Donald Trump ha dado un giro político al problema racial latente puesto de relieve una vez más por el asesinato de George Floyd en Minnesota a manos de un policía blanco. La maniobra busca consolidar un enemigo interior que le pueda sacar de un apuro a escasos meses de las elecciones. Una disputa que le puede ocasionar muchos problemas y que está directamente vinculada a lo estructural de la política nacional. En EEUU se puede ser racista pero no decir que un negro tiene menos derechos, pero sí se puede enarbolar el antifascismo como si fuera un bando violento de una guerra de bandas. Un simple tuit ha creado un nuevo enemigo mucho más asible y demonizable que el que le pueden otorgar los disturbios raciales: “Los Estados Unidos de América declararán Antifa como una organización terrorista”.
Victimizar el posfascismo como ardid político. Convertir una disputa profundamente estructural como el racismo institucional en otra guerra que puede vincular al marxismo cultural y los movimientos de izquierdas es la única manera con la que Trump sabe enfrentarse a los problemas. Y por ahora le funciona.
La línea discursiva del presidente de los EEUU quedó clara después de los incidentes racistas de Charlottesville. La manifestación supremacista en Virginia para evitar la retirada de la estatua del general confederado Robert E. Lee terminó con un neonazi atropellando a los contramanifestantes antifascistas matando a una mujer. Donald Trump valoró los hechos culpando de la violencia tanto a los neonazis como a los grupos antifascistas que protestaban contra ellos: “Yo miré atentamente, mucho más atentamente que la mayoría de la gente. Había un grupo de un lado que era agresivo y otro grupo del otro lado que también era muy violento. Nadie quiere decirlo…¿Qué decir de la 'izquierda alt' que atacó a la 'derecha alt' como dicen ustedes? ¿No tienen ellos una parte de la responsabilidad? ¿Tienen un problema? Yo pienso que sí”.
La victoria de Donald Trump estuvo directamente vinculada al supremacismo blanco y a la caracterización de una serie de rasgos identitarios. Precisamente por eso no podía culpar directamente a los que eran su base electoral y su militancia más radical y fiel. Según Mark Bray, autor de 'Antifa: el manual antifascista': “Cultiva el orgullo en una serie de identidades, privilegios y tradiciones. Y fomentan el miedo a perderlos. Uno de los rasgos más importantes en el contexto del resurgir de la extrema derecha en Estados Unidos es el de ser blanco”.
En EEUU el antifascismo moderno está directamente vinculado a los movimientos antirracistas. En los años 80 la acción antirracista (ARA) era la vanguardia del movimiento antifascista en el país norteamericano. Es prácticamente imposible desvincular el antifascismo del antirracismo en EEUU porque es la causa principal de lucha, ya que los movimientos fascistas americanos están directamente vinculados al supremacismo blanco con el Ku Klux Klan como máximo exponente. Sirva de ejemplo que David Duke, Gran Mago del Klan de 1974 a 1978, es un fervoroso apoyo de Donald Trump.
El odio al antifascismo está larvado en el profundo anticomunismo, que en EEUU es hegemónico. Puede sorprender que una potencia como EEUU que ha construido su cultura popular en el cine a través de la liberación de Europa del yugo nazi caiga en un sentimiento contrario al antifascismo, pero hay que considerar que si hay algo verdaderamente generalizado es el sentimiento contrario al comunismo surgido tras cincuenta años de Guerra Fría en la que la represión a todo lo que sonara a socialismo fue intensa y efectiva.
Es en este punto donde hay que diferenciar el antifascismo histórico contrapuesto al fascismo de los años 30 y que ni siquiera los anticomunistas más furibundos que tienen que guardar la apariencia se atreven a poner en duda, del antifascismo moderno. Este basando sus luchas en la calle, las guerras culturales y de diversidad ha conseguido ser ubicado en una posición de marginalidad y, en ocasiones, de criminalidad. Se puede entender esta diferencia observando el antifascismo de la izquierda institucional y el contracultural. El de un Parlamento con el de la calle.
El movimiento antifascista contracultural ha luchado en las calles contra los movimientos neonazis sin cuartel sin desdeñar el uso de la violencia en épocas y momentos, años 80 y 90, donde las calles de las ciudades eran verdaderos campos de batalla en los que los asesinatos por motivaciones racistas eran norma. Ese uso de la violencia por parte de los movimientos antifascistas para combatir el racismo, la xenofobia y la homofobia ha servido para que los que operaban en la equidistancia equipararan ambas violencias. Una perversión similar a equiparar a los camisas pardas nazis con el Eiserner Front que los combatía o a los Camisas Negras de Mussolini con los Arditi del Popolo. Sin embargo, esa construcción política ha servido de trampolín para que una ocurrencia como la de Donald Trump no haya sido repudiada por la opinión pública como sí lo sería una proclama claramente racista.
La criminalización de los movimientos antifascistas contraculturales, que durante mucho tiempo ha tolerado la izquierda institucional que tenía en su cultura el antifascismo en su identidad colectiva, ahora puede ver cómo se le vuelve en contra. Porque el principio de equiparación hará que la criminalización que Donald Trump pretende extender hasta considerar el movimiento antifa como organización terrorista es un disparo a la línea de flotación de la cultura de la izquierda. La frase del sacerdote Martin Niemöller sublimada.
La falta de acción coordinada de los movimientos institucionales, construidos culturalmente en el antifascismo histórico, con los movimientos contraculturales de combate urbano ha dejado en una difícil posición a ambos ahora que la línea de batalla ha pasado de los barrios a las instituciones. Mark Bray cita a un antifascista contracultural de Londres exponiendo el problema con claridad cuando se le pregunta sobre cómo enfrentar a los movimientos populistas de extrema derecha: “No podemos esperar derrotar a un proyecto electoral de este tipo del mismo modo que lo haríamos con un movimiento fascista de calle. En vez de eso, tenemos que presentar mejores propuestas políticas que las suyas.”