Cómo ha cambiado Trump el Partido Republicano (y el país)
En las últimas horas de campaña, Donald Trump simuló hacer una felación a un micrófono, fantaseó con poner a una colega del partido ante un pelotón de fusilamiento y dijo que se tendría que haber resistido a dejar la Casa Blanca tras perder las elecciones de 2020, cuya derrota sigue sin reconocer cuatro años después.
El candidato cerró con un mitin en que pintó a sus rivales como “demoníacos” y subrayó que no le importaría si alguien disparara a los periodistas que tenía delante y estaban informando sobre él. Esto después de una campaña en la que insistió en la mentira de que los migrantes haitianos de Ohio se comen las mascotas de los vecinos, presumió de su intención de ser un “dictador el primer día”, describió a Estados Unidos como “un basurero del mundo” y prometió que seguiría con su plan de perseguir a rivales políticos y críticos mientras él y sus portavoces en los mítines llamaban a Kamala Harris “retrasada mental” y prostituta.
Este martes, el candidato republicano ganó las elecciones presidenciales con un margen mayor que en 2016. Faltan por contar millones de votos en California, Nevada, Arizona, Oregón y Washington además de algunos estados especialmente lentos y poblados como Nueva York. Pero las estimaciones apuntan a que esta vez Trump puede ganar la mayoría del voto popular además de los votos del Colegio Electoral, es decir los que asigna cada estado a quien ha ganado la mayoría en ese territorio.
Desde 2000 hasta ahora, el Partido Republicano solo había conseguido ganar la mayoría de los votos en unas presidenciales: lo logró el presidente George W. Bush, cuando fue reelegido en 2004 contra el demócrata John Kerry.
Hace ocho años, Trump recibió casi tres millones de votos menos que Hillary Clinton, en otro ejemplo de cómo el sistema electoral podía beneficiar de manera desproporcionada al partido que, en realidad, no tenía la mayoría del apoyo popular. De ahí el hito significativo para los republicanos si se confirma la victoria de Trump en esta medida.
El primero
Ahora será el primer presidente condenado por delito grave -en el caso del soborno a una actriz porno-, sentenciado como responsable de abuso sexual y con otros tres juicios pendientes, por intentar cambiar el resultado de las elecciones, incitar al asalto al Capitolio y sustraer documentos oficiales. También el primero en haber pasado por dos impeachment (proceso de destitución política), por chantajear al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, y por animar al asalto al Capitolio.
Durante esta campaña, Trump estaba nervioso por la sentencia pendiente de su condena en mayo en el caso del soborno y que estaba prevista para septiembre. El candidato confesó que creía que era un examen de hasta qué punto los votantes podían aguantar algo así, según han dicho fuentes de su entorno al New York Times. Sin embargo, el juez del caso en Nueva York, Juan Merchan, decidió retrasar la sentencia para evitar la apariencia de interferencia en el proceso electoral. Esto pasó después de que el Tribunal Supremo, controlado por la mayoría republicana, avalara parcialmente y por sorpresa la inmunidad de alguien que sea presidente.
¿Quiénes somos?
Ante la retórica de insultos y crueldad -y no solo contra rivales políticos, también contra veteranos o personas discapacitadas- y las promesas de purgas, Kamala Harris, Michelle Obama, Joe Biden y otros demócratas han repetido variaciones del mensaje “esto no es lo que somos”. Ante la victoria clara de Trump, omnipresente en la vida pública desde hace tres décadas, ese argumento choca con la realidad. Estados Unidos sí es, al menos en parte, cada vez más así.
La tolerancia a la violencia para conseguir objetivos políticos en algunas circunstancias es uno de los indicadores que han cambiado mientras se mantenía el apoyo a Trump. De hecho, la aceptación del asalto al Capitolio ha aumentado entre los republicanos desde 2021: el 30% de quienes se identifican como republicanos aprueban “las acciones de aquellos que entraron por la fuerza en el Capitolio”, según una encuesta de CBS publicada el 6 de enero de este año, a la vez que quienes dicen entre este grupo que lo rechazan “con fuerza” ha bajado 20 puntos. El apoyo al intento de golpe entre quienes se definen como “MAGA” (es decir, los más leales a Trump que utilizan las siglas de su eslogan Make America Great Again, o “devuelve la grandeza a Estados Unidos”) sube hasta el 43%.
En esa encuesta de enero, la mayoría de la población en general, el 78%, seguía rechazando el asalto al Capitolio. La abrumadora mayoría también creía entonces que la democracia estaba en peligro.
