Frente a la Asamblea Nacional, en el bullicioso centro histórico, un puñado de chavistas y mucha policía, de uniforme y de civil. Los civiles son jóvenes, fuertes, de pelo corto y riñonera para llevar el arma. De los que se pegan a escuchar las conversaciones callejeras de quien se detiene a mirar. Sin ningún pudor y en actitud intimidatoria. Dentro del edificio celebran sesión los constituyentistas, como los llaman aquí, los miembros de la Asamblea Constituyente, que llegan al edificio en autobuses públicos y protegidos por la policía.
Un cordón humano –con megafonía ensartando canción en memoria del comandante tras canción en memoria del comandante, y a volumen distorsionado– baila, aparentemente feliz, apostado en las esquinas del edificio. Encargado de que a ningún diputado opositor se le ocurra entrar, al menos hoy, al edificio del Parlamento. Trancando al legislativo, dejando claro que no será agradable la escena si los diputados intentan acceder a su puesto de trabajo.
Uno, dos, tres intentos. No hablan con periodistas.
En otro extremo de la ciudad, en la elegante y discreta entrada de Altamira, un joven, dos mujeres de sesenta años, un par de familias que se definen como clase media que decae –¿qué significará exactamente clase media que decae aquí?– aprenden a poner barricadas.
Son el trancón convocado por la oposición. Siguen aprendiendo, se nota la falta de soltura, no es su medio natural, aunque lleven meses haciéndolo. Son barricadas de palos, bolsas de basura, cascotes. Barricadas simbólicas de las que un vecino que llega en coche, grande, nuevo, cuatro por cuatro, a buscar a sus hijos dice que “nos están perjudicando a nosotros mismos” antes de quitar los obstáculos en segundos con un par de patadas. Los quita para pasar y los vuelve a poner.
Y en ambos lugares incómodos, el oficialista y el opositor, a metros de lo que sucede, o directamente en medio, cruzándose con el gas lacrimógeno, el ruido y la historia, caraqueños, los más, cansados, que toman café, salen del trabajo, hacen compras, se visitan, miran de reojo lo que sucede y siguen buscando cambiar unos dólares o conseguir efectivo –cada día es más difícil y hay mucho menos dinero circulando– o llegar a casa en medio del trancón.
En el trancón de esa clase media que decae un padre de familia mal encarado, gafas Oakley, tez cuidada, pantalón chino, camisa de cuadros bien planchada, interrumpe el conato de conversación. Pide credencial de prensa. Sin credencial llama al silencio a sus compañeros de barricada. Su duda: ¿no serás de esos españoles de Podemos que están aquí apoyando a Maduro?
La conversación interrumpida de mala manera, con una vecina de 61 de años, enfadada pero locuaz, que organizaba la barricada discurría así: “Emocionalmente, psicológicamente, pensamos que la Constituyente no iba, que no pasaba, no nos la creíamos. Pero ahora el poder tiene todo por perder y ya sólo va hacia delante, no está dispuesto a pactar. Pues nosotros tampoco tenemos ya mucho que perder y tampoco estamos dispuestos a pactar. Claro que hay desmoralización, claro que la Constituyente fue un golpe moral durísimo, pero aquí cambia todo como en el trópico. Ahora hace sol y en media hora llueve. Ellos tienen las armas, nosotros no tenemos nada”.
Le cortan. “Cuidado, que viene la guardia, vámonos”.
Y el reproche. La invitación, firme, a irse de allí. En forma de consejo amigable. “Sin credencial, puedes ser de esos que tratan de sacar información para dársela a los colectivos o la policía y que nos vengan a buscar a las casas. Sin credencial te pueden detener y va a ser peor. Vete de aquí”.
No es negociable.
Frente al Centro Comercial Lido hay otra barricada. Aquí hay un grupo de abogados que sale de su despacho a trancar. Que charla en calma. Son el trancón convocado por la oposición.
