¿Cómo se hizo Donald Trump?

David Cay Johnston

  • David Cay Johnston cuenta en el libro '¿Cómo se hizo Donald Trump?', publicado por Capitán Swing, los orígenes de la fortuna empresarial de Nueva York y sus conexiones con las familias mafiosas que controlaban el negocio de la construcción en la ciudad

En El arte de la negociación, Trump se jacta de que cuando, en 1981, solicitó la licencia para un casino convenció al fiscal general de Nueva Jersey de que limitara la investigación de sus antecedentes. Tal vez se tratara de la negociación más lucrativa de la vida de Trump; una negociación que una década más tarde abochornaría a las autoridades del Estado cuando quedó más clara la implicación de Trump con mafiosos, extorsionadores y defraudadores.

Nueva Jersey exigía que todos los solicitantes de licencias cumplimentaran un formulario muy detallado donde expusieran su historial de acuerdo con un sistema concebido para cumplir con la promesa hecha a los votantes de Nueva Jersey de que Atlantic City no se convertiría en un Las Vegas del Este gestionado por la mafia. Los solicitantes tenían que rellenar unas cincuenta páginas con información que incluía todos y cada uno de los domicilios donde habían residido en el último decenio, las reclamaciones de seguros de más de 100.000 dólares, los pormenores de sus acuerdos empresariales y cualesquiera investigaciones civiles o penales a que hubieran sido sometidos por el Gobierno. El Estado llevaba a cabo la investigación de los posibles propietarios de casinos con tanta diligencia que enviaba a detectives al extranjero para que se entrevistaran con determinadas personas o examinaran documentos.

A Trump le dijeron de antemano que la investigación se prolongaría unos dieciocho meses. Como no estaba dispuesto a soportar una indagación tan extensa, se dispuso a concertar condiciones especiales para impedir que escudriñaran en su pasado, una práctica que ha mantenido hasta la fecha. En primer lugar, en vez de acudir a las oficinas del Gobierno del Estado en Trenton, Trump pidió a John Degnan, el fiscal general de Nueva Jersey, que acudiera él a visitarle. Degnan y G. Michael Brown, jefe del Departamento de Regulación del Juego (DGE, Division of Gaming Enforcement), viajaron para presentarse en la oficina de Nick Ribis en Short Hills, un abogado de Nueva Jersey al que Trump había contratado por recomendación del editor multimillonario Si Newhouse.

Trump aseguró a Degnan que no había necesidad de llevar a cabo una investigación tan extensa de su conducta y sus acuerdos empresariales, pues estaba «limpio como una patena»; a sus treinta y cinco años era demasiado joven para haberse enredado en cualquier tipo de problemas. Trump le dijo entonces que si el fiscal general no aceleraba la concesión de la autorización, no construiría en Atlantic City, donde ya había adquirido una parcela excelente en la zona central del Boardwalk [Paseo Marítimo]. Al final, Trump apuntó que su hotel Grand Hyatt, próximo a la Grand Central Terminal del corazón de Manhattan, podría acoger su propio casino.

Dado el famoso éxito de Trump a la hora de convencer a la ciudad de Nueva York de que le prestara favores muy lucrativos, aquello representaba una amenaza sutil pero contundente. Si los legisladores del Estado de Nueva York autorizaban casinos en el Empire State, expulsarían a una catastrófica cantidad de empresas de Atlantic City, a más de 175 kilómetros al sur de Manhattan.

Degnan estaba a punto de emprender la carrera para convertirse en gobernador de Nueva Jersey. Sabía que una demanda de Trump, una campaña de Trump en favor de que se abrieran casinos en Nueva York, o las acusaciones de Trump contra el exceso de normativa gubernamental no le reportarían ningún voto. Aceptó sus condiciones. No prometió autorizarle, pero sí que, si Trump cooperaba, la investigación estaría concluida en un plazo de seis meses. Trump devolvió el favor a Degnan convirtiéndose en un opositor firme de la idea de autorizar el juego en cualquier otro lugar del este que no fuera Atlantic City. En todo caso, Degnan perdió la carrera para ser gobernador.

Trump, por supuesto, no estaba limpio como una patena según los criterios de la Comisión de Control de Casinos de Nueva Jersey, aun cuando jamás hubiera sido imputado, ni mucho menos condenado por ningún delito.

