilía dominical. Pero notó, entre la agitación en que se había convertido la vida de Romero durante los últimos tres años, una consternación particular. “Le llamé por teléfono a monseñor el día anterior y le dije que teníamos reunión. Entonces me dijo ‘Sí, quiero ir porque estoy muy agobiado’ o algo así. Noté en la frase que estaba tenso, como con preocupaciones, como con dificultades”, recuerda Sáenz Lacalle.
La amistad de aquellos dos hombres, que se remontaba a los tiempos en los que Romero era sacerdote en San Miguel, se conservaba robusta, porque no hablaban de temas terrenales. Su espacio común era abarcado por las cosas del espíritu, la reflexión y la oración. Romero no necesitó decirle qué le agobiaba. Lo sabía todo el país.
En marzo de 1980 el ejército había intensificado sus operativos contra las organizaciones populares, mientras grupos paramilitares perpetraban impunemente desapariciones forzosas. La segunda Junta Revolucionaria de Gobierno había fracasado y buena parte del gabinete renunció a principios de mes, tras el asesinato del líder demócrata cristiano Mario Zamora. Cuando Sáenz Lacalle le telefoneó para invitarlo al mar, Romero acababa de celebrar la más peligrosa de sus homilías en Catedral. “No es como que ese día él hubiese sido un volcán en erupción, él ya venía cargando con eso”, dice Sáenz Lacalle.
Durante los últimos meses de su arzobispado, Romero había encontrado un justo equilibro entre su vida espiritual conservadora y su vida política volcada a la defensa de los pobres y las víctimas. Para sus homilías, que eran su palestra política, consultaba a los jeusitas. Pero sus retiros espirituales los hacía, desde que era cura en San Miguel, bajo la tutela del sacerdote del Opus Dei.
El 24 de marzo era un día perfecto para ir a la playa: caluroso, despejado. Una brisa que no llegaba a viento mecía las pocas nubes en el cielo. Se reunieron con otros sacerdotes a la entrada del rancho, pero no encontraron quién les abriera el portón. Bordearon y entraron por la playa brincando el muro. “Éramos todos sacerdotes amigos”, recuerda Sáenz Lacalle. “Uno dio una charla y después una plática. Allí estuvimos en el ranchón y ya vino el guardián todo apurado. Nadie le había avisado que iban a llegar unos curas. Dimos un paseo por la playa antes del almuerzo. Monseñor tenía prisa por volver porque tenía que dar una misa”. La última misa de su vida.
Regresaron a San Salvador poco después del almuerzo. Romero fue a visitar a un otorrino por una molestia en los oídos y después le pidió a Barraza que lo llevara a Santa Tecla para confesarse con el jesuita Segundo Azcue. “No le tocaba ir, pero ese día, de repente, me dijo que quería confesarse”, contó Barraza a la escritora María López Vigil. Romero volvió a su casa poco antes de las cinco de la tarde y se preparó para la misa in memoriam.
Jorge Pinto y su esposa llegaron a la capilla una hora después. El arzobispo ya estaba allí. “Estaba orando. Arrodillado, con el breviario en las manos y concentrado en tal forma que probablemente no se percató de nuestra presencia”, escribió Pinto en sus memorias. Minutos antes de iniciar el servicio llegaron algunos invitados.
Al costado izquierdo del altar se colocaron las monjas. Entre ellas la madre Luz Isabel Cueva, una religiosa mexicana que tenía ya varios años asistiendo a los enfermos en la Divina Providencia y muy cercana a Romero. En el ala derecha se ubicaron enfermos del hospital. Los invitados a la misa memorial ocuparon las bancas de la nave principal. En total, unas veinte personas.
Mario Inclán, el abogado, llevó a su papá a la misa. Llegaron tarde. Al ver tan poca gente decidió quedarse. Se sentaron en tercera fila. Más tarde aún llegó Eulalio Pérez, el fotógrafo, apenas a tiempo para hacer las fotos que la agencia le había exigido. Había visto también el anuncio de la misa en el periódico y avisó a su agencia. Entró a la capilla a las 6:20 de la tarde y se colocó atrás, en la segunda fila de la columna derecha. Sacó su equipo y comenzó a disparar fotos. Faltaban diez minutos para el disparo.
