En Italia descubrí dos términos. Uno, la “dietrologia”: muchos italianos, quizá la mayoría de ellos, consideran que detrás de cada acontecimiento hay una historia y una explicación que permanecen ocultos al público. Otro, “el Grande Vecchio”, una figura todopoderosa y desconocida que supuestamente maneja en secreto la realidad que hay detrás de los hechos aparentes.
Sentado a la mesa ante Silvio Berlusconi, en una de las salas de Palazzo Grazioli, era imposible no pensar en esas cosas. Berlusconi se levantaba, cantaba un momento, contaba un chiste, volvía a sentarse, bromeaba sobre sí mismo, reía. Y uno se planteaba una pregunta: si “el Grande Vecchio” se viera por alguna razón forzado a salir a escena, ¿cómo camuflaría su auténtica identidad? El disfraz de payaso resultaba una hipótesis verosímil.
Mientras el entonces corresponsal, hasta cierto punto abrumado por el hecho de ser recibido por Berlusconi en su residencia romana, cavilaba y permanecía atento a su anfitrión, el anfitrión seguía comportándose como un bufón sin otro deseo aparente que divertir y complacer al invitado.
Leyendo el otro día en El País un excelente relato sobre las andanzas de Berlusconi (“El retrato de un tramposo”, de Íñigo Domínguez) recordé mis impresiones de aquel almuerzo en Palazzo Grazioli. Recordé también una frase que Berlusconi, entonces en la oposición, pronunció como de pasada antes de que nos sentáramos: “Estaríamos mejor ahí enfrente, ¿verdad?”. Ahí enfrente, a menos de 20 metros, estaba Palazzo Venezia, el edificio desde el que Benito Mussolini dirigió la Italia fascista.
Allí recibía a sus amantes cotidianas (al margen de Claretta Petacci, la amante oficial). Allí se asomaba al balcón para arengar a las masas. Allí tenía su inmenso despacho, diseñado para intimidar al visitante. (Una nota: en 2003, Berlusconi declaró a “The Spectator”, bajo un “off the record” que la revista británica no respetó, que “Mussolini no mató a nadie” e hizo muchas cosas buenas).
Silvio Berlusconi acababa de mostrar al corresponsal la enorme “sala del consejo de ministros” que, copiada en todos los detalles de la real, la de Palazzo Chigi, había instalado en su casa. El Palazzo Grazioli no era realmente suyo, se limitaba a alquilar la “parte noble” por 40.000 euros mensuales. Había intentado comprarlo a los Grazioli y, al no conseguirlo, lo alquiló: no había ningún otro palacio tan cercano al que ocupó Mussolini, hoy sede de varios museos.
Permítanme una incursión en la “dietrología”. Anticipo que no sacaremos nada en claro. Salvo algunos hechos.
La historia más o menos oscura de Berlusconi
Silvio Berlusconi, nacido en 1936, hijo de empleado de banca y de ama de casa, se licenció en Derecho (con muy buenas notas) y dedicó años a cantar en cruceros, tocar el contrabajo, ejercer como intermediario en pequeños negocios, vender electrodomésticos a domicilio y estudiar la industria publicitaria. Nada hacía prever que hacia 1968, con poco más de 30 años, pudiera acometer la construcción de una pequeña ciudad de lujo, Milano 2, en el municipio de Segrate, contiguo a la capital lombarda.
¿De dónde salió el dineral necesario? Una parte procedió de créditos de la Banca Rasini (especializada en blanquear fondos de la mafia), donde trabajaba su padre. Otra, mayor, de unos “inversores suizos” cuyo nombre jamás se conoció. Las sospechas recaen sobre la mafia siciliana.
En 1974 estafó a una joven heredera huérfana traicionada por su tutor (Cesare Previti, en adelante abogado de Berlusconi y con el tiempo ministro de Defensa y luego condenado por sobornar jueces) y se hizo por unas pocas liras con la fabulosa Villa San Martino, en Arcore (a las afueras de Milán). En cuanto se instaló en Arcore, ese mismo año, Berlusconi contrató como “jefe de caballerizas” a Vittorio Mangano, responsable de las finanzas de la Cosa Nostra en la plaza financiera de Milán y homicida múltiple.
Eran los “años de plomo”, con atentados y secuestros casi a diario. Nadie se atrevió a amenazar al joven constructor Silvio Berlusconi porque nadie, ni los terroristas ni los servicios secretos golpistas, era tan idiota como para meterse con alguien que tenía alojado en casa a un jefe de la mafia siciliana. A partir de ahí, la conversión de Berlusconi en magnate de la comunicación es más o menos conocida.
Creó una televisión por cable (Telemilano) en Milano 2, que luego conectó a otras televisiones vecinales (la televisión aún era monopolio público) y a partir de ese núcleo forzó (no está del todo claro cómo) la legalización de una red que en 1978 se convirtió en Canale 5, el primer canal privado de ámbito nacional.
