Amanece en una pequeña y polvorienta ciudad del norte de Camboya. Anlong Veng fue el último bastión de los Jemeres Rojos antes de su rendición definitiva y de la muerte de su siniestro líder, Pol Pot, en 1998.
Como cada mañana, Susanna Smale y su traductora, Ron Soktoeur, se suben al todoterreno que les conducirá hasta alguno de los campos de minas que están siendo batidos por sus equipos. Susanna es la coordinadora de la ONG Halo Trust en Oddar Meanchey, probablemente la provincia camboyana que cuenta con un mayor número de artefactos explosivos sin detonar.
“Estos arrozales que ves a la derecha los limpiamos el pasado año y, poco antes, aseguramos esta carretera por la que circulamos ahora; estaba llena de minas antipersona y antitanque”. Camboya es el tercer destino, tras Nagorno Karabaj y Zimbabue, en el que Susanna se enfrenta a estos pequeños pero letales enemigos: “Halo Trust llegó a este país en 1991. Desde entonces hemos destruido más de 270.000 minas antipersona, 4.000 minas antitanque y cerca de 180.000 obuses, bombas de racimo y otro tipo de explosivos sin detonar. A ello hay que unir el trabajo que realizan otras ONG y el Gobierno camboyano”.
Estas impresionantes cifras se traducen en otra estadística mucho más humana: la labor de desminado ha permitido reducir el número de víctimas desde el millar que se registraba anualmente a comienzos de los 90, hasta las 154 que se produjeron el pasado año.
Campos de batalla latentes
La embarrada pista termina en un pequeño chamizo donde la organización ha montado su cuartel operativo. Estamos en Trapeang Tav, una pequeña comunidad agrícola que llevan desminando desde 2006. Susanna y Ron se colocan sus chalecos antifragmentación y sus caretas protectoras: “En esta zona hay una gran densidad de minas porque los vietnamitas tenían una base muy cerca de aquí y la rodearon de artefactos”.
Caminamos entre estacas teñidas de color rojo que marcan la frontera entre el terreno asegurado y el que está pendiente de batir; ellas representan la única barrera entre la vida y la muerte. Los tétricos carteles con la calavera y el mensaje “danger!! mines!!”, escrito en inglés y camboyano, alertan del peligro latente. En varios puntos se ve a hombres y mujeres vestidos con trajes especiales y armados con modernos detectores. “Cerca de 1.000 personas trabajan para la organización; el 99% son camboyanos. Todos han sido formados para realizar esta labor. Desde que yo estoy aquí no hemos tenido ningún accidente… pero en estos años se han producido varias desgracias. El peor enemigo del desminador es la relajación. Es un trabajo minucioso y sistemático en el que no te puedes confiar ni un solo minuto”.
Ron informa a Susanna de la aparición de la primera mina del día: “Tiene un radio letal de 10 metros y se activa al pisarla o mediante cable trampa. Le pondremos una carga de TNT y la detonaremos”. Tras alejarnos a la distancia de seguridad establecida, se produce la explosión. El rostro de Susanna revela una leve sonrisa tras la que se oculta un solo pensamiento: ¡Una menos! “Acabar con las minas no solo supone permitir un acceso seguro para la gente y eliminar el riesgo de que pierdan sus vidas; significa que las tierras pueden volver a ser utilizadas por la población. Puedes ver allí, en la distancia, una de las zonas que hemos limpiado y que ya está siendo cultivada. Tan pronto como acabemos de limpiar este campo de minas la gente vendrá y cultivará estas tierras con lo que podrán incrementar sus ingresos”.
Tras comprobar que los trabajos continúan sin novedad, Susanna y Ron ponen rumbo a un nuevo destino. Solo en su provincia cuentan con 22 secciones operativas y más de 250 efectivos: “Nuestra prioridad a la hora de realizar el desminado siempre es el grado de riesgo para la población. En junio murió un agricultor al pisar una mina antitanque con su tractor. Era un campo que no sabíamos que estaba minado y que se encontraba en una zona cercana a varias aldeas. Inmediatamente suspendimos las tareas que llevábamos a cabo en otro lugar menos sensible y mandamos nuestros equipos hacia allí. Siempre intentamos reaccionar con rapidez y flexibilidad. Nuestros peores enemigos son la climatología y la orografía. Las lluvias paralizan durante días nuestros trabajos que ya de por sí son complicados en un terreno escarpado repleto de ríos y junglas”.
Susanna confía en que este 2015 sea el primer año en que el número de víctimas no alcance el centenar. Un pequeño consuelo que no es tal si echamos la vista atrás: desde 1979, 25.000 camboyanos han muerto y más de 40.000 han sufrido traumáticas amputaciones. Más del 90% eran civiles y, muchos de ellos, niños. Se trata únicamente de los casos contabilizados formalmente por instituciones y ONG. Los expertos aseguran que existen miles de víctimas más de las que no ha quedado constancia alguna en los libros de registro.
Demasiados culpables
Esta siembra mortal tiene muchos responsables tanto locales como internacionales. Todos los bandos que participaron en las sucesivas guerras que asolaron el país en las décadas de los 60, 70, 80 y 90 contribuyeron a generar, en mayor o menor medida, este perverso legado.
Los estadounidenses lanzaron al menos 500.000 toneladas de bombas, principalmente, sobre el centro y el este del país. Lo hicieron de forma indiscriminada y secreta. Hubo que esperar hasta la llegada de Bill Clinton a la Casa Blanca para que, gracias a la desclasificación de diversa documentación, nos enteráramos de que los bombardeos habían comenzado en 1965 y no en 1969 como se había revelado anteriormente. Los ataques fueron de tal magnitud que, cuando finalizaron en 1973, las provincias camboyanas cercanas a la frontera con Vietnam se habían convertido en un terreno repleto de cráteres y de miles de artefactos sin explotar.
Un nivel similar de responsabilidad en la situación actual tiene Vietnam y el Gobierno títere que colocó en Phnom Penh tras invadir el país y expulsar a los Jemeres Rojos. Los hombres de Pol Pot huyeron a Tailandia y desde allí organizaron constantes asaltos contra las posiciones del Ejército de ocupación. Para evitar estas incursiones, los vietnamitas pusieron en marcha la operación “Muro de Bambú” o “Cinturón K5”. Los 750 kilómetros de frontera entre Camboya y Tailandia fueron blindados con densos campos de minas. Esta letal decisión se tomó con el acuerdo de los dirigentes camboyanos leales a Hanoi, entre los que se encontraba Hun Sen, el eterno primer ministro del país.
El resto de contendientes también puso su grano de arena para dejar inhabitable la nación. Los Jemeres Rojos utilizaron minas para proteger sus bases y los territorios que iban conquistando. Las fuerzas monárquicas y nacionalistas las emplearon en su lucha contra los vietnamitas... Incluso muy recientemente, entre 2007 y 2011, como consecuencia de diversos incidentes armados con sus vecinos tailandeses, existen más que indicios de que el Ejército camboyano volvió a minar algunas zonas de su frontera norte junto al estratégico templo de Prasat Preah Vihear. La siembra mortal continúa.