Los asesores de campaña de Trump insistían en que no defendiera el asalto porque era algo que movilizaba a votantes en contra, pero justo antes de las elecciones el candidato volvió a hacerlo y definió el 6 de enero como “un día de amor” además de mentir al decir que no había habido muertos (siete personas murieron, según el informe oficial del Congreso, y al menos 150 policías resultaron heridos).
La aceptación de la violencia con fines políticos también ha crecido, en especial entre los republicanos, y eso concuerda con el aumento de incidentes como amenazas de muerte contra administradores locales de elecciones y, en los casos más graves, atentados contra políticos (si bien el disparo contra Trump no tenía una motivación política, según la información disponible).
Este riesgo de violencia aumenta en un contexto de fractura personal entre votantes de partidos opuestos. “Cuando los partidos se convierten en socialmente aislados el uno del otro, el conflicto entre ellos se convierte menos en cómo gobernar y más sobre el conflicto en sí mismo”, escribe la profesora Lilliana Mason en Uncivil Agreement, libro clave sobre la llamada polarización afectiva, es decir la división partidista que no está ligada a las propuestas políticas.
El nuevo Partido Republicano
Lo que ha cambiado de manera fundamental es el Partido Republicano y no solo por Trump, sino también por los líderes en el Congreso tras la retirada de los más críticos con él. La fidelidad de sus seguidores ha empujado a otros republicanos a dar un paso atrás.
“Trump tiene un control total sobre la base del Partido Republicano, al menos entre el 70 y el 80%, esas son las personas que apoyan a Trump pase lo que pase”, explica a elDiario.es Rylee Boyd, portavoz del grupo Republicans Against Trump, que ha hecho docenas de grupos de estudio con votantes conservadores, la mayoría indecisos, durante la campaña para entender qué respaldo tenía todavía el candidato republicano y cómo influir en votantes no convencidos. “A esos votantes que ya le habían votado dos veces les seguía gustando mucho la percepción de que era un outsider, que no fuera un político normal y corriente. Y así es como todavía lo ven. No lo ven como un político, a pesar de que ya ha sido presidente… Lo ven como alguien que ofrece un sentido de comunidad y de grupo de una manera que otros políticos no lo hacen”.
Las afirmaciones más crudas y los insultos se acompañan, además, de un discurso renovado para el partido: las promesas de perseguir a los rivales y romper con el resto del mundo, ya sea deportando a millones de personas, poniendo más aranceles para que no entren productos y servicios de otros países o salirse de la OTAN para no tener que proteger a los países europeos de cualquier ataque.
El aislacionismo, populismo y nacionalismo han existido en ambos partidos a lo largo de la historia de Estados Unidos, con el último momento álgido hace un siglo, después de la Primera Guerra Mundial y en medio de las llegadas de inmigrantes italianos y del centro y este de Europa, con sucesivas olas de racismo y antisemitismo. Pero ambos partidos se habían realineado en las últimas décadas para huir de los peores instintos xenófobos y aislacionistas.
Ahora el Partido Republicano ha abrazado estas ideas como supuesto sinónimo del mensaje “antisistema”. Incluso aunque sus miembros sean parte integrante de él. “Las élites están alienadas del país”, repite Newt Gingrich, uno de los artífices de la retórica agresiva de su partido (en los 90 hizo hasta una lista de insultos deshumanizadores contra los rivales), que estuvo dos décadas en el Congreso y se hizo multimillonario con su carrera política.
El partido de Trump ofrece ahora “una visión política basada en agravios” con la que los votantes se identifican aunque sus agravios personales no sean los del próximo presidente, inquieto por sus líos legales y empresariales muy alejados del precio de los huevos o la precariedad de repartir comida. En el estudio de los votantes más fieles a Trump, Boyd señala que funciona bien el mensaje para “una comunidad de votantes republicanos” que creen que la “persecución” de Trump es también contra ellos mismos.
Política de agravios
La política de agravios funciona de manera personal para cualquier votante, incluso para quienes no están en una posición precaria. Delante de un colegio electoral en Mequon, una pequeña ciudad acomodada a las afueras de Milwaukee, en un condado conservador de Wisconsin, Nancy, una empresaria jubilada de 76 años, hablaba hace unos días de su preocupación por la inmigración y sobre todo por la educación. “Con todos los impuestos que pagamos, no creo que el Gobierno esté gastando el dinero de manera razonable… Veo a niños que no saben leer, y eso me asusta para el futuro”, decía a elDiario.es esta votante que había apoyado a Trump.
En otra punta del Medio Oeste, en Dearborn, a las afueras de Detroit, en Michigan, un votante muy diferente, Tony Aljahmi, de 40 años y origen yemení, veía a Trump como “un hombre fuerte” que sería capaz de acabar con las guerras, que era lo que más le indignaba, por “el miedo que provocaba”. Ni siquiera contemplaba que una nueva prohibición de entrada de ciudadanos de Yemen, como la que Trump instauró en 2017 y ha prometido volver a imponer, pueda afectar a sus familiares y amigos.
