Si el acrónimo BRICS ya tiene más fachada que contenido, la denominación Sur Global resulta aún más vacía. Sin embargo, con ocasión de la XV Cumbre de los cinco países que conforman los BRICS –Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica– que arranca este martes en Johannesburgo, ambos conceptos parecen recobrar brillo hasta el punto de que parece que estamos ante el nacimiento de un nuevo actor internacional con capacidad operativa. Un actor con voluntad no solo para situarse al mismo nivel que las principales potencias nacionales, sino con aspiraciones para establecer un nuevo orden económico y político.
Existen innumerables razones para criticar ese orden internacional, tanto en el ámbito político como en el económico, en la medida en que su aplicación es lo que nos ha llevado a un mundo tan desigual, tan violento y tan insostenible desde el punto de vista medioambiental.
Ese orden surgió de la II Guerra Mundial y se diseño abiertamente al servicio de las visiones e intereses de Londres y Washington –sea en referencia a la ONU, al FMI, al Banco Mundial, a la OCDE o a la OTAN. Muchos actores se han ido acomodando a él sin más remedio y otros han intentado desafiarlo sin mucho éxito, ya sea a través del Pacto de Varsovia y el COMECON soviético, el Movimiento de Países No Alineados, la Alianza Bolivariana y tantos otros. Un orden, en definitiva, que ha permitido a Estados Unidos consolidar su hegemonía a escala planetaria y que hoy muestra serios desajustes, sin que se perciba voluntad alguna de reformarlo en profundidad.
En esas circunstancias no puede extrañar que alguno de los que aspiran a rivalizar con EEUU por el liderazgo mundial, como China y Rusia, se afanen en impulsar vías alternativas aprovechando tanto sus propias capacidades como los errores cometidos por Washington y sus aliados occidentales.
Así, China, apoyándose en su condición de fábrica del mundo y en su enorme capacidad tecnológica y financiera –con el Nuevo Banco de Desarrollo dirigido por la brasileña Dilma Rousseff y abierto a apoyar proyectos en decenas de países–, es quien de manera más destacada está tratando de articular nuevos foros alternativos, rodeándose de países que por diferentes razones se sienten molestos con las directrices que establece Washington.
En esa línea hay que entender su interés por utilizar una plataforma tan etérea como la de los BRICS –denominación acuñada en 2001 por el director del área de investigación económica del banco de inversiones neoyorquino Goldman Sachs para designar a las economías más emergentes del momento–, reconvirtiéndola, junto con el macroproyecto de la Franja y la Ruta, en sus principales imanes para atraer a su órbita a todos aquellos que se sienten menospreciados o maltratados por EEUU.
Pero pasar de ahí a la conformación de un polo de poder político y económico alternativo hay un trecho muy largo que, al menos de momento, no parece que sus promotores vayan a ser capaces de recorrer. Uno de los grandes debates de la cumbre será la ampliación del bloque.
“Unos BRICS ampliados representarán un grupo diverso de naciones con diferentes sistemas políticos que comparten un deseo común de tener un orden global más equilibrado”, señaló el domingo el presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa. “Sudáfrica apoya la expansión de la membresía de los BRICS. El valor de los BRICS se extiende más allá de los intereses de sus miembros actuales”, añadió.
Sin embargo, todavía son mucho mayores las diferencias que las coincidencias entre los que parecen interesados en alinearse con ese hipotético polo alternativo. De hecho, no existe ni siquiera sintonía entre los cinco socios principales y menos aún entre los alrededor de cuarenta que han enviado señales de estar interesados en formar parte de los BRICS. Basta con repasar la lista de aspirantes –Arabia Saudí, Argelia, Argentina, Bangladesh, Bahréin, Bielorrusia, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía, Indonesia, Irán, México, Nigeria, Pakistán, Sudán, Turquía, Venezuela y Zimbabue, entre otros– y sus distintas posiciones en relación con la guerra de Ucrania para entender la enorme dificultad que hay para consensuar una mínima agenda internacional, más allá de la crítica a Washington.
A eso se une la dificultad para imaginar que Pekín y Nueva Delhi consigan vencer sus propias diferencias, cuando el segundo identifica al primero como una de las principales amenazas a su seguridad. El discurso aparentemente antiimperialista y anticolonialista que a menudo se emplea contra Washington y otras capitales europeas (el rechazo explícito a la presencia de Emmanuel Macron en Johannesburgo es una buena señal de ello) tampoco convence a muchos de los que conforman ese indefinido Sur Global.
El pasado y el presente de países como Rusia y China los identifican igualmente con aquello que denuncian de las potencias occidentales. Y no es menor, por cierto, el problema que supone encajar las apetencias de Moscú y Pekín, cuando ya es visible su competencia por los países de Asia Central. Se hace difícil imaginar que Rusia –con un Putin que ni siquiera podrá estar presente en la cita surafricana ante el riesgo a ser detenido en cumplimiento de la orden de la Corte Penal Internacional– se vaya a conformar con ser el hermano pequeño de una supuesta alianza en la que China llevaría la voz cantante.
Algo similar cabe decir del intento de “desdolarizar” la economía mundial. Por supuesto que el dominio estadounidense en esta materia –cuando más del 80% del comercio mundial se realiza en esa moneda y cuando Washington conserva capacidad suficiente para orientar la agenda de los organismos financieros internacionales en función de sus intereses– le otorga una abusiva ventaja.
Por mucha que sea la potencialidad de los BRICS –alrededor del 45% de la población mundial y 25% del PIB mundial– y de los que ahora se sumen a la iniciativa, a medio plazo el yuan no va a sustituir al dólar como divisa de referencia ni las operaciones de pago en otras monedas van a hacer peligrar el dominio estadounidense. Tampoco van a poner en marcha un sistema financiero alternativo, una organización de defensa colectiva ni un nuevo modelo de gobernanza global.