A finales de los 60, cuando Berlusconi acometió la construcción de Milano 2, se suponía que el “Grande Vecchio”, la mano oculta que manejaba el poder, era Eugenio Cefis, presunto organizador del asesinato de Enrico Mattei, presidente de la empresa petrolera pública ENI. Pier Paolo Pasolini acusaba a Cefis en 'Petróleo', el libro que estaba escribiendo cuando fue asesinado en 1975. Cefis se hizo con ENI, con el gigante químico Montedison y con la dirección de Confindustria, la gran patronal, imponiéndose al mismísimo Gianni Agnelli, patrón de Fiat.
Cefis fue uno de los fundadores de la logia masónica secreta P2, cuyos objetivos consistían en imponer un “plan de refundación democrática” basado, según la Comisión Parlamentaria que investigó la logia, “en la prohibición de los partidos de izquierda, en el control de los jueces por parte del gobierno, en la disolución de los sindicatos y, sobre todo, en el dominio de los medios de comunicación de masas”. ¿Les suena?
Masones, mafiosos y otros poderosos
La P2, con la ayuda del banquero mafioso Michele Sindona y con fondos del Vaticano a través de Roberto Calvi, llamado “el banquero de Dios” (a Calvi lo suicidaron en Londres en 1982), logró hacerse en 1975 con el principal diario italiano, el “Corriere della Sera”. Ese momento de auge de la P2 coincidió con el declive de Eugenio Cefis.
Los “dietrólogos” dedujeron que el nuevo “Grande Vecchio” era el sinuoso político democristiano Giulio Andreotti, siete veces presidente del Gobierno y miembro de la P2. Pero quien estaba al frente de la logia secreta P2 era en realidad Licio Gelli, un antiguo fascista que había combatido en la guerra civil española y luego había ejercido como jerarca nazi en Yugoslavia. Huyó a Argentina con otros nazis y permaneció allí hasta 1960.
Décadas después, ya detenido, Gelli hizo declaraciones esclarecedoras. “El auténtico poder es de quien domina los medios de comunicación de masas”, por ejemplo. Otra frase: “Con la P2 teníamos Italia en un puño, con nosotros estaba el Ejército, la Guardia de Finanzas, la Policía, porque sus jefes pertenecían a la P2”. Y aún otra frase, pronunciada poco antes de morir, en 2015: “Berlusconi copió nuestro programa”.
Berlusconi era, por supuesto, miembro de la P2. “Me inscribí porque pensé que era algo parecido al Rotary Club y nunca me pidieron que pagara la cuota”, dijo cuando ya era presidente del Consejo de Ministros. Es decir, ya tenemos a Berlusconi conectado con la mafia, con la organización clandestina que durante los años 70 y 80 manejó Italia y, a través de ella, con los servicios secretos.
En 1981, con el eurocomunismo de Enrico Berlinguer lleno de fuerza y en condiciones de alcanzar el poder, la Democracia Cristiana se vio obligada a formar una alianza anticomunista cristalizada en el llamado “pentapartito” (Democracia Cristiana, Partido Socialista, Partido Socialista Democrático y Partido Republicano). Esa coalición gobernó Italia entre 1981 y 1991.
En 1991 se derrumbó porque la URSS ya no existía y, sobre todo, porque robaba y corrompía con un entusiasmo bochornoso. El hombre fuerte de la coalición era el socialista Bettino Craxi. Craxi huyó a Túnez para evitar la cárcel. ¿Quién era el financiador de Craxi? ¿Quién manejó a su gusto el “pentapartito” mientras creaba un imperio de medios de comunicación? ¿Quién era el gran corruptor? Todo el mundo lo sabe: Silvio Berlusconi.
Ahora lo sabemos. No estaba tan claro cuando, en pleno vacío político, con frecuentes suicidios de empresarios y una investigación, “Mani Pulite”, que empezó a descubrir tramas secretas, un empresario simpático, dueño del Milan que había revolucionado el mundo del fútbol, dijo sentirse obligado a “scendere in campo” (traducible como “saltar al césped”) y presentarse como candidato al frente de un nuevo partido llamado Forza Italia. No hace falta relatar lo ocurrido desde entonces.
Durante aquel almuerzo, con platos tricolores (ensalada de mozzarella, tomate y aguacate; carne con puré de patatas y verduras) como la bandera italiana, Berlusconi mostró al corresponsal un pequeño almacén donde guardaba los regalos para sus invitados (corbatas para los caballeros, pañuelos para las damas, ambos de la marca Marinella, y algunos Rolex para pequeños compromisos -él nunca se dignó a llevar esa baratija, usaba relojes muchísimo más caros).
También le pidió al corresponsal que no fuera “malvado” en sus crónicas. Y provocó risas. Cuando su fiel Paolo Bonaiuti asomó la cabeza para reclamarle, tras un almuerzo-espectáculo que había durado en realidad poco más de media hora, Berlusconi desapareció suspirando “soy un esclavo, soy un esclavo”.
El entonces corresponsal, quien firma esto, hoy, casi 20 años después, cree haber conocido al auténtico “Grande Vecchio”. Al hombre que manejó su país desde la sombra y luego, ya en el escenario y ante el público, cambió Italia y el mundo bajo un disfraz de bufón.
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