El formulario de solicitud de licencia para el casino preguntaba si Trump «había sido alguna vez objeto de una investigación» por parte de alguna agencia gubernamental «por cualquier motivo». Sí lo había sido, pero el informe del DGE no hacía mención alguna de dos de esos casos y se ocupaba de otros dos en una nota a pie de página, donde dejaba claro que Trump no los incluyó cuando remitió su solicitud.

La primera investigación fue una a cargo del gran jurado federal realizada en 1979 acerca de cómo había conseguido una opción para adquirir la zona comercial de la Penn Central en el West Side de Manhattan. Los agentes del FBI se entrevistaron en dos ocasiones con Trump, en la segunda de las cuales le dijeron que era blanco del gran jurado. El indicio que puso en marcha la investigación de Ed Korman (por aquel entonces, fiscal federal en Brooklyn) apareció justo antes de que se cumplieran los cinco años de prescripción que establecía la normativa. Las investigaciones de Korman no habían concluido en el momento en que se acabó el plazo. No se presentó ningún cargo.

En 1980, John Martin, fiscal federal de Manhattan, investigó someramente el acuerdo de Trump para adquirir el viejo hotel Commodore, que se remodeló para convertirse en el Grand Hyatt del centro de Manhattan. Una vez más, el asunto afectaba a los terrenos de la Penn Central, que (junto con el hotel Commodore) eran propiedad de lo que quedaba de la quiebra de la vieja Penn Central Transportation Company. Lo que se dirimía era si el acuerdo del Commodore engañó a los deudores en el caso de la quiebra. No se presentó ningún cargo.

El cuarto caso era la demanda de 1973 del Departamento de Justicia por la que se acusaba a Trump de discriminación racial en el alquiler de apartamentos Trump, que desencadenó la contrademanda fallida presentada por el abogado Roy Cohn. A los solicitantes de licencias de propietario de casino se les preguntaba si habían sido acusados de alguna mala praxis civil, entre las que se encuentran la discriminación racial en el ámbito de la vivienda. Trump cumplimentó la casilla del «no».

Trump tenía que saber que no revelar estas cuestiones le cerraría el paso a la aspiración de ser propietario de un casino si los investigadores averiguaban que no había sido sincero. La portada de la solicitud afirmaba en grandes letras mayúsculas:

NO RESPONDER A ALGUNA PREGUNTA CON TODA LA INFORMACIÓN O FALTANDO A LA VERDAD SUPONE LA DENEGACIÓN DE LA SOLICITUD DE LICENCIA.

Este criterio se había aplicado con rigor a otras personas. El contencioso más habitual, el que marcaba la firmeza con la que se podía llegar a aplicar el criterio, guardaba relación con la solicitud de licencia de crupier de blackjack o veintiuno (una de las más bajas) de una solicitante anterior. A aquella mujer se le denegó por considerársela moralmente inadecuada. ¿Cuál había sido su delito? Cuando era adolescente y trabajaba de cajera reconoció una falta por haber aplicado descuentos a amigos, un delito que supuso la denegación de solicitud de licencia de crupier.

Tras concluir su investigación de Trump en un tiempo récord de cinco meses, el informe del Departamento de Regulación del Juego (DGE), no hacía al organismo regulador, la Comisión de Control de Casinos, la menor insinuación de que Trump hubiera sido centro de atención de varias investigaciones penales federales. Dos de estos casos habían aparecido en la prensa. Wayne Barrett, el periodista que publicó el reportaje, fue interrogado por el DGE en el marco de la investigación de la solicitud de Trump. Es un misterio por qué el informe final omitía estos hechos.

El DGE dio a Trump el visto bueno pese a no responder a las preguntas con toda la información. En una nota al pie de una de las 119 páginas del informe, el DGE decía que justo antes de concluir la investigación, Trump había ofrecido «voluntariamente» la información que no incluyó en la documentación. Era una señal anticipada de lo que dos comisionados del organismo regulador de los casinos dirían con posterioridad que era una actitud de favoritismo hacia Trump por parte del DGE.

Pero había muchas más cosas que ignoraban los comisionados que tenían que pronunciarse sobre cada una de las licencias.