Romero leyó del Evangelio según San Juan: Si el grano de trigo no muere, queda solo. Pero si muere, puede dar fruto. Era una misa corta; y la homilía fue breve. Mientras la pronunciaba, un automóvil Volkswagen Passat cruzó frente a la capilla, dio la vuelta en el estacionamiento y se quedó en posición de salida, justo frente a la puerta principal de la capilla. Solo Romero pudo haberlo notado, porque los escasos asistentes a la misa estaban de espaldas a la puerta. Pero afuera algunas personas vieron el carro. Parecía tener un desperfecto mecánico porque el conductor forcejeaba la palanca de velocidades. En el asiento de atrás otro hombre esperaba. A exactamente treinta y un metros con diez centímetros de distancia, Romero pontificaba desde el altar. Dirigió la mirada hacia afuera. Nunca sabremos si logró ver al hombre barbado que, desde la ventanilla de atrás del Passat, sacó un rifle y le apuntó.
Óscar Arnulfo Romero pronunció entonces sus últimas palabras: “Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor; como Cristo. No para sí, sino para dar conceptos de justicia y paz a nuestro pueblo. Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza, a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros”.
Pum.
El balazo viajó directo al tórax de Romero, pero su percusión parece haber rebotado en todas las paredes de la capilla, amplificándose. Existe una grabación de la homilía en la que se escucha el disparo. El estruendo es apabullante. No es un pum. Es un PUUUUUUUUMMMMM. Y así lo recuerdan los testigos.
Pinto escribió en sus memorias que “el disparo sonó como una bomba”. De igual manera lo recordarán tres décadas después el abogado Inclán, el fotógrafo Pérez y la madre Luz. Es cierto que la memoria es engañosa y que la peculiaridad de la grabación -que al menos Inclán escuchó después- o el trauma pueden haber amplificado el recuerdo del sonido. Pero así lo retienen en la memoria.
La madre Luz: “Cuando terminó la homilía, monseñor pasó al centro del altar a extender el corporal y dejó de ver hacia afuera. Se oyó el estruendo de una bomba, no sé por qué. Yo vi como una nube blanca que le cubrió el rostro. Monseñor se agarró del mantel y lo haló, y se dio vuelta el copón y se dispersaron las hostias sin consagrar. En ese momento cayó monseñor boca arriba, a los pies del Cristo”.
Mario Inclán, el abogado: “En el momento del disparo se vio como un flash. Monseñor se fue para atrás. Nos tiramos al suelo. Oímos otros dos balazos y escuchamos un carro que se iba. Salieron las monjitas de las naves laterales a auxiliar a monseñor”.
La Madre Luz fue la segunda persona en levantarse tras el disparo. Vio de pie a Eulalio Pérez, detrás del lente de su cámara y con el dedo en ráfaga dando clics al obturador. La monja corrió a auxiliar a Romero, que yacía inerte. La sangre comenzó a brotarle por la nariz y la boca. Otras religiosas se acercaron a ayudar, pero no había mucho que hacer. La madre Luz corrió al teléfono y llamó a un médico. En el altar, alrededor del arzobispo sangrante, los presentes decidieron que no podían esperar médicos ni ambulancias. Si quedaba alguna esperanza de salvarlo había que llevarlo de inmediato a un hospital. El coronel Antonio Núñez, uno de los asistentes a la misa, se ofreció a trasladarlo en su vehículo.
Pedro Lemus, un ayudante de sacristía con 13 años de edad, cenaba en el hospital contiguo a la capilla cuando escuchó el disparo. Se asomó por una de las ventanas solaire y alcanzó a ver cómo “un automóvil capota color rojo salía a toda velocidad” por la calle Toluca, según dijo después a un detective policial. Fue el primer testigo en aportar datos sobre el automóvil. Escuchó los gritos y salió a la calle. Con él salió también Rosa Hernández, una voluntaria que escuchó el disparo cuando cocinaba para los enfermos del hospital. Hernández es la mujer al extremo derecho de la foto de La Piedad. La que carga la mayor parte del peso de Romero. Huyó a Costa Ricaunos meses después, tras recibir amenazas de desconocidos que la invitaban a reservarse para sí misma todo lo que vio. Pedro Lemus, el niño, no sale en la foto. Pero no estaba muy lejos de la escena, porque después dijo también que vio cuando subieron a monseñor Romero, sangrando, al vehículo del coronel Núñez.
Napoleón Martínez, un relojero y amigo de la familia Pinto que llegaba apenas a la misa, se encontró con el traslado del herido. El relojero impuntual (que desapareció algunos días después y nunca se volvió a saber de él) ayudó a cargar a Romero hasta el vehículo del coronel Núñez. Convinieron allí mismo en llevarlo a la Policlínica Nacional, entonces el mejor hospital de país. El militar conducía tan nervioso que tomó calles equivocadas.