Contra “el sistema”
Los mensajes de Trump genéricos contra el establishment funcionan mucho mejor que los más centrados en valores del antiguo Partido Conservador, incluso más que en asuntos que fueron movilizadores para una minoría como el matrimonio entre personas del mismo sexo y el derecho al aborto.
Pero el mensaje funciona, especialmente entre las personas con menos educación universitaria, la principal brecha relacionada con el voto ahora y que está reconfigurando la política del país. Si hasta ahora ambos partidos miraban sobre todo a la renta y el origen étnico y socioeconómico de sus votantes, ahora el patrón más notable es el nivel de educación.
En 2008, el demócrata Barack Obama ganó el apoyo de las personas que no tenían título universitario independientemente de la raza u otras variables por siete puntos y, cuatro años después, lo hizo por cuatro en su reelección. Ahora, Trump ha ganado entre estos votantes por 14 puntos, consolidando aún más su popularidad entre este grupo, que ya tuvo en las elecciones de 2016 y 2020.
La reconfiguración alrededor de un mensaje genérico de cambio y quejas trasciende las divisiones raciales tradicionales pese a los insultos del actual Partido Republicano contra las minorías y la idea de que son privilegiadas por algunas políticas de discriminación positiva en universidades y empleos públicos. El mensaje populista contra el “sistema” ha calado de una forma que erosiona el apoyo para los demócratas entre votantes hispanos y, en menor medida, afroamericanos mientras sube el de la población blanca más formada y más urbana.
El partido de Trump
Ya que Trump ha demostrado que con su estilo se pueden ganar elecciones incluso pese a las reservas de parte de sus votantes sobre su personalidad y su nivel récord de impopularidad como presidente y como candidato. En las elecciones de 2016, el republicano ganó por unas pocas decenas de miles de votos en los tres estados decisivos del Medio Oeste perdiendo el voto popular contra Hillary Clinton, una candidata con mucho bagaje político y también impopular. Pero la fidelidad desde entonces en el partido incluso después del asalto al Capitolio y las condenas judiciales, ha afianzado lo que podía haber sido un paréntesis.
“En esencia, Trump ha terminado de cambiar fundamentalmente el Partido Republicano. Es el partido de Donald Trump. No es el partido de valores conservadores o el partido de John McCain”, explica Boyd. Incluso cuando ya no esté -no se puede volver a presentar por el límite de dos mandatos que impone la Constitución-, su dominio de la escena política durante tantos años (en principio, hasta enero 2029, cuando tome posesión la persona que lo suceda) habrá cambiado el partido. “Las fuerzas desatadas en el Partido Republicano no van a desaparecer. Nunca va a volver a ser como era antes”, dice Boyd.
Además, ya habrá una generación sustancial de personas crecidas con una política donde es normal y aceptable comportarse como lo hace Trump y falta la comparación con otros referentes.
Esta laguna de una política diferente también es algo que ha notado este grupo de republicanos críticos en su análisis de los votantes más jóvenes, en particular los hombres, un objetivo claro de la campaña de Trump, que dedicó hasta tres horas a una entrevista con un Joe Rogan, un presentador de podcast popular entre este grupo. Así se explica en parte la mejoría minoritaria, pero llamativa del Partido Republicano entre los votantes más jóvenes.
¿Apatía?
La mayoría de los votantes expresaba antes de las elecciones emociones negativas como el miedo y el cansancio. Pese a la movilización histórica de una parte del país, la erosión de las ganas de votar se ha notado en estas elecciones cruciales.
El último fin de semana antes de las elecciones, cerca de 90.000 voluntarios demócratas llamaron a más de tres millones de puertas para animar a la participación, sobre todo en Pensilvania, según la campaña de Harris. Los republicanos, que apenas habían desplegado las tradicionales fuerzas en el terreno y no tenían tantos voluntarios, no hicieron ese esfuerzo, pero visto el resultado no les hizo falta.
La participación, según las primeras estimaciones, fue alta, pero no récord. De hecho, pese a la implicación de las minorías más activas y a lo que estaba en juego, la participación puede ser al final algo más baja que en las elecciones de 2020, un año de movilización pese a que el miedo al contagio en pandemia imponía un obstáculo extra para votar en persona.
A falta del escrutinio de todos los votos y la certificación de los resultados en diciembre, el New York Times estima que votaron 157,5 millones de personas. Los cálculos de la población de ciudadanos estadounidenses mayores de edad mayor indican que unos 244 millones de personas tenían derecho a votar en estas elecciones.
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