Hacía ya tres años, desde 1978, que Trump tenía contratadas para erigir la Trump Tower a empresas de construcción vinculadas a la mafia. En lugar de construir un esqueleto de vigas de acero muy alto, Trump escogió construir con hormigón de planta. Lo hizo en una época en la que otros constructores de Nueva York, principalmente las familias LeFrak y Resnik, rogaban al FBI que los liberara de un cártel de plantas de producción de hormigón gestionado por la mafia que inflaba los precios.

El hormigón representaba una curiosa elección en aquella época. Había que llevar la masa a toda prisa a la zona de obra y verterla enseguida para evitar problemas que acababan saliendo carísimos, como que pudiera endurecerse mientras giraba en las hormigoneras o que no estuviera lo bastante húmeda para ofrecer la resistencia adecuada cuando fraguara. El uso de hormigón de planta volvía a los constructores vulnerables a las interrupciones que pudieran plantear los trabajadores sindicados, como reconocería Trump más adelante. Los camioneros controlaban las hormigoneras que transportaban la masa. Los sindicatos de la construcción controlaban la entrada a la zona de obras. Los encofradores y los carpinteros controlaban el vertido y el moldeado de las formas. En lo más alto, la mafia controlaba a los sindicatos y amañaba las elecciones sindicales, como demostraría con posterioridad un juicio federal por extorsión en el trabajo interpuesto por el fiscal federal Rudy Giuliani.

Trump daba preferencia al hormigón. El material tiene sus ventajas, como evitar el costoso material a prueba de incendios que exigen las vigas de acero. Trump utilizó el hormigón de planta no solo para los cincuenta y ocho pisos de la Trump Tower, sino también para el edificio de apartamentos Trump Plaza de treinta y nueve plantas de la calle 61 Este, el hotel y casino Trump Plaza de Atlantic City y otros edificios.

Trump compraba su hormigón de planta de Manhattan a una empresa llamada S & A Concrete. Los mandamases de la mafia Anthony Fat Tony Salerno y Paul Castellano eran los propietarios ocultos de la empresa. S & A facturaba los precios inflados de los que las familias LeFrak y Resnik se quejaban, la primera de ellas también a las autoridades y a The New York Times.

Como señaló Barrett, al escoger construir con hormigón de planta en lugar de con otros materiales, Trump se puso «a la merced de toda una legión de extorsionadores del hormigón». Pero tener como aliado a Roy Cohn aliviaba las preocupaciones de Trump. Si Cohn era quien le arreglaba los asuntos, Trump no tenía por qué preocuparse de que los jefes de la mafia pudieran hacer que los sindicatos pararan la obra de la Trump Tower; Salerno y Castellano eran clientes de Cohn. De hecho, cuando los productores de cemento hicieron huelga en el verano de 1982, el hormigón no dejó de afluir a la Trump Tower.

Años más tarde, Barrett, el primer periodista que examinó a fondo las prácticas empresariales de Trump, logró dejar al descubierto algunos de sus negocios. Barrett gozaba de la profunda confianza de infinidad de fuentes entre las autoridades locales, estatales y federales. Informó de que dos testigos presenciaron en la mansión de Cohn la reunión de Trump con Salerno, una asociación que por sí sola ya habría costado a Trump su licencia de propietario de casino. Cuando fue de conocimiento público la reunión con Salerno, el DGE no trató de localizar a los testigos, a los que cualquier detective podría haber identificado con facilidad pese a que no se les nombrara. O, si trataron de localizarlos, el informe no daba ninguna muestra de que se hubiera investigado al respecto. En su lugar, el DGE tomó declaración a Trump bajo juramento. Trump negó la reunión con Salerno. Caso cerrado.

Exactamente igual de reveladora fue la asociación de Trump con John Cody, el jefe corrupto del sindicato de camioneros Teamsters Local 282. Cody, que ya estaba imputado cuando ordenó la huelga de 1982 en toda la ciudad, ordenó también que siguieran llegando entregas de hormigón a la Trump Tower. Cody dijo a Barrett que «a Donald le gustaba hacer negocios conmigo a través de Roy Cohn».