Martínez contó después a Jorge Pinto que, cuando iba llegando a la capilla, vio varios radiopatrullas que protegían a los asesinos en su fuga. No he encontrado ningún otro testimonio que confirme esta versión. Tampoco se refirió a esto el chofer del asesino, Amado Garay, que en varias instancias declaró sobre las circunstancias del asesinato. Es posible que Martínez se refiriera al otro carro de los conspiradores. Porque hubo otro carro.
En la capilla, las monjas rodearon al fotógrafo de UPI. Lo increparon. ¿Era eso realmente una cámara? ¿O era el arma desde la que dispararon a Romero? ¿Era él un fotógrafo de verdad o un asesino? Eulalio Pérez mostró sus credenciales de prensa pero no las convenció. Alguien había disparado contra monseñor desde la parte posterior de la capilla y allí es donde estaba él, de pie, con su cámara en la mano. Lo retuvieron por algunas horas. Después lo trasladaron, en calidad de detención ciudadana, al arzobispado, donde fue interrogado por varios sacerdotes. Como muestra de buena fe, Eulalio Pérez les invitó a que lo acompañaran al laboratorio de El Diario de Hoy para revelar los negativos, y prometió darles impresiones de todos los cuadros. Eso hicieron. Esas son las fotos que se exhiben hoy en la casa-museo. Las únicas fotos del asesinato.
A cargo de la investigación quedó el subinspector de detectives Luis Ibáñez Retana, quien inició las pesquisas en la escena del crimen a las 21:30 de ese mismo día. Se hizo acompañar del sargento Julio Morales y dos detectives de la Policía Nacional. Fue a la capilla de la Divina Providencia, donde intentó hablar con algunas de las hermanas Carmelitas que continuaban allí. No quisieron hablar con él. Después fue a la Policlínica, donde se encontraba la víctima y mucha gente a la expectativa de su suerte.
Adentro, junto al cuerpo ya declarado muerto, el juez Atilio Ramírez Amaya iniciaba sus propias pesquisas. Algunos de los jóvenes abogados de la Oficina de Socorro Jurídico del Arzobispado ayudaron a los forenses a levantar el cuerpo de la víctima y colocarle una placa debajo del torso para radiografiar la trayectoria del proyectil. Tuvieron que repetir el procedimiento varias veces, porque el radiografista no podía obtener una imagen en foco. Algunos levantaban el tronco de Romero, otros colocaban la placa. Otra vez, a colocar el cuerpo despacio, sobre la placa. Tuvieron que repetir el procedimiento unas cinco veces. “Cada vez que levantaban el tronco de Romero, un chorrito de sangre salía por la herida”, recuerda Florentín Meléndez, uno de los abogados de Socorro Jurídico. Un chorrito de sangre le salía por la herida. Cuando la radiografía estuvo lista, todos los asistentes tenían ya las manos manchadas de sangre.
Cerca de la medianoche, el juez Amaya pidió a los abogados de Socorro Jurídico que lo acompañaran a recorrer la escena del crimen. No encontraron un solo vehículo en el camino. “Nunca vi San Salvador tan desolada”, me dirá tres décadas después Florentín Meléndez, quien también tuvo que irse al exilio después del crimen, porque las amenazas en su contra incluyeron disparos de ráfaga contra su casa.
En su primer reporte sobre el asesinato, el detective Ibáñez Retana escribió a sus superiores la misma noche del crimen: “No omito manifestar que debido a la falta de colaboración de las religiosas y el público no se pudo recabar más información relacionada a la muerte de dicho religioso”. El detective Ibáñez no se dio por vencido. Regresó el siguiente día.
En Washington, la mañana del 25 de marzo, el presidente Jimmy Carter fue informado del asesinato. Escribió en su diario: “Me angustió escuchar que el arzobispo Romero en El Salvador había sido asesinado. Es uno de los mejores activistas de derechos humanos en el mundo, muy efectivo usando su influencia como clérigo para lograr reformas en su conflictuado país”. Es la única referencia a Romero en su diario.
Los registros de los días anteriores y posteriores en el diario ilustran a cabalidad las prioridades de Carter en 1980: la carrera por la elección interna de su partido, disputada contra un Kennedy; la crisis de los rehenes estadounidenses en Irán y el conflicto entre israelíes y palestinos. La mente del presidente de los Estados Unidos estaba muy lejos de San Salvador.
A cuatro kilómetros de la Casa Blanca, en el cuarto H-308 del Capitolio estadounidense, los congresistas aprobaron esa misma tarde un nuevo paquete de ayuda militar para El Salvador. El mismo que, mediante una carta hecha pública en la homilía del 17 de febrero, Romero había pedido a Carter no aprobar.