Quiero pensar que un día volverán al corazón de Europa. En cierto modo no pueden irse de un continente al que han dado forma durante siglos, de Wellington a Churchill, de Thackeray a Orwell, de los Beatles a las Spice Girls.
El Reino Unido vive una fractura real que empezó a incubarse mucho antes del Brexit y que seguirá con nosotros algunas décadas más. Pero ni la demagogia ni los titulares histéricos ni los delirios de grandeza de su clase dirigente deberían hacernos olvidar que el Reino Unido sigue siendo un país razonable, diverso y acogedor.
Llegué a Londres en junio de 2007 como corresponsal de El Mundo en el Reino Unido. Cubrí los años crepusculares del Nuevo Laborismo: el ocaso de Tony Blair y el breve mandato trágico de Gordon Brown. Cubrí con detalle la llegada al poder de David Cameron, me recorrí Irlanda del Norte y entrevisté en dos ocasiones al premier escocés Alex Salmond, que espera ahora juicio por acoso sexual. Allá donde fui me sentí bienvenido –también lejos de Londres–. No con la extroversión abrumadora que luego encontraría en Estados Unidos, sino con una extraña mezcla de respeto, educación y sentido del humor.
Seis años después de irme, he vuelto a vivir aquí, esta vez en Oxford, y me he encontrado un país a la vez tan parecido y tan distinto, unido en torno a los rituales cotidianos del té y de la cerveza, pero también hastiado de dar vueltas sobre sí mismo en un debate imposible de resolver.
Es justo decir que vivo en una burbuja universitaria. En mi calle ondea todavía alguna bandera europea y entre mis vecinos hay franceses, alemanes y daneses temerosos de lo que está por venir. Oxford es la universidad que más financiación recibe de la Unión Europea. Es también una ciudad abierta con un alcalde hippie y sufre desde hace años el impacto del inmenso error del Brexit.
Y, sin embargo, es difícil creer que este revés acelerará el declive de este país tan hermoso, enganchado como ningún otro a los espejismos de un pasado glorioso y sin embargo trufado de ingenio y urbanidad. Harto de quienes se regocijan del espléndido aislamiento que se avecina, quiero decir por qué pese a todo creo que este no es el final de la pérfida Albión.
Al contrario que los franceses o los alemanes, los británicos nunca se han tomado demasiado en serio. Ni siquiera los bufones xenófobos que ondeaban anoche sus banderas y celebraban las campanadas del Big Ben. Este es un pueblo pragmático y hedonista, amante de las flores y de la cerveza tibia, más democrático e igualitario de lo que podría parecer a primera vista, dueño de un sentido admirable de la comunidad.
Aquí es posible atravesar a pie las hermosas tierras comunales del Lake District y caminar por praderas infinitas sin barreras insalvables, cruzando ese ingenio mecánico que los ingleses llaman kissing gates. El Reino Unido es el país de los canales decimonónicos, que conservan su magia decadente que todavía evoca la primera revolución industrial. Es también el país del ferrocarril y tiene estaciones que parecen catedrales de hierro, de Paddington a Waterloo pasando por St. Pancras, que para mí será siempre la estación del amor.
El Reino Unido es el lugar de origen de la BBC, de la Royal Opera House y de la Royal Shakespeare Company. El país de Byron, Turner y Britten. La patria de Lennon, Jagger y Bowie. El lugar donde se quebró para siempre la voz de Amy Winehouse y dónde sigue floreciendo la voz de Adele.
En el Reino Unido nunca germinaron los apóstoles de los totalitarismos del siglo XX, pero el país siempre fue una incubadora de ideas que ayudaron a avanzar a la humanidad. Lugar de acogida de cientos de exiliados ilustres, aquí nacieron conceptos como el socialismo utópico, el capitalismo popular o la sanidad pública, y se publicaron las obras de Hobbes, Locke, Stuart Mill y el matrimonio Webb.
Cientos de miles de súbditos sufrieron torturas y humillaciones en nombre del imperio. Pero es importante recordar que los británicos salvaron Europa dos veces del totalitarismo alemán mientras América, mucho más renuente, deshojaba la margarita de la intervención militar.
Europa sería muy distinta si Winston Churchill no hubiera prometido sangre, sudor y lágrimas en la primavera trágica de 1940. Todavía hoy me emociona ver su camastro en el búnker que se esconde en el subsuelo de Whitehall y el despacho desde el que dirigió la guerra, despreciado por una aristocracia pro-nazi que le invitaba a capitular.
Fue Churchill quien primero usó la expresión “los Estados Unidos de Europa”. Pero el primer proyecto europeo lo cocinaron franceses y alemanes, y Charles de Gaulle vetó en dos ocasiones la entrada del Reino Unido, temeroso de que Francia perdiera poder en la institución. Los británicos sólo entraron en 1973 de la mano de su primer ministro más europeísta, el conservador Edward Heath. En el primer referéndum sobre Europa, que se celebró en 1974, Margaret Thatcher, recién elegida líder conservadora, hizo campaña a favor de quedarse en la institución.
Se ha escrito mucho sobre el pique entre Delors y Thatcher y sobre el egoísmo del cheque británico. Pero el Reino Unido ayudó a crear una Europa más flexible, más eficiente y más abierta al mundo, y dio a la Unión algunos de sus mejores funcionarios. Sin ellos Bruselas será peor.
El Brexit es el fruto de varias brechas que no han dejado de crecer. La más evidente es la que separa a la rica Londres de muchas ciudades pobres del resto del país, pero no es la única. Las otras giran en torno a la edad y a la educación. Y, sin embargo, el Reino Unido es un país más cohesionado de lo que podría parecer. Los desvaríos de los tabloides tienen una importancia muy relativa. Ningún otro medio tiene el peso omnipotente de la mesurada BBC.
En este día triste para mí y para millones de europeos que viven en el Reino Unido, quiero pensar que mis amigos británicos volverán un día al corazón de Europa, despojados de la arrogancia posimperial y empujados por una generación que se ha criado en un continente sin fronteras, que no mira atrás sino adelante y que escucha más a Greta Thunberg que a Nigel Farage.
Entretanto seguiré disfrutando de los pequeños placeres de este país imperfecto que en ocasiones parece una destartalada tienda de antigüedades y seguiré caminando por esa “tierra verde y placentera” a la que cantó el poeta William Blake.
Eduardo Suárez es autor junto a María Ramírez del libro ‘Little Britain’ y director de Comunicación del Instituto Reuters de la Universidad de Oxford.