Desde hace un mes, Argentina repite una pregunta sin respuesta. ¿Dónde está Santiago Maldonado? Este viernes fueron decenas de miles las personas que salieron a la calle para poner cuerpo y voz a ese interrogante y para exigir responsabilidades al Gobierno por la desaparición del joven de 28 años que fue visto por última vez durante una protesta reprimida por las fuerzas de seguridad en el corazón de la despoblada Patagonia.
La familia del artesano encabezó una emotiva y multitudinaria marcha en el centro de Buenos Aires que acabó, ya entrada la noche, en violentos enfrentamientos entre un pequeño grupo de manifestantes y la policía que dejaron 17 heridos y 23 detenidos.
El rostro de Maldonado se ha vuelto una presencia constante y creciente desde que el 1 de agosto se denunció su desaparición, tras participar en la protesta mapuche que reclama parte de las tierras de Luciano Benetton en la provincia de Chubut. Pero el de Maldonado es también el rostro de una Argentina, una vez más, dividida.
La familia y los compañeros del artesano –y buena parte del país– aseguran que la Gendarmería (la policía militar) es responsable de su desaparición. El Gobierno, que ha hecho desde el principio una defensa cerrada de las fuerzas de seguridad, promueve otras teorías, incluida la de que Maldonado jamás estuvo en la protesta. Quienes apoyan al Gobierno de Mauricio Macri defienden estas teorías y critican la utilización política del caso.
Todo ocurre a poco más de un mes de unas elecciones legislativas clave para el Gobierno. La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, ahora candidata a senadora y llamada a ser jefa de la oposición, no participó en la movilización, pero sí acudió a una misa para rogar por la aparición con vida del joven. Además, ha reclamado responsabilidad al Gobierno repetidamente en las redes sociales.
Facebook y Twitter se convirtieron en estas semanas en un imponente catalizador de la preocupación de muchos argentinos. No sorprende. Este es un país en el que los desaparecidos –decenas de miles de personas asesinadas por la dictadura militar que no han tenido en 40 años ni el póstumo derecho a una tumba– son a la vez una deuda pendiente y un punto de inflexión.
Después de aquel horror Argentina no quería más desaparecidos. Y sin embargo los ha tenido en democracia. Ahí está el emblemático caso de Luciano Arruga, que estuvo en paradero desconocido durante cinco años tras haber sido detenido por la policía en 2009. Su cuerpo se encontró en 2014, enterrado sin nombre. Tenía 16 años.
O el de Miguel Bru, un estudiante de periodismo de 23 años asesinado por la policía en 1993 y cuyo cuerpo aún sigue sin aparecer. El de Jorge Julio López, superviviente de un centro de detención ilegal en la dictadura y testigo clave para condenar al responsable de numerosas muertes y torturas, Miguel Echecolatz, en 2006. Nadie puede olvidar que el exjefe de operaciones de la Policía Bonaerense –que declaró ante el juez “Por mi cargo me tocó matar, y lo haría de nuevo”– escribió en un papel el nombre de su acusador antes de volver a entrar en prisión. Ya no se supo más de López.
Argentina no es México, donde la denominada “guerra contra el narcotráfico y la delincuencia organizada” ha sumido a la población en una violencia inhumana que acumula cerca de 30.000 desapariciones forzosas. Pero Arruga, Bru, López y otros nombres dejan claro que los argentinos tienen razones para desconfiar de los gobiernos y de las fuerzas de seguridad que deberían protegerlos.
La polarización política diluye estas certezas y esconde los verdaderos debates. Por ejemplo, el de la urgente necesidad de profesionalización de las fuerzas de seguridad, el de la corrupción flagrante en muchos de esos cuerpos. Y también, en el caso de Maldonado, el del conflicto que subyace en su desaparición: la situación de marginación de los pueblos originarios, en un país que se jacta de haber acabado con ellos en una sangrienta operación militar llamada Campaña del Desierto.
Su artífice, el teniente general Julio Argentino Roca, sigue dando nombre a una de las principales calles del centro de la capital, sin que el vendaval revisionista que en Estados Unidos o en Francia tumba estatuas haya movido un pelo al Roca de bronce que se yergue, orgulloso sobre su caballo, a pocos metros de la Casa Rosada.
Incluso el exministro de Educación y candidato a senador del macrismo, Esteban Bullrich –que se enfrentará a Cristina Fernández en las urnas– tuvo el mal gusto de hablar de una nueva “conquista del desierto” que su gobierno haría no ya con armas, sino con libros.
La de Bullrich no es la única desafortunada desconexión que esta Administración ha tenido con el tema de los derechos humanos, razón por la que la oposición y varias organizaciones civiles –también las Abuelas de la Plaza de Mayo– elevan el tono de la sospecha en la respuesta de Macri ante la desaparición de Maldonado.
Los métodos violentos de protesta de los mapuches a los que apoyaba Santiago Maldonado fueron el primer blanco en el que hizo diana el Ministerio de Seguridad. Y mientras la investigación avanzaba a un ritmo insólitamente lento –la fiscal tardó hasta 20 días en pedir pruebas periciales–, el Gobierno afirmaba que los indígenas estaban financiados por las FARC colombianas o por misteriosos grupos ingleses.
El debate se centró en si los mapuches son argentinos o chilenos, cuando es evidente que su presencia en estas tierras es anterior a las fronteras, o en si los ‘mapuches buenos’ que no arrojan cócteles molotov ni cortan carreteras repudian a los violentos.
Muy poco espacio ha ocupado esta semana el debate sobre si esos mapuches, violentos o pacíficos, tienen derecho sobre las tierras de sus antepasados que Benetton compró al por mayor, no se sabe a qué precio, a una empresa británica. O sobre cómo viven las comunidades aborígenes, relegadas a infértiles parcelas al pie de los Andes. O sobre cómo han crecido, obligados a alejarse de su cultura en una Argentina poco capaz de reconocer su diversidad étnica.
Tampoco se ha hablado de que en noviembre los pueblos indígenas podrían quedarse sin amparo legal si el Congreso no prorroga la ley 26.160, que obliga al Estado a parar los desalojos y a hacer un relevamiento de las tierras que tradicionalmente ocupan.
Medios y políticos sí hablan del rechazo que causan los mapuches que hablan a cámara encapuchados y que no quieren declarar ante el juez. Y del rechazo que genera la violencia que provocó destrozos, heridos y detenidos en el centro de Buenos Aires este viernes, tras una manifestación mutitudinaria y pacífica.
Nadie sabe de momento qué ha pasado con Santiago Maldonado. Pero la polarización política no consigue ocultar que los ciudadanos tienen derecho a hacer esa pregunta y a que les respondan.