Cientos de personas buscan a sus familiares en las ciudades liberadas tras la retirada rusa: “No sé nada de mi hijo desde hace dos meses”
En la desolación bañada de lluvia de la calle principal de Borodyanka, Alla Pasichnik camina a paso lento bajo un pequeño paraguas marrón como el chaleco polar que le hace de abrigo. Ha salido a primera hora de su piso, una vivienda en un bloque de cuatro plantas que destaca por ser uno de los menos dañados en medio de una destrucción casi total. De las casas bajas de los vecinos solo queda un amasijo de escombros, hierros y algún rastro chamuscado de la vida que fue: un zapato, una máquina de coser, lo que pudo ser el marco de una foto. Pasichnik se para un momento ante las ruinas, con la cara marcada por un cansancio antiguo que le hace aparentar más de sus 55 años. Volvió a su casa el pasado 4 de abril, tras la retirada rusa de la zona, pero no puede encontrar sosiego. “No sé nada de mi hijo desde hace dos meses y me da miedo que le hayan deportado a Bielorrusia”, dice. Su hijo es una de las personas de las que se perdió el rastro tras el paso de las tropas y los bombardeos de Moscú que se ensañaron con esta localidad a 60 kilómetros de Kiev, donde la situación, según afirmó hace días el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, es “significativamente más terrible” que en la vecina Bucha.
La infraestructura está prácticamente destruida y solo ahora los técnicos están empezando a reactivar la electricidad en algunas zonas de la ciudad. Los bloques de viviendas que se levantan a ambos lado de la calle central, que un día se llamó calle Lenin, se han convertido en una de las estampas de esta guerra, también porque por aquí han pasado en las últimas semanas los mandatarios europeos -el jueves lo hizo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez- que han visitado Kiev para mostrar su apoyo a Ucrania.
“Esperemos que lleguen las ayudas, tanto de parte de los que han venido como de parte de quienes no lo han hecho”, comenta el alcalde interino, Georgy Yerko, en un aula de la escuela que se ha convertido en la sede provisional de la administración local. Borodyanka tenía antes de la guerra una población de 14.000 personas. Durante la ocupación quedaron 1.400 y en las últimas semanas han vuelto otras 3.000. Las demás se han desplazado a otras zonas del país y muchos han cruzado la frontera y se han establecido en una ciudad polaca hermanada, Minsk Mazowiecki.
La destrucción material es la más visible, pero hay otra que no se ve: las familias partidas, la comunidad rota, el dolor de quien no consigue dar un nombre a la ausencia de los que aún faltan. “Aquí también viene la gente para buscar a sus familiares. Hemos abierto una oficina para ello”, dice Yerko. Pasichnik acudió aquí hace unos días para denunciar oficialmente que su hijo se encuentra en paradero desconocido y hoy ha vuelto porque necesita ayuda para empezar a rehacer su vida en la ciudad, como las decenas de vecinos que se agolpan en los pasillos oscuros del edificio.
La búsqueda a los desaparecidos
El Ayuntamiento tiene un listado de desaparecidos que va rellenando a partir de las denuncias de los vecinos, de los mensajes en un canal de Telegram donde los habitantes cuelgan información y fotos de sus familiares o a través de una línea de teléfono puesta en marcha por la administración central, explica Galina Yerko, la hija del alcalde que está gestionando los procedimientos. Hay unas 200 personas en la lista. De algunos se teme que hayan sido deportados forzosamente a Rusia o Bielorrusia, incluso durante las operaciones de evacuación en las semanas de ocupación. Para otros, el temor es que sigan bajo los escombros o en alguna de las morgues donde se están llevando los cadáveres que cada día recuperan de entre las ruinas o de las fosas comunes.
Los depósitos de los alrededores de la capital acumulan más de mil cuerpos. Las últimas dos fosas se abrieron en Borodyanka el miércoles. En una, en un terreno próximo al hospital de la ciudad, se encontraron los cuerpos de dos jóvenes de 35 años y una chica de 15; en otra, están sepultados cuatro hombres y dos mujeres, según comunicó el jefe de la policía de la región, Andrei Nebitov, quien aseguró que algunos de los cadáveres tenían signos de torturas. Dos de los cuerpos no habían podido ser aún identificados.