Michael, el hijo de Cody, me contó que su padre era las dos cosas, un padre adorable y el infame extorsionador por quien la gente le tenía. Decía que, siendo niño, escuchó cuando Trump llamó a su padre para implorar a Cody que se asegurara de que el hormigón no dejaba de afluir de forma constante a la Trump Tower para que no entrara en quiebra antes de que estuviera terminada.

Aunque Cody no recibió un apartamento en la Trump Tower, como sospechaba el FBI, sí lo obtuvo una amiga suya particularmente bonita. No tenía ningún trabajo conocido y atribuía su ostentoso estilo de vida a la amabilidad de sus amigos. Compró tres apartamentos de la Trump Tower situados exactamente debajo del tríplex donde vivían Donald e Ivana, su esposa en aquel entonces. John Cody invirtió 100.000 dólares en los apartamentos de la mujer y se quedaba allí con frecuencia. Trump la ayudó a que le concedieran una hipoteca de tres millones de dólares para pagar los tres apartamentos, uno de los cuales reformó para que tuviera la única piscina cubierta de la Trump Tower. Ella dijo que le concedió la hipoteca un banco al que Trump le recomendó que recurriera, sin cumplimentar ninguna solicitud de préstamo ni aportar documentación sobre sus finanzas.

Cuando Cody fue condenado por extorsión, encarcelado y ya no controlaba el sindicato, Trump demandó a la mujer por 250.000 dólares por reformas no autorizadas. Ella contraatacó con otra demanda por 20 millones de dólares. Los documentos judiciales de ella acusaban a Trump de cobrar comisiones de los contratistas. Además postulaban que aquello podría «constituir el fundamento de una actuación penal» contra Trump si el fiscal general del Estado quisiera investigar.

Trump, que en su campaña presidencial insistía en que jamás llega a acuerdos en las demandas que ponen contra él porque eso solo sirve para animar a la gente a que interponga más demandas, llegó a un acuerdo enseguida. Pagó 500.000 dólares a la mujer. Declaró que no sabía bien lo que aquello suponía y que no había nada inapropiado en sus acuerdos con la mujer, ni con John Cody.

Los fiscales federales enseguida abrieron una causa importante contra ocho mafiosos. Entre los cargos había acusaciones de hinchar el precio del hormigón para el edificio de apartamentos de Trump de la calle 61 Este. En 1986, Salerno y otras siete personas, entre ellas el jefe del sindicato de trabajadores del hormigón, fueron condenados en un juicio por extorsión por delitos como asesinatos, sobornos y alteración del precio del hormigón. Michael Chertoff, el fiscal jefe del juicio, dijo al juez que los demandados «dirigían el negocio criminal más grande y más atroz de la historia de Estados Unidos».

Aun después de obtener su licencia para el casino, Trump siguió manteniendo relaciones que deberían haber desencadenado investigaciones de los inspectores de casinos.

En 1988, Trump llegó a un acuerdo para poner su nombre en las limusinas Trump Golden Series y Trump Executive Series, como reveló por primera vez el periodista Bill Bastone. Además de televisor con reproductor de vídeo y fax, las limusinas tenían dos teléfonos. En unos armarios de palisandro había unas copas de cristal y un práctico dispensador de licor. Una tapadera decorativa llevaba impresas juntas las marcas Trump y Cadillac. Las limusinas fueron modificadas en Dillinger Coach Works, propiedad de un par de delincuentes convictos.

El primero de ellos era el condenado por extorsión Jack Schwartz; el otro era el ladrón condenado John Staluppi, un multimillonario vendedor de coches de Long Island identificado en informes del FBI y otros cuerpos de seguridad como miembro de la familia criminal de los Colombo. Los organismos reguladores de casinos de Nueva Jersey (que afirmaban supervisar el sector más regulado de la historia de Estados Unidos) no hicieron nada cuando Trump llegó al acuerdo con Staluppi y Schwartz para vender los Cadillac de marca Trump.

Los organismos reguladores del alcohol de Nueva York demostraron ser mucho más severos. Negaron la solicitud de Staluppi para obtener una licencia de venta de alcohol por sus antecedentes y sus numerosos negocios con mafiosos, entre ellos algunos amigos comunes que, como veremos, suministraron a Trump sus helicópteros.