Arabia Saudí ensaya la nueva estrategia del príncipe Mohamed bin Salman para recuperar su papel de líder regional
La multinacional Microsoft anunció en febrero pasado que va a instalar un nuevo centro de datos en Arabia Saudí, sin que parezca que le importe mucho el pésimo balance del régimen en derechos humanos, arriesgándose a que Riad pueda obtener datos de sus propios ciudadanos (y de otros en la región), violando los principios más elementales de privacidad para castigar cualquier disidencia o crítica contra su forma de entender el poder. Por su parte, el Gobierno de Canadá, el mismo que en 2018 criticó abiertamente a Arabia Saudí por sus reiteradas violaciones de derechos humanos, acaba de anunciar que vuelve a establecer relaciones diplomáticas plenas con Riad.
¿Son estos los resultados de una sustancial mejora saudí en esos terrenos o simple pragmatismo ante un actor con notable peso específico en el ámbito energético, centrado en recuperar su papel de líder regional, muy atractivo en términos comerciales y de inversiones, y cada vez más interesado en explorar alternativas a Washington como mentor?
A la espera de que el paso del tiempo permita calibrar su verdadero alcance, lo que resulta meridianamente claro es que, en su condición de factótum del reino, Mohamed bin Salman (MbS) está decidido a emprender una reforma sustancial de su papel en la región y en el mundo, sin que eso suponga modificar internamente las bases del poder dictatorial que define al país desde su fundación en 1932.
Buena muestra de ello es, en primer lugar, el acuerdo suscrito por Arabia Saudí en Pekín el pasado 10 de marzo con Irán, poniendo fin a siete años de desencuentro diplomático. Un acuerdo que plantea la normalización de relaciones entre dos rivales históricos por el liderazgo regional y que se explica, en primera instancia, por el deseo de Riad de salirse del pantano del conflicto en Yemen, procurando aprovechar la influencia que Teherán ejerce sobre los rebeldes huzíes para lograr algún tipo de acuerdo, y por el intento iraní de evitar que los saudíes se echen definitivamente en brazos de Israel, normalizando igualmente las relaciones con Tel Aviv.
En la misma línea hay que interpretar el reingreso de Siria en la Liga Árabe, admitiendo que Bashar al Assad es apenas un mal menor si se tiene en cuenta que cualquier alternativa a su poder sería más preocupante para Riad y para quienes (también en Occidente) apuestan por la estabilidad a toda costa, aunque sea dejando el país en manos de un dictador genocida. El ejemplo de Al Asad sirve a Riad y al resto de autocracias de la zona para debilitar las ansias reformistas de sus propias poblaciones, que también soñaron durante la llamada Primavera Árabe con la apertura de una ventana de oportunidad para modificar unos regímenes asentados básicamente en el clientelismo paternalista (gracias a su riqueza en hidrocarburos) y en la represión.
A cambio de su aceptación política y de ayuda para la reconstrucción de Siria, lo que Riad pide a Al Assad es que cree las condiciones necesarias para recibir a los millones de refugiados que suponen una pesada carga para sus vecinos (incluyendo Turquía) y que se encargue de controlar el negocio del narcotráfico para contrarrestar su potencial desestabilizador. Un precio que, a buen seguro, el dictador sirio está más que dispuesto a pagar, aunque eso no significa que vaya a cumplir sumisamente el encargo.
Tampoco es menor el esfuerzo realizado por MbS para mediar en conflictos internos, como el que asola actualmente Sudán, o en sostener económicamente a países como Egipto, con el golpista Abdelfattah Al Sisi al frente. De ese modo, el príncipe busca subordinar o alinear a socios y vecinos agradecidos y, por tanto, inclinados a aceptar a Riad como el líder tanto del islam suní como del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) y hasta de la Liga Árabe.
Pero la ambición de MbS no se detiene únicamente en la región de Oriente Medio y el Golfo Pérsico, mientras calcula el momento y las contrapartidas que espera obtener de una normalización de relaciones con Israel. Mirando obviamente por sus intereses en el marco de una transición energética que puede disminuir su poder a medio plazo, está su acercamiento a Rusia, igualmente interesado en sumar fuerzas en los mercados internacionales para garantizar unos precios de los hidrocarburos que les permitan a ambos financiar sus planes económicos y militares.
Simultáneamente, Riad se deja querer por Pekín, no solo porque supone un atractivo mercado en el que seguir colocando su petróleo, sino como aviso a Washington de que está explorando alternativas a su seguridad, en la medida en que el reino se siente cada vez menos confiado en las garantías que desde hace décadas le viene dando Estados Unidos.
MbS busca, en definitiva, crear unas condiciones que le permitan tanto consolidar su poder internamente -con planes en los que no entra la democratización y que ya apuntan a una etapa postpetróleo- como garantizar su liderazgo regional y más allá. Queda por ver si los demás actores en juego se acomodan a sus sueños, desde una población que puede aspirar a convertirse en ciudadanos en lugar de súbditos, hasta unos vecinos que también tienen sus propios planes.
Resulta tan difícil imaginar que Irán vaya a renunciar a dejar de inmiscuirse en los asuntos internos de Irak, Siria, Líbano o Yemen, como suponer que Turquía abandone sus intereses en Siria e Irak para ajustarse a lo que un rival estratégico como Riad quiera imponer unilateralmente. Y, tras la experiencia acumulada en estos últimos años, tampoco parece que Qatar y alguno otro miembro del CCG (del que forman parte también Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Kuwait y Omán) vaya a cejar en su intento de volar por libre. Y es que los sueños, como ya nos recordaba Calderón de la Barca, sueños son.
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