“La Asamblea Constituyente tiene un efecto psicológico a favor del Gobierno. Parece que ha vencido”, dice Ismael Montealegre, de 31 años. “Pero en realidad en la calle no ha cambiado nada. La gente sigue igual. No se ha resuelto nada. Esto no es más que un stand-by temporal. Pueden controlar las instituciones, pueden impedir el acceso de los diputados a la Asamblea, destituir a la fiscal, pero eso no les da ninguna legitimidad. Sólo tienen fuerza. La comunidad internacional ya no los reconoce. Este es un Gobierno de facto que no gobierna, sólo controla y reprime. Todas las dictaduras controlaban totalmente el país hasta la misma noche antes de caer”.
La conversación se interrumpe de manera abrupta. Vuela una carcasa de gas lacrimógeno a unos metros. La policía ha disparado a dar. A la altura del pecho. Nadie los había visto. Ni siquiera han hecho ademán de acercarse, sólo han disparado desde una esquina. Luego, las motos de la policía se acercan. Desde el centro comercial, de varios pisos y abierto a la calle donde los que trancaban se han refugiado, vuelan piedras e insultos. Hacia el centro comercial vuelan uno, dos, tres, hasta doce proyectiles de gas. La policía se va. Los del trancón regresan inmediatamente y lo ponen otra vez.
Coreografía ensayada ante periodistas
A unos minutos en moto y varios trozos de madera levantados para poder pasar cuando no hay que subirse a las aceras para evitar discusiones incómodas, ya en la Plaza Altamira, centro de las protestas, hay una docena de hombres jóvenes -la resistencia- embozados que actúan con experiencia, en una coreografía ensayada durante meses, para dos docenas de fotógrafos y camarógrafos embutidos en chalecos antibalas y cascos, que van en grupo y en ningún momento se separan.
Los jóvenes embozados con camisetas que sólo dejan los ojos al aire han colocado cuerdas finas, casi hilos, que van de farola a farola, con bolsas de plástico colgadas en medio. Y queman algunas bolsas de basura. Son el trancón convocado por la oposición.
No pasan coches, la avenida está libre. Al enjambre de guardias se les oye, se les ve de lejos, con tiempo suficiente para dispersarse sin mayor riesgo. Vuela el gas. Llegan los en moto, van de a dos. El de atrás lleva el arma con el que se dispara el gas. No corren demasiado. No hace falta. Es como –aunque en realidad no lo sea– si avisaran con tiempo para que todos se vayan.
Pero el gas no avisa por dónde se mueve. Y el viento lo lleva justo hacia la salida del metro. Ancianas agarradas de los brazos, madres con sus hijos, el vendedor de café, estudiantes, comen gas. Lloran, se van, molestos, sin demasiada prisa. No hay que correr. Los policías van a por quien destaca y correr te hace destacar. Algunos guardias se bajan, mueven a patadas las pequeñas barricadas, quitan las cuerdas atadas a las farolas, señalan con el dedo índice a quien les insulta desde lejos y esperan.
Todo el mundo se mira y espera. Impasse. Tanteo. El corrillo de fotógrafos ya sólo se mueve para sacar, todos, la foto del loquito que se para frente a los guardias y les insulta, les dice que es un hombre, se golpea el pecho diciéndoles que le disparen justo ahí. Los guardias se ríen. El loquito se enfada. Se desnuda totalmente. Caen miles de fotos en esos treinta segundos. Se viste. Se va.
La policía se va. Regresa la barricada. La policía regresa con el gas. La gente se va. Regresa la barricada. Regresa la policía.
“Esto ya no es lo que era” comenta con prisa un grupo de amigas que sale del trabajo para tomar el metro y se ha detenido a mirar. “Muchos detenidos, mucho muerto, la gente tiene que trabajar, que buscarse el dinero para vivir”, explica una para justificar su ausencia.
Un rato después, a pocas cuadras, en un bar, un grupo de amigos celebra un cumpleaños. Acaban de llegar de la protesta. Se han salido antes de tiempo. Mientras otros se acercan a pedirle basura y escombro a la dueña del local para seguir montando una más de las pequeñas barricadas que pueblan Altamira (si los detienen se irían a la cárcel por hacerlo) los amigos piden la primera ronda de cerveza Polar y abren el regalo para la protagonista de la tarde: un rosario hecho con perdigones recogidos en las calles durante las marchas.