En Borodyanka, todos creen que no será el último hallazgo, porque durante semanas a muchos no les quedó más remedio que cavar tumbas allá donde pudieron. “Yo veía desde mi ventana cómo la gente se moría en la calle, y luego llegaba alguien, un familiar, y se los llevaba para enterrarlos cerca de su casa”, dice Ludmila Devidova, enfundada en un abrigo negro a las puertas de una Iglesia donde se reparte ayuda. Mientras, dentro se celebra uno de los ritos de la semana de la Pascua ortodoxa. “No había comida, no había luz ni gas ni agua. Estuvimos un mes sin pan, poco a poco fuimos acabando lo que nos quedaba en casa. Los helicópteros sobrevolaban todo el rato”, dice Devidova, levantado la mirada hacia el cielo como si los volviera a ver. Habla sin interrupciones, como quien no quiere dejarse nada por contar, como si estuviera esperando el momento de poder decirle a alguien lo que allí pasó.
Semanas después de la retirada de los rusos, en Borodyanka sigue faltando de todo. Faltan también los ataúdes para quien no tiene dinero para comprarlos. Así que, bajo un cobertizo de madera en el patio del templo, hay unas cajas vacías preparadas para ser entregadas a quienes están ahora recuperando a sus vecinos y familiares desde las sepulturas improvisadas durante la ocupación.
Cadáveres en la morgue con signos de ejecuciones
Un ataúd envuelto en tela azul está tirado a la entrada de la morgue de Boyarka, a más de 60 kilómetros de Borodyanka y hasta donde han sido llevados los últimos nueve cadáveres desenterrados el miércoles. En tiempos de paz, en el depósito funerario del hospital de la ciudad había espacio para diez cuerpos. Ahora, a pocos metros de esta caseta de una planta, están aparcadas dos grandes cámaras frigoríficas como las que usan los camiones de transporte. En una hay 60 cuerpos y en la otra, 40, guardados en bolsas negras de plástico. Cuando Semen Nikolaichuk abre las puertas de una de las celdas, inmediatamente se esparce por el aire el olor de la muerte, que se queda pegado a la nariz y grabado en la cabeza.
Nikolaichuck tiene 42 años y es el médico forense de este hospital desde 2005. En el último mes y medio ha hecho 400 autopsias, diez al día. Tiene los ojos enrojecido y la cara cansada, pero la mirada firme mientras relata los detalles con la entereza de quien sabe que no puede hacer nada más que seguir con su trabajo. En su móvil guarda las imágenes de los cuerpos. Hay quien ha sido disparado dos veces, primero en las piernas y luego, en la cabeza; quien ha recibido una herida de arma blanca y luego un disparo, siempre en la cabeza, quien ha sido disparado por la espalda. Nikolaichuck explica que el estado de descomposición de algunos cuerpos impide establecer la distancia a la que las balas han sido disparadas, pero que hay signos compatibles con ejecuciones. De todos los casos recuerda el de una mujer de 77 años. “¿Cómo se puede matar a una señora mayor, alguien nacido en 1945?¿Qué había hecho esa mujer?”, dice el doctor. Es el segundo momento en el que se abre una brecha en su entereza. El otro es cuando se pregunta cómo es posible que haya gente en Europa que no se crea lo que está pasando aquí.
La morgue cierra por la tarde pero el trabajo de recogida de los cuerpos no para. Ni de día ni de noche. Galina Guyda es quien se encarga de ello. Desde hace 20 años es la titular de la funeraria que está frente a la morgue. A las cuatro de la tarde de este viernes es ella quien abre la puerta de la caseta cuando un hombre llega con una furgoneta blanca para entregar un cadáver recuperado en Bucha. Guyda cierra luego la puerta y se encamina de nuevo hacia su pequeña oficina. Enfundada en su abrigo rojo en medio de la desolación que la rodea, es a diario la testigo del dolor de quienes se desplazan hasta aquí buscando el rastro de sus seres queridos.
Una pareja se acerca esta misma tarde para preguntar por su tío, un hombre mayor de la vecina ciudad de Makhariv del que no se sabe nada. La hija de Guyda, que trabaja con ella, enseña en el móvil las imágenes de los cuerpos recuperados. Luego, tras ponerse unos guantes de plástico rosa, ayuda a los familiares a buscar en una parcela donde yacen en unas bolsas fragmentos de los cuerpos calcinados. No hay detalle que ayude a obtener información y la pareja se va como llegó. Los restos de otras personas que sí fueron identificadas y han sido incinerados están en pequeñas urnas de plástico en un rincón de la funeraria, en medio de coronas de flores artificiales y ataúdes. Guyda sigue con su trabajo, pero se rompe cuando habla de su marido y su hijo, que se han alistado para ir al frente. Ella también se ha apuntado a las unidades de defensa territorial. “No consigo acostumbrarme a este horror. Cada día es un horror nuevo. No quiero acostumbrarme a este horror”.
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